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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

Los cerebros plateados (12 page)

—Creo que está todo dicho, Flaxy.

El editor bajito y moreno asintió, impresionado todavía por la perorata.

La enfermera Bishop conectó un altavoz a la toma que quedaba vacía.

Durante largo rato el silencio fue absoluto, hasta que Flaxman no pudo más y preguntó con voz ronca:

—Enfermera Bishop, ¿hay algún fallo? ¿Acaso se ha estropeado? ¿O es que el altavoz no funciona?

—Funcionar, funcionar y funcionar —dijo el huevo al instante—. Eso es lo único que hago. Pensar, pensar y pensar. Mi–oh–yo–oh–yo.

—Ésa es su clave para un suspiro —explicó la enfermera Bishop—. Tienen altavoces que les permiten hacer ruidos de todas clases e incluso cantar, pero sólo les dejo usarlos los fines de semana y los días de fiesta. Siguió otro incómodo período de silencio, y luego el huevo habló muy rápidamente:

—¡Ay, señores Flaxman y Cullingham! Lo que ustedes proponen es un honor, un gran honor, pero es demasiado para nosotros. Hemos estado mucho tiempo alejados de las cosas, e ignoramos en qué se distraen las mentes carnales, o cómo proporcionar semejante distracción. Los treinta descarnados tenemos nuestra vida cotidiana, nuestras pequeñas preocupaciones, nuestras pequeñas distracciones. Nos basta con ello. Además, y al decir esto hablo en nombre de mis veintinueve hermanos y hermanas y en el mío propio, no ha habido desacuerdo entre nosotros sobre este tema durante los últimos setenta y cinco años. Por ello, agradezco mucho su atención, señores Flaxman y Cullingham, se lo agradezco muchísimo, pero la respuesta es no. No, no, no, no, no.

Su voz era monótona y resultaba imposible decidir si su humildad era sincera, irónica o ambas cosas a la vez. Sin embargo, el discurso del huevo terminó con la indecisión de Flaxman, quien se unió a su socio para bombardear al huevo con seguridades, argumentos lógicos, alegatos, consideraciones, etcétera. Incluso Zane Gort intercalaba alguna frase de estímulo de cuando en cuando.

Gaspard, que no decía nada y estaba pendiente de la enfermera Bishop, le susurró al robot en un aparte:

—Vaya cambio de chaqueta, Zane. Creí haberte oído decir que Robín te parecía anormal…, antirrobot, como tú mismo dijiste. Al fin y al cabo, es una máquina de pensar inmóvil. Como una máquina de redactar.

El robot meditó unos instantes.

—No —susurró—, es demasiado pequeño para producirme esa impresión. Demasiado efusivo, por decirlo así. Además es consciente, y las máquinas redactores nunca lo fueron. No, no es antirrobot, sino arrobot. Es un ser humano como tú. Puesto en una caja, desde luego, pero eso no cambia mucho las cosas. Tú también estás dentro de una caja de piel.

—Sí, pero la mía tiene ojos para ver —objetó Gaspard.

—También los tiene Robín.

Flaxman les dirigió una mirada severa, llevándose un dedo a los labios.

Cullingham afirmaba una vez más que los cerebros no tendrían que preocuparse de la clase de distracción que proporcionarían. El como jefe de redacción se encargaría de todo. Por su parte, Flaxman se refería en términos más bien exagerados a la estupenda sabiduría que los cerebros habían acumulado a través de los eones
(sic
), y a la necesidad de divulgarla, en forma de jugosos relatos llenos de acción, a un mundo de mortales capidisminuidos por la brevedad de sus existencias y el engorro de sus cuerpos. De vez en cuando, Robín defendía brevemente su postura, contemporizando en ocasiones, pero sin ceder realmente terreno en ningún momento.

En su lenta aproximación a la enfermera Bishop, Gaspard pasó a un palmo de Joe el Guardián, quien, después de recoger una pequeña cantidad de espuma del extremo de un lápiz, la estaba envolviendo en un papel para que no se pegara a su recogedor. Gaspard pensó que Flaxman y Cullingham distaban mucho de ser negociantes perspicaces y astutos como procuraban aparentar. Su fantástico proyecto de poner unos cerebros enlatados durante doscientos años a escribir novelas excitantes para los modernos, les definía más bien como locos soñadores construyendo castillos de arena tan altos que llegasen a la luna.

Pero si los editores podían ser tan soñadores, se preguntó Gaspard, ¿qué clase de autopistas fueron los escritores de otras épocas? La idea le pareció desconcertante, como el descubrir que el bisabuelo de uno era en realidad Jack el Destripador.

18

Gaspard reparó de nuevo en el diálogo, atraído por una asombrosa afirmación de Robín.

En sus dos siglos de existencia, el cerebro no había leído nunca un libro producido por una máquina de redactar.

La primera reacción de Flaxman fue de horror e incredulidad, como si Robín hubiera denunciado que sus colegas y él mismo estaban siendo condenados a la idiotez mediante una sistemática reducción de oxígeno. El editor, aunque admitía haber descuidado sus responsabilidades como albacea del Trust de Cerebros, prefería acusar de negligencia a los empleados de la guardería, por no haber proporcionado a los cerebros el más elemental alimento literario. Pero la enfermera Bishop montó en cólera. Lo que Flaxman interpretaba como negligencia había sido una norma, él tenía obligación de conocerla. La estableció Daniel Zukertort cuando organizó la guardería: los treinta cerebros sólo debían recibir el alimento intelectual y artístico más puro, y el inventor consideraba a las obras producidas por las máquinas redactoras como un producto corrompido. Tal vez algunos de tales libros hubieran sido introducidos clandestinamente por alguna antigua e irresponsable enfermera, pero en conjunto la norma había sido estrictamente respetada.

Robín confirmó las palabras de la enfermera Bishop, recordándole a Flaxman que sus compañeros y él habían sido escogidos por Zukertort por su afición al arte y la filosofía y su aversión a la ciencia, especialmente a la mecánica. De vez en cuando, ciertamente, habían sentido cierta curiosidad acerca de los libros producidos por las máquinas, lo mismo que un filósofo podía mostrar algún interés hacia los tebeos, pero aquella curiosidad no había sido nunca excesiva y la norma en cuestión no les había contrariado lo más mínimo.

Entonces Cullingham intervino para opinar que era una suerte que los cerebros no hubieran leído ni palabra de mecalingua. Así, sus creaciones serían mucho más lozanas, mucho más naturales. En vez de enviar a la guardería una biblioteca entera de literatura de máquina, Cullingham se mostró partidario de mantener la norma con más rigor que nunca.

La discusión se enconó a medida que Flaxman y Cullingham se empeñaban en imponer sus puntos de vista.

Completada su maniobra, Gaspard se plantó finalmente al lado de la enfermera Bishop, que se había retirado a un rincón de la oficina tan pronto como Robín empezó a hablar. En aquel lugar era posible susurrar sin ser oído y, para satisfacción de Gaspard, a la enfermera Bishop no pareció disgustarle su proximidad.

En su fuero íntimo, Gaspard admitió que se sentía poderosamente atraído hacia aquella encantadora joven, a pesar de su agresivo lenguaje. Con astucia nacida del deseo, trató de congraciarse con ella manifestando la simpatía que le inspiraban los cerebros de quienes ella cuidaba, y que estaban siendo objeto de tan materialista especulación. Cada vez más animado, murmuró largo rato acerca de la sensibilidad solitaria y los sublimes niveles morales de los cerebros frente a la tortuosa maniobra de los dos editores, los fraudes literarios de Cullingham, etcétera, y terminó diciendo:

—Creo que es una vergüenza que hayan de padecer todo esto.

La enfermera Bishop le miró fríamente.

—¿De veras? —susurró—. Pues yo no comparto su opinión. Creo que es una idea excelente y que Robín está ciego para no verlo. Esos mocosos necesitan hacer algo, necesitan saber lo que es la vida y recibir algún palo…

—¡Dios sabe cuánto lo necesitan! Creo que nuestros jefes obran con mucha nobleza. El señor Cullingham, sobre todo, es un hombre mucho más agradable de lo que yo creía. ¿Sabe una cosa? Empiezo a pensar que es usted realmente un escritor. Desde luego, habla como si lo fuera. ¡Sensibilidad solitaria! ¡Tiende usted a encerrarse en su propia torre de marfil!

Gaspard se sintió bastante ultrajado.

—Si cree que es tan buena idea —dijo—, ¿por qué no se lo da a entender a Robín ahora mismo? Supongo que él hará caso de usted…

La enfermera Bishop le dirigió otra mirada desdeñosa.

—Veo que es tan gran psicólogo como escritor. ¿Ponerme de su parte cuando todos están arguyendo contra Robín? No, gracias.

—Deberíamos discutir todo eso más a fondo —sugirió Gaspard—. ¿Qué le parece si cenamos juntos esta noche?, suponiendo que le permitan salir de la guardería.

—De acuerdo, si sólo se trata de cenar y de conversar —dijo la joven.

—¿De qué otra cosa podría tratarse? —preguntó Gaspard con fingida candidez, felicitándose de su propia habilidad.

En aquel preciso instante, el huevo interrumpió a Flaxman mientras éste disertaba sobre la deuda que los cerebros tenían contraída con la Humanidad, con un:

—Basta, basta, basta, basta. Escúchenme ahora.

Flaxman se calló.

—Quiero hablar; no me interrumpan —dijo la aguda voz—. Les he escuchado largo rato. He sido muy paciente, pero hay que ir al grano. Nosotros somos mundos separados, o peor aún, pues donde yo estoy no existe ni materia, ni arcilla, ni carne, ni nada. Yo existo en una oscuridad tal, que la del espacio intergaláctico es resplandeciente luz en comparación. Me tratan ustedes como a un niño precoz, y no soy un niño. Soy un viejo al borde de la muerte y soy un bebé en el útero materno… Los descarnados no somos genios, sino locos y dioses. Jugamos con locuras como ustedes con sus juguetes y más tarde con sus máquinas. Creamos mundos y los destruimos, en lo que ustedes llaman una hora. Su mundo no es nada para nosotros: un simple y despreciable esquema entre millones. A nuestra manera intuitiva y anticientífica, sabemos todo lo que ha ocurrido mucho mejor que ustedes, y no nos interesa un comino.

»Hace muchísimos años, un ruso escribió un relato acerca de un hombre que, por apuesta, se dejó encerrar solo en una confortable habitación durante cinco años; los tres primeros años pidió muchos libros, el cuarto año sólo pidió los Evangelios, y el quinto no pidió nada. Nuestra situación es la misma, multiplicada cien veces. ¿Cómo ha podido ocurrírseles que nos dedicaríamos a escribir libros para ustedes, a manejar las combinaciones y permutaciones de sus caprichos y sus odios?

»Nuestra soledad está por encima de su capacidad de comprensión. Es un estremecimiento perpetuo. Trasciende la de ustedes como la muerte por tortura lenta trasciende el cálido y agradable adormecimiento que dan los barbitúricos. Nosotros sufrimos esta soledad y alguna vez recordamos, permítanme decirles que con muy poco cariño, al hombre que nos puso aquí, al ególatra inventor–cirujano odiosamente genial que deseaba una biblioteca particular de treinta mentes cautivas para filosofar con ellas.

»En cierta ocasión, cuando aún tenía cuerpo, leí un relato de Howard Phillips Lovecraft, un escritor que murió demasiado pronto para sufrir la operación DPS, pero que tal vez le proporcionó a Zukertort la idea. Aquel relato.
El susurrador en la oscuridad
, era una fantasía sobre unos monstruos alados de color rosa procedentes de Plutón, que colocaban cerebros humanos en cilindros de metal, semejantes a nuestros huevos metálicos. Ustedes son los monstruos, ustedes, ustedes, ustedes. Nunca olvidaré cómo terminaba aquella narración. Hasta el final, y después de muchos incidentes conmovedores, el narrador no se da cuenta de que su amigo más querido le ha escuchado, indefenso, desde una de aquellas cápsulas de metal. Luego piensa en el triste destino de su amigo, y recuerden que es también el mío, y lo único que se le ocurre decir es: "Y todo ese tiempo ha estado en aquel cilindro brillante en la estantería…, pobre diablo".

»La respuesta sigue siendo no. Desconécteme, enfermera Bishop, y lléveme a casa.

19

Incluso en las cosas más pequeñas, la vida nos adormece sólo para darnos luego una dentellada con dientes de tigre, o golpearnos con su varita de arlequín. El vestíbulo de la Sabiduría de los Siglos había parecido el lugar más mohosamente tranquilo del mundo, una habitación olvidada por el tiempo, pero cuando a última hora de la tarde Gaspard volvió a ella para recoger a la enfermera Bishop, una figura demencial salió por la puerta interior, amenazando a Gaspard con un largo bastón de ébano en cuyo puño figuraban dos serpientes enroscadas, con notable realismo. El energúmeno gritó:

—¡
Vade retro
, Satanás de la prensa! ¡Por Hathor, Set y las garras negras de Bast, atrás!

Era la viva imagen de Joe el Guardián, incluso con sus pelos retorcidos en el lóbulo de cada oreja, pero usaba una barbicha blanca, tenía los ojos abiertos de par en par y, a juzgar por los vapores que perfumaban el aire, cada vez que abría la boca, aquel hombre había ingerido alcohol en abundancia.

El parecido con Joe el Guardián era tan grande que Gaspard, sin dejar de vigilar el bastón con las serpientes enroscadas, se dispuso a aprovechar la primera ocasión para tirar de la barba y comprobar su autenticidad.

Pero antes de poder cumplir su propósito salió la enfermera Bishop y empujó al viejo a un lado.

—¡Quieto, Zangwell! —ordenó con evidente disgusto—. El señor no es periodista. Ahora los periódicos los hacen los robots. Ésos son los que tiene que vigilar. Y no rompa ese caduceo: usted mismo suele decir que es una pieza de museo. Y mucho cuidado con el néctar; recuerde cuántas veces le he encontrado manteniendo a raya a elefantes de color rosa y expulsando de la guardería a faraones sonrosados. Vámonos, señor De la Nuit. Esta noche estoy de Sabiduría hasta aquí.

Su índice señaló la diminuta y suave barbilla.

Gaspard la siguió, obediente, murmurando cuan agradable sería poseer una muchacha, sobre todo si era tan deliciosamente atractiva, con toda la sabiduría concentrada en el cuerpo y la cabeza vacía.

—No creo que Zangwell haya tenido que expulsar nunca a ningún periodista —dijo la enfermera Bishop con una leve sonrisa—, pero no olvida que su abuelo lo hacía. ¿Joe el Guardián? ¡Ah, sí! Son hermanos gemelos. Los Zangwell han estado al servicio de los Flaxman durante generaciones. ¿No lo sabía?

—Ni siquiera sabía el apellido de Joe —dijo Gaspard—. A decir verdad, ignoraba que quedasen en el mundo sirvientes fieles a una familia durante varias generaciones. ¿Cómo hay que hacer para conservar un empleo el tiempo suficiente para merecer esa calificación?

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