Le pedí a Seldom el programa. La pieza que venía a continuación era Primavera Cheyenne, de Aaron Copland, la tercera de la serie de estaciones, para triángulo y orquesta. Le devolví el programa a Seldom, que le echó a su vez una rápida ojeada.
—Tal vez veamos aquí —me dijo susurrando por lo bajo— los primeros fuegos artificiales.
Seguí su mirada a lo alto, a los techos del palacio, donde se veían, confundidas con las esculturas del friso, las sombras movedizas de los hombres que preparaban las salvas. Se hizo un gran silencio, las luces sobre la orquesta se apagaron y el círculo del reflector iluminó solamente al viejo percusionista, que sostenía como una figura espectral el triángulo en alto. Escuchamos el tintineo hierático y lejano, que hacía recordar el goteo del deshielo en ríos de escarcha. Una luz con tonos naranja, que tal vez quería representar un amanecer, hizo reaparecer al resto de la orquesta. El triángulo se batió en un contrapunto con las flautas hasta que el tintineo desapareció del motivo principal, y el reflector se movió hacia el piano para abrir la segunda melodía. De a poco los demás instrumentos se fueron sumando en lo que parecía el lento desperezarse de flores que se abrían. La batuta del director marcó de pronto a los trombones el ritmo desenfrenado de caballos salvajes galopando en la pradera. Todos los instrumentos se fueron plegando a esta persecución enloquecida hasta que la batuta se elevó de nuevo hacia el pedestal del percusionista. El haz de luz volvió a enfocarlo, como si se esperara que viniera de allí el repique del clímax, pero vimos, bajo esa luz blanca y descarnada, que algo estaba terriblemente mal.
El viejo, que aún tenía el triángulo en la mano, parecía esforzarse por boquear en el vacío. Soltó el triángulo, que dio una última nota en falso al caer, y bajó tambaleando de su tarima, seguido por el reflector, como si el ojo del iluminador no pudiera sustraerse a la fascinación horrenda de la escena. Lo vimos extender uno de sus brazos hacia el director en una muda imploración de ayuda y luego llevarse las dos manos al cuello, como si tratara de defenderse de una mano invisible que lo estuviera estrangulando sin piedad. Cayó de rodillas y hubo entonces un coro de gritos sofocados, mientras parte de la primera fila se levantaba de sus asientos. Vi que los músicos rodeaban al viejo, y pedían con desesperación un médico. Un hombre se abrió paso desde nuestra fila para llegar a la glorieta. Me puse de pie para dejarlo pasar y no pude contener el impulso irresistible de seguirlo. Petersen ya estaba sobre el escenario y vi que también Sacks había saltado con su arma a la glorieta desde un costado. El músico había quedado tendido boca abajo en una posición grotesca, con una de sus manos todavía en la garganta, la cara de un azul amoratado, como un animal marino que hubiera dejado de boquear. El médico dio vuelta el cuerpo, apoyó dos dedos en el cuello para revisar el pulso, y le cerró los ojos. Petersen, que se había inclinado en cuclillas a su lado, le mostró discretamente la credencial y conversó un momento con él. Después se movió hacia el pedestal abriéndose paso entre los músicos, buscó en el suelo y recogió con un pañuelo el triángulo que había quedado junto a un escalón. Me di vuelta y vi a Seldom de pie entre la gente que se había agolpado a mis espaldas. Noté que Petersen le hacía una seña para reunirse con él en dirección a las filas de asientos que se habían vaciado y retrocedí hasta quedar a su lado, pero no pareció registrar que lo seguía de regreso entre la gente. Estaba en completo silencio, con una expresión impenetrable, y caminó lentamente hacia nuestros asientos. Petersen, que había bajado por un costado del escenario, se acercaba hacia él desde el otro extremo de la fila. Seldom se detuvo de pronto, como si algo en su butaca lo hubiera dejado paralizado. Alguien había recortado dos frases del programa y los pedacitos de papel formaban sobre la silla un pequeño mensaje. Me incliné para leerlos antes de que el inspector pudiera apartarme. El primero decía El tercero de la serie. El segundo era la palabra triángulo.
Petersen hizo un gesto perentorio a Sacks y el teniente, que se había quedado de pie custodiando el cuerpo caído, se abrió paso hacia nosotros entre la gente exhibiendo su credencial.
—Que nadie se vaya por ahora —ordenó Petersen—: quiero el nombre de todos los que están aquí. —Sacó de su bolsillo un teléfono celular y se lo extendió junto con una pequeña agenda.— Comuníquese con el oficial del estacionamiento para asegurarse de que no salga ningún auto. Pida una docena de agentes para tomar declaración, un patrullero que vigile el lago, y dos más que intercepten las salidas a la ruta por el bosque. Quiero que cuenten a cada persona del público y comparen con la cantidad de entradas vendidas y de asientos ocupados. Hable con los acomodadores para saber cuántas sillas agregaron. Y quiero otra lista que incluya a todo el personal del palacio, a los músicos y a los hombres a cargo de los fuegos artificiales. Una cosa más dijo, cuando Sacks ya estaba por irse—: ¿Cuál era su tarea esta noche, teniente?
Vi que Sacks palidecía bajo la mirada severa de Petersen, como un estudiante ante una pregunta difícil.
—Vigilar a las personas que pudieran acercarse al profesor Seldom —dijo.
—Entonces quizá pueda decirnos quién dejó este mensaje en su asiento.
Sacks miró por un instante los dos pedacitos de papel y su cara se demudó. Movió la cabeza, apesadumbrado.
—Señor —dijo—, creí que realmente alguien estaba estrangulando a ese hombre, desde mi asiento se veía así, como si alguien lo estuviera ahorcando. Vi que usted había sacado su arma y corrí al escenario para ayudarlo.
—Pero no murió estrangulado, ¿verdad? —dijo Seldom suavemente.
Petersen pareció dudar antes de responderle.
—Aparentemente fue un paro respiratorio espontáneo. El doctor San-ders, el médico que subió al escenario, lo había operado hace unos años de un enfisema pulmonar y le había dado una sobrevida de cinco o seis meses. Apenas se explica cómo podía tenerse todavía en pie, su capacidad respiratoria era muy reducida. Su primera opinión es que se trata de una muerte natural.
—Sí, sí —murmuró Seldom por lo bajo—, una muerte natural... ¿No es asombroso cómo se va perfeccionando? Una muerte natural, por supuesto, el extremo lógico, el ejemplo más acabado de un crimen imperceptible.
Petersen había sacado sus anteojos y se inclinó otra vez sobre los dos papeles.
—Usted tenía razón sobre el símbolo —dijo; alzó los ojos a Seldom, como si no estuviera seguro todavía si debía considerarlo un aliado o una clase indescifrable de adversario. Creí entenderlo: había en el modo de razonar de Seldom un elemento inaccesible al inspector, y Petersen no debía estar acostumbrado a que otro pudiera anticiparse en una investigación.
—Sí, pero ya ve, el símbolo no nos ayudó en nada.
—Hay de todos modos algunas variaciones curiosas en el mensaje: no figura esta vez la hora y los bordes de las dos tiras están dentados, el papel parece haber sido rasgado con cierto descuido, en un apuro, como si hubiera recortado el programa con los dedos...
—O quizá —dijo Seldom—, esa es exactamente la impresión que quiere dejarnos. ¿No fue acaso toda la escena, con el haz de luz y el clímax de la música, como un acto consumado de ilusionismo? En el fondo lo importante no era la muerte del percusionista, el verdadero truco era dejarnos bajo las narices estos dos papelitos.
—Pero el hombre allá arriba en el escenario está muerto, sin trucos —dijo Petersen fríamente.
—Sí —dijo Seldom—, eso es lo extraordinario: la inversión de la rutina, el efecto mayor puesto al servicio del efecto menor. Todavía no entendemos la figura. La podemos dibujar ahora, podemos seguir el trazo, pero no la vemos, no la vemos todavía como él.
—Pero si lo que usted pensaba era cierto quizá alcance con demostrarle que conocemos la continuación de la serie para detenerlo. En todo caso creo que ahora debemos intentarlo. Enviarle ya mismo un mensaje.
—Pero si no sabemos quién es —dijo Seldom—, ¿de qué modo podrá hacerle llegar un mensaje?
—Estuve pensando en eso desde que recibí la hojita con su explicación. Creo tener una idea, espero poder consultarla esta misma noche con la psiquiatra y lo llamaría a usted después. Si nos queremos anticipar y evitar la próxima muerte no tenemos tiempo que perder.
Escuchamos la sirena de una ambulancia y vimos que también se había detenido en el estacionamiento la camioneta del Oxford Times. La puerta lateral se descorrió y apareció un camarógrafo y luego el periodista larguirucho que me había entrevistado en Cunliffe Close. Petersen recogió con cuidado las dos tiras de papel por las puntas y las guardó en uno de sus bolsillos.
—Por ahora esto es una muerte natural—dijo—, no quiero que ese periodista nos vea juntos —Petersen suspiró y se dio vuelta hacia la multitud que rodeaba el escenario—. Bien —dijo—, tengo que contar a toda esta gente.
—¿Cree de verdad que todavía puede estar aquí? —dijo Seldom.
—Creo que en cualquiera de los dos casos, tanto si la cuenta está completa, como si falta alguien, sabremos algo más de él.
Petersen se alejó unos pasos y se detuvo para conversar un momento con la mujer rubia que había estado sentada a su lado. Vimos que el inspector le hacía una seña hacia nosotros y que la mujer asentía con la cabeza. Un instante después la vimos avanzar decididamente a nuestro encuentro con una sonrisa cordial.
—Me dice mi padre que no dejarán salir taxis ni autos por un tiempo. Yo vuelvo ahora a Oxford, puedo dejados donde quieran.
La seguimos hacia el estacionamiento y subimos a un auto con una discreta identificación policial en el parabrisas. Al salir de la explanada nos cruzamos con los patrulleros que había pedido Petersen.
—Era la primera vez que lograba traer a mi padre a un concierto —dijo la mujer mirando hacia atrás—, creí que lo iba a distraer del trabajo. En fin, supongo que ahora ya no vendrá a cenar. Dios mío, ese hombre sujetándose la garganta... todavía no lo puedo creer. Mi padre creyó que lo estaban ahorcando, estuvo a punto de disparar sobre el escenario, pero el círculo de luz que le iluminaba la cara no dejaba ver nada detrás de él. Me preguntó a mí si debía disparar.
—¿Y qué se veía desde su asiento? —pregunté yo.
—ĄNada! Fue todo tan rápido... Además, yo estaba distraída mirando a lo alto del palacio, sabía que al final del movimiento se dispararían los primeros fuegos artificiales. Estaba pendiente de eso: siempre me piden que organice la parte de los fuegos. Suponen que porque soy la hija de un policía debo tener una buena relación con la pólvora.
—¿Cuánta gente había en el techo a cargo de los fuegos? preguntó Seldom.
—Dos personas, no se necesitan más. Quizá hubiera a lo sumo una más de la guardia del palacio.
—Si no me equivoco —dijo Seldom—, la posición del percusionista era un poco diferente a la del resto de la orquesta. Era el último, estaba al fondo de la glorieta, sobre un escalón, algo separado de los demás. Era el único que podía ser atacado por detrás sin que los otros músicos se dieran cuenta. Cualquiera en el público o desde el palacio pudo haber rodeado la glorieta cuando se apagaron las luces.
—Pero mi padre dijo que la muerte se debió a un paro respiratorio. ¿Hay acaso alguna forma de inducir desde afuera algo así?
—No sé, no sé —dijo Seldom, y murmuró en voz baja—, espero que sí.
¿Qué había querido decir Seldom con aquel espero que sí? Estuve a punto de preguntarle en ese momento, pero la hija de Petersen se había enfrascado con él en una conversación sobre caballos, que derivó luego sin retorno y algo imprevistamente en una búsqueda de ancestros escoceses comunes. Me quedé dando vueltas por un instante la pequeña frase intrigante, preguntándome si se me habría escapado alguna de las posibles inflexiones en inglés de la expresión
I hope so
. Asumí que había sido simplemente una forma de decir que aquella, la de un ataque, era la única hipótesis razonable, que por el bien de una cordura general era preferible que las cosas hubieran ocurrido así. Que si no hubiera sido provocada de algún modo, que si la muerte realmente había sido natural, no cabía sino pensar en algo impensable: en hombres invisibles, en arqueros zen, en poderes sobrenaturales. Son curiosos los pequeños remiendos, las suturas automáticas de la razón: me convencí de que era sólo eso lo que Seldom había querido decir y no volví a preguntarle sobre esto, ni al bajar del auto ni en todas las veces siguientes que conversamos, y sin embargo, en aquella frase murmurada por lo bajo, me doy cuenta ahora, hubiera podido penetrar, como en un atajo, en la recámara de su pensamiento. Puedo decir quizá en mi defensa que estaba en realidad sobre todo atento a otra cuestión: no quería dejar escapar a Seldom aquella noche sin que me revelara la ley de formación de la serie. El símbolo del triángulo, para mi vergüenza, me había dejado tan a oscuras como al principio, y mientras escuchaba a medias la conversación en el asiento de adelante trataba en vano de darle algún sentido a la sucesión círculo, pez, triángulo, y de imaginar, inútilmente, cuál podía ser el cuarto. Estaba decidido a arrancarle la solución a Seldom apenas bajáramos del auto y vigilaba con alguna preocupación las sonrisas de la hija de Petersen. Aunque se me escapaban algunas de las expresiones coloquiales me daba cuenta de que la conversación había tomado un giro más íntimo y de que en algún momento ella había repetido en un tono seductor de niñita abandonada que debería cenar sola esa noche. Habíamos entrado a Oxford por Banbury Road y la hija de Petersen detuvo el auto frente a la curva de Cunliffe Close.
—Aquí es donde debo dejarte, ¿no es cierto? —me dijo, con una sonrisa encantadora pero inapelable.
Bajé del auto pero antes de que volviera a arrancar golpeé en un súbito impulso la ventanilla del lado de Seldom.
—Tiene que decirme —le dije en castellano, en voz baja pero con un tono apremiante—, aunque sea una pista, dígame algo más de la solución de la serie.
Seldom me miró asombrado, pero mi representación había sido convincente y pareció apiadarse de mí.
—¿Qué somos usted y yo, qué somos los matemáticos? —me dijo, y se sonrió con una extraña melancolía, como si volviera a él un recuerdo que creía perdido—. Somos, como dijo un poeta de su país, los arduos alumnos de Pitágoras.
Me quedé de pie al costado de la avenida, mirando cómo se alejaba el auto en la oscuridad. Tenía en mi bolsillo, junto con la llave de mi cuarto, la llave de la puerta lateral del Instituto, y también la tarjeta magnética que me permitía entrar fuera de hora a la biblioteca. Decidí que era demasiado temprano para ir a dormir, y caminé hacia el Instituto bajo las luces amarillas. Las calles estaban desoladas; sólo a la altura de Observatory Street vi algún movimiento detrás del ventanal de un restaurant Tandoori: dos empleados daban vuelta las sillas sobre las mesas, y una mujer envuelta en un
saree
corría las cortinas para cerrar. Sr. Giles también estaba desierta, pero había luces en algunas oficinas del Instituto y un par de autos en el estacionamiento. Sabía que algunos matemáticos trabajaban sólo de noche, y otros debían volver para vigilar cada tanto la corrida de un programa lento. Subí a la biblioteca; las luces estaban encendidas y cuando entré escuché los pasos amortiguados de alguien que recorría silenciosamente los anaqueles. Fui a la sección de historia de la matemática, y seguí con un dedo los títulos en los lomos. Un libro sobresalía un poco de los demás, como si alguien lo hubiera consultado recientemente y no hubiera sido lo bastante cuidadoso al volverlo a su lugar. Los libros estaban muy apretados entre sí y tuve que usar las dos manos para sacarlo. La ilustración de la tapa era una pirámide de diez puntos envuelta en llamas. El título —
La hermandad de los pitagóricos
— quedaba por muy poco fuera del alcance del fuego. Vistos de cerca, los puntos eran en realidad pequeñas cabezas tonsuradas, como si fueran monjes enfocados desde arriba. Las llamas aludían quizá entonces no a un vago simbolismo sobre las pasiones inflamadas que podía guardar la geometría, sino más concretamente al pavoroso incendio que había acabado con la secta.