Seldom se puso de pie y abrió la ventana detrás de mí mientras enrollaba un cigarrillo. Continuó hablando de pie, como si ya no pudiera volver a sentarse.
—Esa primera tarde, cuando nos conocimos, yo había recibido un mensaje, sí, pero no era de un desconocido, no era de un loco, sino de alguien, desgraciadamente, muy cercano a mí. Era la confesión de un crimen y era un pedido desesperado de ayuda. El mensaje estaba en mi casillero, como le dije a Petersen, desde la hora en que entré a clase, pero recién lo recogí y lo leí cuando bajé a la cafetería, una hora más tarde. Fui inmediatamente a Cunliffe Close, y lo encontré a usted en la puerta de entrada. Todavía creía que en el mensaje podía haber alguna exageración. Hice algo terrible, decía, pero no hubiera podido imaginar nunca lo que encontramos. Alguien a quien usted alza en brazos desde que es una niña, sigue siendo una niña toda la vida para usted. Siempre la había protegido. Yo no hubiera podido llamar a la policía. Si hubiera estado a solas allí supongo que hubiera intentado borrar las huellas, limpiar la sangre, hacer desaparecer la almohada. Pero estaba con usted y tuve que hacer el llamado. Había leído ya sobre los casos de Petersen y sabía que apenas se hiciera cargo y se echara sobre ella estaría perdida. Mientras esperábamos a los patrulleros tuve, yo también, el dilema de Hassiri. ¿Dónde esconder un grano de arena? En la playa. ¿Dónde esconder una figura con espada? En un campo de batalla. ¿Y dónde esconder un crimen? Ya no podía ser en el pasado. La respuesta era simple pero terrible: sólo quedaba el futuro, sólo podía ocultarse en una serie de crímenes. Era verdad que después de publicar mi libro yo había recibido mensajes de toda clase de perturbados mentales. Recordaba sobre todo uno que aseguraba que mataba a un
homeless
cada vez que su boleto de ómnibus era un número primo. No me costaba nada imaginar a un asesino que dejara en cada crimen, como un desafío, el símbolo de una serie lógica. Pero por supuesto, no estaba dispuesto a cometer los asesinatos. No estaba seguro todavía de cómo resolvería esto, pero tampoco tenía demasiado tiempo para pensarlo. Cuando el forense determinó la hora de la muerte entre las dos y las tres de la tarde, me di cuenta de que la detendrían de inmediato y decidí dar el salto al vacío. El papel que yo había tirado al cesto esa tarde era el borrador de una demostración equivocada que había querido después recuperar, estaba seguro de que Brent se acordaría de ese papel si la policía decidía preguntarle. Imaginé un texto breve, como una cita. Quería sobre todo darle una coartada: lo más importante era la hora. Elegí las tres de la tarde, el límite superior que había determinado el forense, sabía que a esa hora ella estaría ya en el ensayo. Cuando el inspector me preguntó si había en el mensaje algún otro detalle recordé que habíamos estado hablando con usted en castellano y que al fijarme en los atriles había visto formada la palabra aro. Pensé inmediatamente en el círculo: ése era exactamente el símbolo que yo mismo sugería en mi libro para iniciar una serie con una máxima indeterminación.
—Aro—dije yo—, eso era lo que usted quería que viera en las fotos.
—Sí: traté de decírselo de todas las maneras posibles. Solamente usted que no es inglés hubiera podido unir las letras y leer esa palabra como la leí yo. Después de que nos tomaron las declaraciones, mientras caminábamos hacia el teatro, yo quería saber sobre todo si usted había reparado en eso, o en cualquier otro detalle que se me hubiera escapado a mí y que pudiera inculparla. Usted me llamó la atención sobre la posición final de la cabeza, con los ojos vueltos contra el respaldo. Ella me confesó después que sí, que no había resistido la mirada de esos ojos fijos y abiertos.
—¿Y por qué hizo desaparecer la manta?
—En el teatro le pedí que me contara todo, paso por paso, exactamente cómo lo había hecho. Por eso le pedí a Petersen que me dejara a mí darle la noticia: quería que ella hablara conmigo antes de enfrentarse a la policía. Tenía que contarle mi plan y quería, sobre todo, saber si se había descuidado en algo más. Me dijo que había usado sus guantes de gala para no dejar huellas, pero que había tenido, efectivamente, que luchar contra ella y que el taco de su zapato había desgarrado la manta. Pensó que la policía podía sospechar por este detalle que había sido una mujer. Tenía todavía la manta en su bolso y convinimos en que la haría desaparecer. Estaba terriblemente nerviosa y creí que no resistiría ese primer encuentro con Petersen. Yo sabía que si Petersen se centraba en ella estaba perdida. Y sabía que para instalar la teoría de la serie debía proporcionarle cuanto antes un segundo asesinato. Afortunadamente usted me había dado en esa primera conversación que tuvimos la idea que me faltaba, cuando hablamos de crímenes imperceptibles. Crímenes que nadie viera como crímenes. Un crimen verdaderamente imperceptible, me di cuenta, no necesita ser ni siquiera un crimen. Pensé de inmediato en la sala de Frank. Yo veía salir cadáveres cada semana de allí. Sólo necesité procurarme una jeringa y, como adivinó Petersen, esperar con paciencia a que apareciera el primer muerto en el cuarto del pasillo. Fue un domingo, mientras Beth estaba de gira. Era perfecto para librarla a ella de sospechas. Me fijé en la hora que habían anotado en la muñeca, para asegurarme de que me diera también a mí una coartada, y clavé en el brazo de ese cadáver la jeringa vacía, sólo para dejar una marca. Esto era lo más lejos que me proponía llegar. Había leído en mi pequeña investigación sobre crímenes irresueltos que los forenses sospechaban desde hacía un tiempo la existencia de una sustancia química que se disipa en pocas horas sin dejar rastros. Esa sospecha era suficiente para mí. Además se suponía que mi criminal debía estar lo bastante preparado como para desafiar también a la policía. Ya tenía decidido que el segundo símbolo sería el del pez, y que la serie debía ser la de los primeros números pitagóricos. Apenas salí del hospital dejé un mensaje similar al que había descripto para Petersen pegado en la puerta giratoria del Instituto. El inspector llegó a reconstruir esta parte y creo que sospechó durante un tiempo de mí. Fue a partir de esa segunda muerte que Sacks empezó a seguirme a todos lados.
—Pero en el concierto usted no pudo hacerlo: Ąusted estaba junto a mí! —dije.
—El concierto... el concierto fue la primera señal de lo que más temía. La maldición que me persigue desde siempre. Dentro de mi plan, yo estaba esperando que se produjera un accidente de tránsito exactamente en el lugar que eligió Johnson para despeñarse. Era el lugar donde yo mismo me había accidentado y la única posibilidad que se me ocurría para el tercer símbolo de la serie, el triángulo. Pensaba enviar un mensaje a posteriori que reclamara ese accidente vulgar como un crimen, un crimen que había llegado a la máxima perfección: la de no dejar ningún rastro. Esa había sido mi elección y esa hubiera sido la última de las muertes. Yo daría a conocer inmediatamente después la solución de la serie que yo mismo había iniciado. Mi supuesto contrincante intelectual admitiría que estaba derrotado y desaparecería en silencio o dejando quizá algunas pistas falsas para que la policía persiguiera todavía durante algún tiempo a un fantasma. Pero entonces, ocurrió lo del concierto. Era una muerte y yo estaba buscando muertes. Desde donde estábamos parecía realmente que alguien lo estuviera estrangulando. No era difícil creer que estábamos presenciando un asesinato. Pero quizá lo más extraordinario es que aquel hombre que moría había estado tocando el triángulo. Parecía una señal benévola, como si mi plan hubiera sido aprobado en una esfera más alta y la vida me allanara el camino. Como le dije, nunca supe leer los signos del mundo real. Creí que podía tomar para mi plan aquella muerte y mientras usted corría con los demás al escenario, me aseguré de que nadie se estuviera fijando en mí y recorté del programa las dos palabras que necesitaba para armar el mensaje. Después simplemente las dejé sobre mi asiento y caminé detrás de usted. Cuando el inspector nos hizo señas y vi que se acercaba por el otro extremo de la fila a nosotros, me detuve a propósito antes de llegar a mi asiento, como si me hubiera paralizado la sorpresa, para que fuera él mismo quien los alzara. Fue mi pequeño acto de ilusionismo. Por supuesto había tenido, o suponía que había tenido, una ayuda extraordinaria del azar, porque incluso estaba allí Petersen para presenciarlo todo. El médico que subió al escenario dijo lo que para mí era obvio: había sido un paro respiratorio natural, a pesar de su apariencia tan dramática. Yo hubiera sido el primer sorprendido si la autopsia revelaba algo extraño. Sólo me quedaba entonces el problema, que ya había resuelto una vez, de convertir una muerte natural en un crimen y deslizar una hipótesis convincente para que también Petersen integrara naturalmente esa muerte a la serie. Esta vez era más difícil, porque no podía acercarme al cadáver y, digamos, apretar mis manos alrededor del cuello. Recordé entonces el caso del telépata. Sólo se me ocurría algo así: insinuar que podría haberse tratado de un caso de hipnotismo a distancia. Sabía sin embargo que sería casi imposible convencer a Petersen de esto, aún si le hubieran quedado dudas sobre el crimen de Mrs. Crafford: no estaba, por decirlo así, dentro de la estética de sus razonamientos, en su entorno de lo verosímil. No hubiera sido para él un argumento plausible, como diríamos en matemática. Pero finalmente nada de esto fue necesario: Petersen aceptó sin problemas una hipótesis para mí mucho más burda, la del ataque relámpago por atrás. La aceptó, pese a que estaba en el concierto y vio lo mismo que nosotros: que a pesar de la teatralidad de la muerte, no había nadie más allí. La aceptó por la misma razón humana de siempre: porque quería creer. Quizá lo más curioso es que Petersen ni se detuvo a considerar la posibilidad de que se tratara de una muerte natural: me di cuenta de que si alguna vez había dudado, ahora ya estaba totalmente convencido de que perseguía a un asesino serial y le parecía perfectamente razonable encontrar crímenes a cada paso, incluso la única noche que salía con su hija a un concierto.
—¿No cree que pudo haber sido Johnson el que atacó al músico, como piensa Petersen?
—No, no lo creo. Eso es solamente posible desde la argumentación de Petersen. Es decir, si Johnson hubiera planeado también la muerte de Mrs. Eagleton y la de Clark. Pero hasta la noche del concierto era muy difícil que Johnson pudiera hacer la conexión correcta entre las primeras dos muertes. Yo creo que esa noche Johnson vio, como yo, una señal equivocada. Tal vez ni siquiera presenció la muerte: se suponía que debía quedarse a esperar a los chicos en el ómnibus. Pero al día siguiente seguramente leyó en el diario la historia completa. Vio la serie de símbolos, una serie de la que él sabía la continuación. Había estado leyendo fanáticamente sobre los pitagóricos y sintió, como yo, que desde alguna esfera superior le daban una posibilidad para su plan. El número de chicos del equipo de básquet coincidía con el número del Tetraktys. A su hija le quedaban apenas cuarenta y ocho horas de vida. Todo parecía decirle: esta es la oportunidad y es la última oportunidad. Esto es lo que trataba de explicarle en el parque, la pesadilla que me acompaña desde la infancia: las consecuencias, las derivaciones infinitas, los monstruos que producen los sueños de la razón. Sólo quería evitar que ella fuera a prisión y ahora llevo once muertes sobre mí.
Quedó en silencio por un instante, con la mirada perdida en la ventana.
—Todo este tiempo usted fue mi medida. Sabía que si lograba convencerlo a usted sobre la serie también convencería a Petersen, y sabía también que si algo se me escapaba era posible que usted me lo señalara con anticipación. Pero quería a la vez ser justo con usted, si esa palabra tiene sentido, darle todas las posibilidades para que pudiera descubrir la verdad... ¿Cómo se dio cuenta finalmente? —me preguntó de pronto.
—Recordé lo que dijo esta mañana Petersen, que es difícil saber lo que haría un padre por una hija. El día que los vi juntos a usted y a Beth en el mercado me había parecido advertir una relación extraña entre los dos. Me había intrigado sobre todo que ella se dirigió a usted como si requiriera aprobación para su casamiento. Me pregunté si era posible que usted hubiera encubierto con una serie de crímenes a una persona a la que ni siquiera veía con demasiada frecuencia.
—Sí, aun en su desesperación supo perfectamente dónde ir a golpear. No sé en realidad, y no creo que nunca lo sepa, si es cierto lo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contado su madre sobre nosotros. Nunca me había dicho nada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarse de que la ayudaría jugó su carta extrema. —Buscó en el bolsillo interior de su saco y me extendió un papel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decía la primera línea, en una caligrafía curiosamente infantil. La segunda, que parecía haber sido agregada en un rapto de desesperación, decía en caracteres grandes y desolados: Por favor, por favor, necesito que me ayudes, papá.
Cuando bajé los escalones del museo el sol todavía estaba allí, con esa claridad benévola, largamente extendida, de las tardes de verano. Caminé de regreso a Cunliffe Close, dejando atrás la cúpula dorada del Observatorio. Ascendí lentamente la cuesta de Banbury Road, preguntándome qué debía hacer con la confesión que había escuchado. Algunas de las casas empezaban a iluminarse y vi por las ventanas bolsas de papel con provisiones, televisores que se encendían, los fragmentos civilizados de la vida que detrás de los cercos de muérdago continuaba imperturbable. A la altura de Rawlinson Road oí a mis espaldas el sonido corto y alegre, repetido dos veces, de una bocina de auto. Me di vuelta creyendo que encontraría a Lorna. Vi un pequeño auto descapotable, flamante, de un azul acerado, desde el que Beth me hacía señas. Me acerqué al cordón y ella se pasó una mano por el pelo alborotado y se estiró en el asiento para hablarme con una gran sonrisa.
—¿Puedo acercarte?
Supongo que vio algo desacostumbrado en mi expresión, porque la mano que se extendía para abrirme la puerta quedó a mitad de camino. Elogié mecánicamente el auto nuevo y después la miré a los ojos, la miré como si la viera otra vez desde el principio y debiera encontrar en ella algo diferente. Pero sólo estaba más feliz, más despreocupada, más hermosa.
—¿Algo está mal? —me preguntó—. ¿De dónde venías?
—Vengo... de hablar con Arthur Seldom.
Una primera señal de alarma cruzó brevísima mente por sus ojos.