Los cuadros del anatomista (3 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Un grito horrible atronó todos los rincones del servicio de Urgencias. Todos se dirigieron hacia el punto de donde había partido. Allí encontraron a miss Mullins mirando con horror el contenido del paquetito. Era una oreja humana.

Capítulo 4

—Doctor Philbin, el doctor Nichols quiere que suba usted a su despacho —la voz de Maggie por teléfono sonaba apremiante.

Ken subió al segundo piso y al entrar en el despacho del jefe de cirugía se encontró con que no estaba solo.

—Ken, te presento al teniente Lyons, del departamento de policía.

—¿Qué tal, teniente? Soy el doctor Philbin.

—Ken —prosiguió Nichols—, el teniente está aquí por dos motivos. El primero es para coordinar contigo el programa de asistencia
in situ
del que te hablé ayer. Hemos pensado que un coche de la policía te recogerá en la puerta de Urgencias cuando se requiera la presencia de un médico en el lugar de un accidente o crimen. El primer coche que llegue al lugar valorará si se necesita un médico inmediatamente y, en caso de que sea así, llamará a otro coche para que te recoja. De esta forma se ganarán unos minutos preciosos. —Ken se encogió de hombros. No estaba demasiado entusiasmado con el trabajo que querían asignarle—. Además, el teniente está aquí por el asunto de la oreja cortada que apareció ayer en Urgencias.

—Sí, menudo
show...
Nunca había visto a miss Mullins tan alterada —comentó Ken.

—No sé si estás al corriente de que la noche anterior había fallecido un hombre en Urgencias. —Ken lo miró sin comprender qué quería decirle—. A este hombre le habían cortado una oreja.

Ken no sabía nada. Claudio Simone no se lo había comentado.

—¿Y cree que hay relación entre ambos casos?

—Doctor Philbin —intervino el teniente—, no cabe duda de que los casos están relacionados.

—¿Y de qué murió? —preguntó Ken.

—Se había bebido una botella de Drano —contestó Nichols.

—Ayer le hicieron la autopsia —dijo el teniente—. El forense me explicó que tenía todo el esófago y el estómago comidos por la sosa cáustica. Sus pulmones estaban hemorrágicos puesto que, según él, parte del producto le había entrado por la tráquea.

—¿Y saben quién era? —preguntó Ken.

—Sabemos su nombre. Se llamaba Jacob Jones y al parecer era un camello. Por eso queremos hablar con la joven que entró ayer aquí con una sobredosis y en cuyo bolso apareció la oreja. El era un camello y ella es una yonqui. No es muy difícil establecer una relación.

—Por cierto, Ken, ¿cómo está Connie? —preguntó Nichols.

—Está mejor. Respondió muy bien a la naloxona, aunque hubo que darle tres dosis. Se debió de meter una buena cantidad de heroína en el cuerpo. La he visto esta mañana y aunque está todavía muy dormida, se encuentra fuera de peligro.

—¿Cree que puedo hablar con ella? —dijo el teniente.

—Creo que, si no la atosiga, podrá contestar a algunas preguntas.

Ken le hizo una señal con la cabeza y dejaron la oficina del doctor Nichols para dirigirse a Urgencias. Mientras bajaban la escalera, el teniente comentó:

—Primero me gustaría hablar con la enfermera que encontró la oreja.

—Miss Mullins.

—Sí, miss Mullins. He oído decir que conocía a la chica.

—Ella le explicará su historia.

El caso de Connie Mackintosh era patético, pero no por ello infrecuente. Era el típico viaje desde una posición envidiable en la vida a los mismísimos infiernos de la drogadicción. Había llegado a Washington para estudiar Enfermería en el Memorial Hospital. Era bajita pero muy guapa. Rubia, con ojos azules y una simpatía que traía de cabeza a cuantos internos y residentes se cruzaban en su camino. Acabó su carrera con las mejores notas y entró a trabajar en el mismo hospital, justo cuando Ken se fue a Vietnam. Con un buen sueldo en el bolsillo, Connie empezó a frecuentar amistades peligrosas. Encontró al hombre inadecuado en el momento inadecuado. Fue enganchada a la heroína por la misma persona que decía amarla. Tras dos escándalos relativos a la desaparición de drogas del armario en que se guardaban bajo llave y que ella debía controlar, fue despedida de su trabajo. Sin dinero para procurarse su dosis diaria optó por la salida más fácil, la prostitución. Hacía trabajitos aquí y allá por el barrio, con la única finalidad de financiarse su adicción. La sobredosis de la noche anterior no era la primera. Miss Mullins, con quien trabajó durante unos meses, la veía conio a una hija descarriada aunque era consciente de que no podía hacer nada por ella.

—Connie está desnutrida, necesita ayuda psiquiátrica y entrar en un programa de deshabituación, tratamientos con metadona, asistencia social para encontrarle un trabajo y un domicilio estables... —finalizó su relato miss Mullins.

—¿Dónde está ahora? —inquirió el teniente.

—En un box de observación, esperando una cama en la cuarta planta para ingresarla.

—Hola, Connie. Soy el doctor Philbin y éste es el teniente Lyons.

Connie abrió los ojos.

—Le recuerdo, doctor Philbin. Está usted muy guapo.

—El teniente quiere hacerte unas preguntas —prosiguió Ken—, y creo que ya estás en condiciones de contestarle.

Connie se puso a la defensiva.

—No he cometido ningún delito, ¿qué quiere usted de mí? —preguntó, dirigiéndose a Lyons.

—Connie —dijo el teniente—, no estoy aquí para detenerte por prostitución, sino porque necesitamos tu ayuda. Ayer encontramos una oreja en tu bolso. ¿Sabes a quién pertenece o cómo llegó hasta allí?

—¿Una oreja? —exclamó aterrorizada.

—Sí. Una oreja humana. Y el día anterior llegó a Urgencias un hombre moribundo al que le habían cortado una oreja. Seguro que es la que encontraron en tu bolso.

—No tengo ni idea ni de quién era la oreja ni de cómo llegó hasta mi bolso.

—El hombre murió al poco de llegar al hospital. Se llamaba Jacob Jones. ¿Lo conocías?

Connie se derrumbó.

—Era un camello. Mi camello.

—¿Era quien te vendió la dosis que te inyectaste ayer noche?

—No. Ayer no se la compré a él. No le encontré.

—¿Y quién te la vendió?

Connie dudó antes de contestar.

—Mi novio —dijo finalmente.

«Hijo de puta», pensó Ken. «No sólo la engancha a la droga sino que encima se la vende. ¿Cómo se puede ser tan miserable?».

—¿Y cuánto le pagaste? Seguro que te vendió una buena dosis.

—Cincuenta dólares. Ayer tuve un día de suerte.

—¿Ah, sí? Cuéntamelo.

—A eso de las seis de la tarde se me acercó un individuo en un coche. Me dijo que me pagaría cincuenta dólares si le hacía una mamada.

—Y tú aceptaste, me imagino.

—Claro, por cincuenta dólares me podía tener toda la noche pero él insistió en que sólo quería una mamada. Así que me metí en el coche, le hice la mamada, me pagó y me bajé.

—¿Qué tipo de coche era?

—No sé. Uno muy vulgar. Quizá un Corvair. Lo único que sé es que no era muy grande. Estaba muy incómoda mientras le hacía el trabajito.

—¿De qué color era?

—Oscuro. Azul o verde oscuro.

—¿Cómo era el individuo?

—Apenas lo vi...

—Vamos, Connie, no me vengas con cuentos —le espetó el teniente.

—En serio. No bajó del coche. Fuimos a un lugar muy oscuro. No sé si era alto o era bajo. Yo diría que de estatura media. Raza blanca, esto sí que lo sé.

—Y luego, ¿qué pasó?

—Nada. Ya se lo he dicho. Cuando acabé, me pagó y me fui.

—¿Adónde?

—A buscar a Jacob. Con cincuenta dólares podía conseguir una dosis de lujo. Pero no le encontré. Así que Ralph me la vendió.

—¿Ralph?

—Sí, Ralph Strong, mi novio. Debió de venderme una heroína mucho mejor que la que me vende Jacob y por eso sufrí una sobredosis. Por cierto, no quiero que él sepa que estoy aquí.

—¿Le tienes miedo? —intervino Ken.

Connie dudó antes de contestar.

—Sí. He llegado al punto en el que el temor supera al amor.

Ken sintió una pena inmensa por aquella desgraciada. ¿Cómo podía alguien estropear su vida de tal forma?

—Connie —prosiguió Ken—. Ayer tuve muchas dificultades para encontrarte una vena. ¿Dónde te estás pinchando últimamente?

—En la lengua. Nunca falla.

El plexo venoso de la lengua, pensó Ken. Estos drogadictos conocen todos los trucos.

El teniente decidió que ya no podía obtener más información de Connie, así que salieron y se reunieron en una pequeña salita. Allí, en un rincón, estaba Claudio.

—Bien —comenzó a especular el teniente—. Tenemos un individuo, camello de profesión, que se bebe una botella de Drano y cuando llega al hospital le falta una oreja. Al día siguiente, una prostituta a la que el camello vendía droga regularmente ingresa con una sobredosis. Y en su bolso aparece una oreja. A falta de lo que diga el forense, debemos suponer que es la que le cortaron al camello. La chica estuvo en un coche con un desconocido, que le pudo meter la oreja en el bolso. Pero ¿por qué? ¿Cómo llegó la oreja a manos del desconocido? ¿Quién se la cortó al suicida?

—Si es que fue un suicidio... —dejó caer Claudio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el teniente.

—Yo presencié la muerte de ese hombre. Fue una agonía horrible. La gente no se suicida así. Se corta las venas, se chuta una sobredosis o se tira por la ventana de un quinto piso pero nadie puede tragarse una botella de Drano entera voluntariamente. Apenas en contacto con las mucosas, la sosa comienza a hervir y el dolor es insoportable. En casos de accidente doméstico, cuando un niño bebe de la botella, se traga tan sólo unos gránulos. Aun así, las quemaduras en la boca y en el esófago son terribles.

—Tiene razón —dijo Ken.

El teniente replanteó la situación.

—Alguien, por la fuerza, le hace beber el granulado al camello y le corta la oreja. Luego, se la mete en el bolso a una prostituta. El homicida tiene que ser la persona a quien Connie hizo la mamada.

—Van Gogh —dijo Claudio.

—¿Quién? —preguntaron al unísono Ken y el teniente.

—¿No han oído hablar de un pintor llamado Vincent Van Gogh, que se volvió loco y que en un arrebato se cortó una oreja y se la envió a una prostituta?

Ken y el teniente se miraron el uno al otro preguntándose si aquel chico les estaba hablando en serio o en broma.

Capítulo 5

El primer día que Ken tuvo libre lo dedicó a buscarse un sitio donde vivir. Durante su anterior estancia en el Washington Memorial Hospital había vivido en las habitaciones del último piso que se reservaban para los médicos que estaban de guardia. Como él lo estaba muchas noches, la habitación se convirtió en su hogar. Además, se ahorraba un montón de dinero, pues los apartamentos próximos al hospital estaban a unos precios que un interno o un residente de primer año no se podían permitir. Claudio también había adoptado este sistema durante su primer año. Pero ahora Ken quería alquilar un apartamento, tener su propio espacio, tener un buen equipo de música y ponerlo a todo volúmen sin molestar a su compañero de habitación, tener una nevera donde guardar sus cervezas y sus platos congelados y un horno donde cocinarlos. Y un dormitorio donde, si se terciaba, pudiera copular en total intimidad.

Cogió su Volkswagen y se dirigió hacia el norte, a los municipios de Takoma Park y Hyattsville. Allí visitó diversos complejos de apartamentos sin encontrar lo que buscaba. O eran demasiado grandes y lujosos, o no estaban amueblados. Ken tenía claro que quería un apartamento no muygrande y con muebles. Acabada su búsqueda estéril por estas dos poblaciones se dirigió al este por la ruta 202 hasta llegar a Landover. En la carretera, un gran letrero anunciaba:

DODGE PARK

Apartamentos en alquiler

Giró a la izquierda y entró en un centro comercial en cuya parte posterior se encontraban los apartamentos. El centro comercial no era muy grande pero contenía lo indispensable. Un supermercado A & P, una farmacia, unos almacenes en que vendían de todo un poco, una tienda de licores, una peluquería, un banco y un cine, en cuya marquesina se leía:

EN EL CALOR DE LA NOCHE Nominada para dos Oscar, al mejor actor y a la mejor películaKen recordaba que le habían alabado el magnífico papel de Rod Steiger como policía de una población sureña.

Se adentró en el complejo de apartamentos y se detuvo ante la oficina del encargado. Más que la oficina era la vivienda, por la que correteaban cuatro niños de corta edad.

El encargado estaba adormilado enfrente de un televisor.

—Estoy interesado en alquilar un apartamento. ¿Me los puede enseñar?

—Naturalmente —dijo el encargado, un individuo mal vestido y sin afeitar—. Tenemos de uno y dos dormitorios, todos amueblados. ¿Cuál le interesa?

—Con un dormitorio será suficiente —respondió Ken.

—Son ciento diez dólares al mes. El gas y la electricidad corren por su cuenta.

El precio no era excesivo y el nombre del lugar le gustaba. Dodge Park. Le recordaba a los Brooklyn Dodgers, su equipo favorito de béisbol, a cuyos partidos le llevaba su padre hasta que, en 1958, el equipo se trasladó a Los Ángeles.

—Mi esposa se lo enseñará —dijo el encargado—. Gladys, ven aquí —chilló.

De una de las habitaciones salió una belleza espectacular. Morena, de ojos negros, con una cabellera que le caía hasta la cintura. Llevaba un vestido escotado muy ceñido, bajo el cual se adivinaba un cuerpo increíble.

El encargado se dio cuenta del efecto que su mujer había causado en Ken. Seguro que estaba acostumbrado y a la vez orgulloso.

—Le presento a mi esposa, Gladys. Es puertorriqueña. Y como puede ver, nos mantenemos ocupados —dijo soltando una risotada y señalando a los cuatro niños que había en la habitación. Se dirigió a ella—: Gladys, cariño. Este señor quiere ver un apartamento de una habitación. Creo que el 2-D está por alquilar. ¿Se lo quieres enseñar?

—Naturalmente, Chuck —respondió Gladys mirando Ken a los ojos. Aquella mujer sabía que gustaba a los hombres—. ¿Le gusta mi vestido?

Ken se azoró. Se dio cuenta de que no había podido apartar sus ojos del escote de Gladys.

—Se lo ha hecho ella. Es muy habilidosa con las manos —dijo Chuck, guiñando un ojo a Ken.

—Venga conmigo. Le enseñaré el apartamento.

Gladys caminaba unos pasos por delante de Ken, contoneando sus nalgas caribeñas.

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