—ĄEl pobre Crafford achicharró a su esposa! —exclamó Lorna.
—Ya ve —dijo Seldom riendo—, había gente que estaba totalmente convencida y no necesitaba ninguna prueba. Como sea, volví a acordarme de este caso la noche del concierto. Usted recuerda que la asfixia del músico se produjo cuando la orquesta llegó al clímax: quise preguntarle a Lavand por la clase de efectos que se pueden crear a distancia. Con las entradas para la función me dejó un libro sobre hipnotismo, pero todavía no tuve tiempo de leerlo.
Una camarera se acercó para tomarnos el pedido. Lorna me señaló en el menú su clásico
fish and chips
, y se levantó para ir al baño. Cuando Seldom terminó de ordenar y la camarera nos dejó solos le devolví el sobre con las fotos.
—¿Pudo recordar? —me preguntó Seldom, y cuando vio mi cara dubitativa me dijo—: Es difícil, ¿no es cierto? Volver al origen como si uno no supiera nada. Deshacerse de lo que vino después. ¿Pudo ver algo que se le hubiera escapado antes?
—Sólo esto: el cadáver de Mrs. Eagleton, tal como lo encontramos, no tenía la manta de sus pies —dije.
Seldom se echó atrás en su silla y cruzó una mano bajo su mentón.
—Eso... puede ser interesante —dijo—. Sí, ahora que lo dice, lo recuerdo perfectamente, ella siempre llevaba, por lo menos cuando salía, una manta escocesa.
—Beth está segura de que todavía tenía la manta cuando ella bajó las escaleras a las dos. Después buscaron por toda la casa y la manta no apareció. Petersen no nos había dicho nada de esto —dije yo con algún despecho.
—Bueno —dijo Seldom, con una suave ironía—, es el inspector de Scotland Yard a cargo del caso, quizá no sintió la obligación de reportarse a nosotros con cada detalle.
Tuve que reír.
—Pero nosotros sabemos más que él —dije. —Sólo en este sentido dijo Seldom—: digamos, que nosotros tenemos más presente el teorema de Pitágoras.
Su cara se ensombreció, como si algo en la conversación le hubiera hecho recordar sus peores presentimientos. Se inclinó hacia mí como si fuera a confiarme algo. —La hija me contó que no duerme de noche y que lo encontró algunas veces todavía despierto a la madrugada tratando de leer libros de matemática.. Recibí otra llamada de él esta mañana. Creo que teme, como yo, que el jueves sea demasiado tarde.
—Pero el jueves es pasado mañana —dije.
—Pasado mañana... —repitió Seldom, tratando de darle sentido a la expresión castellana—. Es una mezcla interesante de tiempos —dijo—. El pasado con el futuro... Lo que ocurre es que no es exactamente un día cualquiera mañana. Fue justamente por eso que me llamó Petersen. Quiere enviar algunos de sus hombres a Cambridge.
—¿Qué pasa en Cambridge mañana? —Lorna había regresado y traía otras tres cervezas que distribuyó sobre la mesa.
—Me temo que tiene que ver con uno de los libros que le presté yo mismo al inspector Petersen. Un libro con una versión bastante fantástica sobre la historia del teorema de Fermat. Es el problema abierto más antiguo de la matemática —le dijo a Lorna—: hace más de trescientos años que los matemáticos luchan contra él y posiblemente mañana en Cambridge logren por primera vez demostrarlo. En el libro se rastrea el origen de la conjetura a las ternas pitagóricas, uno de los secretos de la primera época de la secta, antes del incendio, cuando todavía, como dijo Lavand, no se habían separado la magia de la matemática. Los pitagóricos consideraban a las propiedades y relaciones numéricas como la cifra secreta de una divinidad, que no debía divulgarse fuera de la secta. Podían difundirse los enunciados de los teoremas, para el uso en la vida diaria, pero jamás su demostración, de la misma manera que los magos se juramentan para no revelar sus trucos. El castigo para quien infringía la regla era la muerte. El libro sostiene que el propio Fermat pertenecía a una logia más moderna, pero no menos estricta, de pitagóricos. Había anunciado en la famosa anotación en el margen de la Aritmética de Diofantes que tenía una demostración de su conjetura, pero después de su muerte ni esa ni ninguna otra de sus demostraciones pudo ser encontrada entre sus papeles. Aunque supongo que lo que alarmó a Petersen son algunas muertes curiosas que rodean la historia del teorema. Claro que en trescientos años mucha gente muere, incluso los que estaban cerca de dar una demostración. Pero el autor es astuto y se las arregla para que algunas de estas muertes parezcan verdaderamente sospechosas. Por ejemplo el suicidio no hace tanto de Taniyama, con esa carta tan extraña que le dejó a su prometida.
—Entonces en ese caso los crímenes serían...
—Una advertencia —dijo Seldom—. Una advertencia al mundo de los matemáticos. La conspiración que imagina el libro, ya se lo dije a Petersen, me parece a mí una suma ingeniosa de disparates. Pero hay algo que de todos modos me preocupa: Andrew Wiles trabajó en absoluto secreto durante los últimos siete años. Nadie tiene una pista de cómo será su demostración: ni siquiera a mí me dejó ver nunca ninguno de sus papeles. Si algo le pasara antes de su exposición y desaparecieran esos papeles podrían pasar quizás otros trescientos años antes de que alguien pudiera repetir esa prueba. Por eso, más allá de lo que yo creo, no me parece mal que Petersen envíe alguno de sus hombres. Si algo llegara a ocurrirle a Andrew —dijo, y su cara volvió a ensombrecerse—, nunca me lo perdonaría.
El miércoles 23 de junio me desperté cerca del mediodía. Desde la pe-queña cocina de Lorna llegaba olor a café y un segundo olor paradisíaco de waffles recién hechos. Sir Thomas, el gato de Lorna, había logrado tirar al suelo buena parte del cobertor y estaba ovillado al pie de la cama. Pasé a su lado y abracé a Lorna en la cocina. El diario estaba abierto sobre la mesa y mientras Lorna servía el café revisé rápidamente las noticias. La serie de crímenes con los misteriosos símbolos, decía el Oxford Times con indisimulable orgullo local, se había convertido en la noticia de tapa de los principales diarios de Londres. Se reproducían en la primera página los grandes titulares que habían aparecido el día anterior en los diarios nacionales, pero aquello era todo, no había evidentemente ninguna otra novedad en el caso.
Busqué en las páginas interiores alguna noticia sobre el seminario en Cambridge.. Había apenas un suelto muy cauteloso, bajo el título El Moby Dick de los matemáticos, en el que se enumeraba la larga cronología de fracasos en los intentos por demostrar el teorema de Fermat. El diario mencionaba al final que se estaban haciendo apuestas en Oxbridge sobre lo que ocurriría esa tarde en la última de las tres conferencias y que estaban por el momento seis a uno, todavía en contra de Wiles.
Lorna había reservado una cancha para jugar al tenis a la una. Pasamos por Cunliffe Glose para recoger mi raqueta y jugamos largamente sin que nadie nos interrumpiera, sin atender a otra cosa que al cruce de la pelota sobre la red, en ese pequeño rectángulo fuera del tiempo. Cuando salimos de las canchas vi en el reloj del club que eran casi las tres y le pedí a Lorna que antes de volver pasáramos un momento por el Instituto. El edificio estaba desierto, y al subir las escaleras tuve que ir encendiendo las luces a mi paso. Entré en la sala de computadoras, que estaba también vacía, y abrí mi cuenta de e-mail. Allí estaba el breve mensaje que se propagaba como una contraseña a todos los matemáticos a lo largo y ancho del mundo: ĄWiles lo había conseguido! No había detalles sobre la exposición final; sólo se decía que la demostración había logrado convencer a los especialistas y que una vez escrita podía llegar a las doscientas páginas.
—¿Alguna buena noticia?— me preguntó Lorna cuando volví a subir al auto.
Le conté y supongo que percibió en el tono de admiración de mi voz el orgullo extraño y contradictorio por los matemáticos que me dominaba.
—Quizás hubieras preferido estar allí esta tarde —dijo y luego, riendo—. ¿Qué podría hacer para compensarte?
Hicimos el amor con una felicidad imparable de conejos por el resto de la tarde. A las siete, cuando ya empezaba a oscurecer y estábamos todavía tendidos uno junto al otro en un silencio exhausto, sonó el teléfono muy cerca de mí. Lorna se estiró sobre mi cuerpo en la cama para atender. Vi que en su cara aparecía una expresión de alarma y luego, de pesadumbre horrorizada. Me hizo una seña para que encendiera el televisor y con el auricular sostenido sólo en el mentón empezó a vestirse rápidamente.
—Hubo un accidente a la entrada de Oxford, en un lugar que llaman el triángulo ciego. Un ómnibus rompió el puente y se despeñó en el acantilado. Están esperando a que lleguen al Radcliffe varias ambulancias con heridos: van a necesitarme en Rayos.
Cambié los canales hasta encontrar el noticiero local. Una periodista hablaba mientras se acercaba, seguida por la cámara, a un puente roto. Toqué dos o tres de los botones, pero no conseguía que emergiera la voz.
—No funciona el sonido— dijo Lorna. Ya estaba totalmente vestida y buscaba su uniforme dentro del placard.
—Seldom y todo un grupo de matemáticos volvían de Cambridge en ómnibus esta tarde —dije—. ¿En cuál de los accesos fue el accidente?
Lorna se dio vuelta, como si un mal presentimiento la hubiera petrificado, y volvió junto a mí.
—Dios mío, debían atravesar ese puente si venían desde allí.
Nos quedamos mirando con una fijeza desesperada la pantalla del televisor. La cámara mostraba los fragmentos de vidrios junto al puente y el lugar donde la defensa había sido destrozada. Mientras la periodista se asomaba y señalaba hacia abajo, vimos aparecer, agrandado por el teleobjetivo, el guiñapo de metal en que había quedado convertido el ómnibus. La cámara se movía y oscilaba siguiendo a la periodista que había decidido descender por la pendiente escarpada del acantilado. Un pedazo de chasis se había desprendido en el lugar donde aparentemente el ómnibus había dado el primero de los tumbos. Cuando la cámara volvió a enfocar el fondo del acantilado, ahora mucho más cerca, vimos que un grupo de ambulancias había logrado llegar desde abajo para las tareas de rescate. Aparecieron en un primer plano desolador las ventanillas mudas y astilladas del ómnibus y luego un fragmento color naranja de la carrocería con un emblema que no reconocí. Sentí que Lorna me apretaba el brazo.
—Es un ómnibus escolar— dijo—. Dios mío: Ąson niños! ¿Te parece que.. .—susurró, sin decidirse a completar la pregunta y me miró con una expresión espantada, como si un juego al que habíamos estado jugando despreocupadamente se hubiera convertido de pronto en una pesadilla real—. Tengo que ir al hospital ahora —dijo y me dio un beso rápido—. Si vas a salir, la puerta se cierra sola.
Me quedé mirando la sucesión hipnótica de las imágenes en la pantalla. La cámara había rodeado el ómnibus y enfocaba una de las ventanillas, donde se agrupaba la cuadrilla de rescate. Evidentemente uno de los hombres había logrado penetrar en el interior y trataba de sacar por allí el cuerpo de uno de los chiquitos. Aparecieron primero las piernas delgadas y desnudas, que se balancearon con un movimiento desarticulado antes de que las sujetaran desde abajo una hilera de manos dispuestas como angarillas. Tenía puesto un pantalón corto de gimnasia que estaba manchado de sangre en un costado y unas zapatillas blancas relucientes. Cuando asomó la primera mitad del torso vi que llevaba una camiseta de competición sin mangas con un gran número en el pecho. La cámara volvió a enfocar la ventanilla. Dos grandes manos sostenían por atrás con infinito cuidado la cabeza del chico. Por las muñecas, como si resbalaran inconteniblemente de la nuca, se veían caer grandes gotas de sangre al piso. La cámara enfocó la cara del niño y vi con sorpresa bajo el largo flequillo rubio y desmadejado los rasgos mongoloides inconfundibles de un chico Down. Detrás asomó por primera vez la cara del hombre adentro del ómnibus. Su boca se abría en un par de palabras que repitió con desesperación mientras extendía hacia afuera las dos palmas ensangrentadas en el gesto de que ya no quedaba adentro nadie más. La cámara siguió a la procesión que llevaba a este último chico detrás del ómnibus. Alguien impidió el paso del camarógrafo, pero aun así alcanzó a verse por un instante una larga hilera de camillas con los cuerpos cubiertos por sábanas hasta arriba. La imagen volvió a los estudios de la emisora. Mostraron una foto del grupo de chicos, antes de un partido. Era en efecto un equipo de básquet de una escuela de chicos Down, que volvían de un torneo intercolegial en Cambridge. Cinco titulares y cinco suplentes. En una rápida sucesión desfilaron al pie de la pantalla los nombres. Una frase lacónica confirmaba que los diez habían muerto. Apareció en la pantalla una segunda foto: la cara de un hombre todavía joven, que me pareció vagamente familiar, aunque el nombre que aparecía debajo de la foto, Ralph Johnson, me resultaba totalmente desconocido. Era el chofer del ómnibus y aparentemente había logrado saltar afuera antes del choque, pero había muerto también, antes de llegar al hospital. La cara desapareció de la pantalla y apareció una cronología de las tragedias que habían ocurrido en aquel mismo lugar.
Apagué el televisor y me eché hacia atrás con una de las almohadas sobre los ojos, tratando de recordar dónde había visto antes la cara del chofer. Probablemente aquella foto era de algunos años atrás. El pelo muy corto y crespo, los pómulos afilados, los ojos hundidos... lo había visto antes, sí, pero no como chofer, sino en otro lugar... ¿dónde? Me levanté irritado de la cama y me di una ducha larga, repasando mentalmente cada uno de los rostros que había cruzado en la ciudad desde el primer día. Mientras me vestía y volvía a la habitación por mis zapatos traté de rehacer la cara de la pantalla. Los pequeños rulos apretados, la expresión fanática... sí, me senté en la cama aturdido por la sorpresa, por la cantidad de diferentes implicaciones, pero no podía equivocarme, después de todo no había conocido tantas personas en Oxford. Llamé al hospital y pedí que me pasaran con Lorna. Apenas la escuché del otro lado le pregunté, bajando involuntariamente la voz. —El chofer del ómnibus... era el padre de Caitlin, ¿no es cierto?
—Sí —dijo después de un segundo y me di cuenta de que también su voz bajaba a un susurro.
—¿Es lo que estoy suponiendo? —dije.
—No sé, pero no quise decir nada. Uno de los pulmones era compatible. Caitlin acaba de entrar en el quirófano: creen que todavía pueden salvarla.
—Durante las primeras horas creí que se trataba de una equivocación dijo Petersen—. Pensaba que el verdadero blanco era el ómnibus de ustedes, que venía muy cerca detrás. Creo que incluso algunos de los matemáticos alcanzaron a ver la caída por el acantilado, ¿no es cierto? —dijo, dirigiéndose a Seldom.