Fui hasta uno de los escritorios de la biblioteca y lo abrí bajo la lámpara. No tuve que pasar más de dos o tres páginas. Allí estaba. Allí había estado todo el tiempo, en su simplicidad abrumadora. Las nociones más antiguas y elementales de la matemática, no separadas del todo todavía de sus vestiduras místicas. La representación de los números en la doctrina pitagórica como principios arquetípicos de las potencias divinas. El círculo era el Uno, la unidad en su perfección, la mónada, el principio de todo, encerrado y completo en su propia línea. El Dos era el símbolo de la multiplicidad, de todas las oposiciones y dualidades, de los engendramientos. Se formaba con la intersección de dos círculos y la figura oval, como una almendra, encerrada en el centro, era llamada
Vesica Piscis
, la vejiga del pez. El Tres, la tríada, era la unión entre dos extremos, la posibilidad de dar orden y armonía a las diferencias. Era el espíritu que abraza lo mortal con lo inmortal en un todo. Pero también, el Uno era el punto, el Dos era la recta que unía dos puntos, el Tres era el triángulo y era al mismo tiempo el plano. Uno, dos, tres, aquello era todo, la serie no era más que la sucesión de los números naturales. Di vuelta la página para estudiar el símbolo que representaba al número Cuatro. Era el
Tetraktys
, la pirámide de diez puntos que había visto en la tapa, el emblema y la figura sagrada de la secta. Los diez puntos eran la suma de uno, más dos, más tres, más cuatro. Representaban a la materia y a los cuatro elementos. Los pitagóricos creían que toda la matemática estaba cifrada en aquel símbolo, que era a la vez el espacio tridimensional y la música de las esferas celestes, que llevaba en germen los números combinatorios del azar y los números de la multiplicación de la vida que redescubriría siglos más tarde Fibonacci. Escuché otra vez los pasos, mucho más cercanos. Alcé los ojos y vi con alguna sorpresa a Podorov, mi compañero ruso de oficina. Había rodeado el último de los anaqueles y al verme en el escritorio se acercó con una sonrisa intrigada. Era curioso lo diferente que se lo veía allí, como si estuviera en su elemento, y pensé que quizá se sintiera el dueño de la biblioteca durante la noche. Cuando llegó a mi escritorio vi que tenía en la mano un cigarrillo que golpeó suavemente sobre el vidrio antes de encenderlo.
—Sí —dijo—, vengo a esta hora para poder fumar en paz.
Me miró con una sonrisa hospitalaria y a la vez algo irónica mientras daba vuelta la tapa del libro para leer el título. Tenía la barba crecida y los ojos duros y brillantes.
—Ah, La hermandad de los pitagóricos... ¿tiene seguramente algo que ver con los símbolos que dibujaba en el pizarrón de la oficina? El círculo, el pez... si mal no recuerdo son los primeros números simbólicos de la secta, ¿no es cierto? —pareció hacer un pequeño esfuerzo mental y recitó como si pusiera a prueba con orgullo su memoria—. El tercero es el triángulo, el cuarto es el Tetraktys.
Lo miré, asombrado. Recién entonces me daba cuenta de que aquel hombre que me había visto estudiar en el pizarrón los dos símbolos no había pensado nunca que podría tratarse de otra cosa que de algún curioso problema matemático. Aquel hombre, que evidentemente no sabía nada de los crímenes, a la vez, todo el tiempo, con sólo levantarse de su silla, hubiera podido dibujar para mí la continuación de la serie.
—¿Es un problema que le propuso Arthur Seldom? —me preguntó—. Fue a él a quien escuché hablar por primera vez de estos símbolos, durante una conferencia sobre el último teorema de Fermat. Usted sabe, por supuesto, que el teorema de Fermat no es más que una generalización del problema de las ternas pitagóricas, el secreto mejor guardado de la secta.
—¿Cuándo fue eso? —pregunté—. No ahora seguramente.
—No, no, fue hace muchos años —dijo—. Tantos años que, por lo que pude ver, Seldom ya no se acuerda de mí. Por supuesto, él ya era el gran Seldom y yo apenas un oscuro estudiante de doctorado de la pequeña ciudad rusa donde se organizaba el congreso. Le llevé mis trabajos sobre el teorema de Fermat, era lo único en lo que yo pensaba en aquel tiempo, y le rogué que me pusiera en contacto con el grupo de Teoría de Números de Cambridge, pero aparentemente todos estaban demasiado ocupados para leerlos. En realidad todos no —dijo—: un alumno de Seldom los leyó, corrigió mi inglés defectuoso, y los publicó con su nombre. Recibió la medalla Fields por la contribución más importante de la década a la resolución del problema. Ahora Wiles está por dar el último paso gracias a esos resultados. Cuando le escribí a Seldom sólo me respondió que mi trabajo tenía un error y que su alumno lo había corregido —rió secamente y sopló con fuerza una bocanada de humo hacia arriba—. El único error —dijo— es que yo no era inglés.
Hubiera querido tener en ese momento el poder para hacer callar abruptamente a ese hombre. Sentí de nuevo, como durante aquel paseo en el Parque Universitario, que estaba a punto de ver y que quizá, si lograba quedarme a solas, aquella pieza elusiva que ya se me había escapado una vez volvería para colocarse en su lugar. Murmuré una excusa vaga y me puse de pie mientras llenaba rápidamente una de las fichas para llevarme el libro. Quería estar afuera, lejos, en la noche, separado de todo. Bajé rápidamente la escalera y cuando estaba por salir a la calle casi choqué con una figura de negro que venía del estacionamiento. Era Seldom, que se había puesto un impermeable sobre el smoking. Recién en ese momento me di cuenta de que afuera llovía.
—Si sale ahora se le va a mojar su libro —dijo, y extendió la mano para ver la tapa—. De modo que lo encontró. Y veo por su cara que encontró algo más ¿no es cierto? Por eso yo quería que tratara de descubrirlo solo.
—Encontré a mi compañero de oficina, Podorov; me dijo que se habían conocido hace muchos años.
—Víctor Podorov, sí... me pregunto qué le habrá contado. No me acordé de él hasta que el inspector Petersen me dio la lista completa de matemáticos en el Instituto. No lo hubiera reconocido de todos modos: yo recordaba a un muchachito de barba puntiaguda, algo trastornado, que creía tener una prueba del teorema de Fermat. Sólo mucho después recordé que yo había hablado en ese congreso de los números pitagóricos. Igualmente no quise decirle nada de esto al inspector Petersen, siempre me sentí algo culpable con él, supe que intentó suicidarse cuando le dieron la medalla Fields a uno de mis alumnos.
—De todas maneras —dije yo— no hubiera podido ser él, ¿no es cierto? Él estaba aquí, en la biblioteca, esta noche.
—No, nunca creí verdaderamente que pudiera ser él, pero sabía que era quizás el único que podría reconocer de inmediato la continuación de la serie.
—Sí —dije—, se acordaba perfectamente de su conferencia.
Estábamos de pie bajo el alero semicircular de la entrada y la lluvia, que el viento arrastraba en ráfagas, empezaba a salpicarnos.
—Caminemos por debajo de aquella cornisa hasta el pub —dijo Seldom.
Lo seguí, protegiendo el libro bajo la lluvia. Aquel parecía ser el único lugar abierto en todo Oxford y la barra estaba llena de gente que se hablaba con risas estentóreas, con esa alegría exaltada y algo artificial que los ingleses sólo parecían conseguir después de muchas cervezas. Nos sentamos en una mesita sobre la que habían quedado algunas aureolas húmedas marcadas sobre la madera.
—Lo siento —dijo la camarera desde lejos, como si ya no pudiera hacer nada por nosotros—, se perdieron el último llamado.
—No creo que podamos quedarnos tampoco demasiado tiempo aquí —dijo Seldom—, pero me interesaba saber qué piensa ahora que conoce la serie.
—Es mucho más simple de lo que cualquier matemático hubiera imaginado ¿no es cierto? Quizá ése sea el rasgo de ingenio, pero no deja de ser algo decepcionante. Al fin y al cabo no es más que uno, dos, tres, cuatro, como la serie de simetrías que me mostró el primer día. Pero quizá no sea, como habíamos imaginado, una clase de acertijo, sino simplemente su manera de ir contando las muertes: la primera, la segunda, la tercera.
—Sí —dijo Seldom—, ése sería el peor caso, por que podría seguir matando indefinidamente. Pero yo todavía tengo esperanzas de que los símbolos son el desafío y que se detendrá si le mostramos que sabemos... Petersen acaba de llamarme desde su oficina. Tiene sobre esto una idea que quizá valga la pena intentar y que aparentemente también la psiquiatra aprueba. Va a cambiar totalmente su estrategia respecto de los diarios: mañana publicarán en la primera plana del Oxford Times la noticia de la tercera muerte, con el dibujo del triángulo y una entrevista en la que dará a conocer también los dos primeros símbolos. Le van a preparar cuidadosamente las preguntas, para que se muestre absolutamente desconcertado por el enigma y sobrepasado por la inteligencia del criminal. Esto le dará a nuestro hombre, según la psiquiatra, la sensación de triunfo que necesita. En la edición del jueves, en la misma sección donde publicaron el capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie, aparecerá esa pequeña nota sobre el Tetraktys que escribí para Petersen, con mi firma debajo. Esto debería bastar para demostrarle que al menos yo sé y que puedo anticipar el símbolo de la próxima muerte. De este modo, todo quedaría en el plano de ese duelo casi personal que él había elegido en un principio.
—Pero suponiendo que esto funcione —dije algo asombrado—, suponiendo que ya con bastante suerte lea esa nota suya en el suplemento del jueves, y que con muchísima más suerte esto logre detenerlo: ¿cómo haría Petersen para finalmente atraparlo?
—Petersen cree que es sólo una cuestión de tiempo. Supongo que confía en que de la lista del concierto salga finalmente un nombre. En todo caso parece decidido a intentar cualquier cosa que pueda evitar una cuarta muerte.
—Lo interesante es que de algún modo ahora tenemos todo para imaginar el próximo paso. Quiero decir, tenemos los tres símbolos, como en las series de Frank, deberíamos ser capaces de poder inferir algo sobre esa cuarta muerte. Vincular el Tetraktys... ¿con qué? Todavía de esto no sabemos nada, cómo están relacionadas las muertes con los símbolos. Pero estuve pensando en lo que dijo ese médico, Sanders, y creo que tenemos por fin un elemento recurrente: en los tres casos, las víctimas estaban viviendo de algún modo una sobrevida, más allá de lo esperado.
—Sí, es verdad —dijo Seldom—, no había reparado en eso... —su mirada pareció perderse por un momento, como si estuviera súbitamente fatigado o lo hubieran abrumado de pronto las ramificaciones continuas del caso—. Perdón —dijo, no muy seguro de cuánto había durado este lapso—, tengo un mal presentimiento. Había creído que era una buena idea publicar la serie. Pero quizá son demasiados días desde mañana hasta el jueves.
Guardo todavía conmigo un ejemplar del Oxford Times de aquel lunes, con la cuidadosa puesta en escena para un único lector fantasmal. Al mirar la foto ahora algo desvaída del músico caído, al recorrer los símbolos dibujados en tinta china y releer las preguntas preparadas para Petersen, puedo volver a sentir, como si me tocaran unos fríos dedos a la distancia, el estremecimiento que había percibido en la voz de Seldom cuando murmuró en el pub que quizá faltaran demasiados días para el jueves. Puedo entender sobre todo, al verlas aferradas todavía al papel, el horror que le provocaba la imprevisible vida propia de las conjeturas en el mundo real. Pero aquella mañana resplandeciente yo estaba limpio de premoniciones y leía con entusiasmo, en el que también había algo de orgullo y probablemente también alguna estúpida vanidad, aquella historia de la que sabía casi todo por anticipado.
Lorna me había llamado muy temprano con un tono de sobreexcitación. Acababa de ver, ella también, la nota en el diario y quería almorzar sí o sí conmigo para que le contara absolutamente todo. No podía perdonarse, ni perdonarme, haberse quedado en su casa la noche anterior mientras yo estaba allí en el concierto. Me odiaba por esto pero se escaparía al mediodía del hospital para encontrarme en el café francés de Little Clarendon St., de modo que ni pensara en hacer planes con Emily para el almuerzo. Nos encontramos en el Café de París y reímos y charlamos de las muertes y comimos crepes de jamón con esa alegría algo irresponsable, invulnerable a todo, de los enamorados. Le conté a Lorna lo que nos había dejado saber Petersen: que el percusionista había tenido una operación muy grave de pulmón y que su médico estaba sorprendido de que no hubiera muerto antes.
—Igual que en el caso de Clark y de Mrs. Eagleton —dije, y esperé su reacción a mi pequeña teoría. Lorna se quedó pensativa por un momento.
—Pero no es exactamente así en el caso de Mrs. Eagleton —dijo—. Yo la encontré en el hospital dos o tres días antes de su muerte y estaba radiante porque los análisis habían dado una remisión parcial de su cáncer. Justamente, el médico le había dicho que podía vivir muchos años más.
—Bueno —dije, como si aquello fuera un obstáculo menor—, pero ésa fue seguramente una conversación privada entre ella y su médico, el asesino no tenía modo de saber sobre esto.
—¿Elige personas que viven más de lo debido? ¿Eso es lo que estás tratando de decir?
Su cara se ensombreció por un instante y me indicó la pantalla del televisor en la barra, que ella tenía casi de frente. Giré en mi silla y vi la cara sonriente de una nenita con rulos, con un número de teléfono debajo y el ruego a toda Inglaterra para que llamaran.
—¿Es la nenita que vi en el hospital? —le pregunté. Asintió con la cabeza.
—Está ahora primera en la lista nacional de trasplantes, le quedan a lo sumo cuarenta y ocho horas.
—¿Cómo está el padre? —pregunté; todavía recordaba vívidamente sus ojos trastornados.
—No lo vi en los últimos días, creo que tuvo que volver al trabajo.
Extendió su mano sobre la mesa para entrelazar la mía, como si quisiera apartar rápidamente aquella nube imprevista, y llamó con un gesto a la camarera para pedir otro café. Le expliqué con un dibujo sobre una servilleta la posición en la que estaba el percusionista en la glorieta y le pregunté si se le ocurría alguna forma en que se pudiera provocar un paro respiratorio. Lorna pensó durante un momento, mientras revolvía el café.
—Se me ocurre una sola que no dejaría rastros: alguien con la fuerza suficiente que hubiera trepado por atrás y le oprimiera con las manos al mismo tiempo la boca y la nariz. Se llama la muerte de Burke, por William Burke; quizá viste su estatua en Madame Tussaud’s. Era un escocés que tenía una posada y mató así a dieciséis viajeros, para vender los cadáveres a los diseccionistas de la época. En una persona con la capacidad pulmonar muy reducida bastarían unos pocos segundos para ahogarla. Yo diría que el asesino lo estaba asfixiando de este modo, sin saber que el haz de luz volvería sobre él. Cuando el foco iluminó al percusionista, lo soltó inmediatamente, pero el paro respiratorio y también probablemente cardíaco ya estaba en marcha. Lo que ustedes vieron después, las manos en la garganta, como si un fantasma lo estuviera ahorcando, es la reacción refleja típica de alguien que no consigue respirar.