Los cuadros del anatomista (22 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Ken se abstuvo de decir que Claudio había sido el que le había pedido ayudarle en la intervención y deseó que su comportamiento no incidiese negativamente en la decisión de aceptar a Claudio.

—Por otra parte, y hablando de Rasheed, veo con preocupación que vuestras diferencias no se han suavizado —prosiguió Nichols.

—Es un arrogante y un estúpido —le espetó Ken.

—Ken, te interesa estar bien con Rasheed.

—¿Qué quiere decir?

—Va a entrar a formar parte del cuadro de cirujanos de este hospital y en el futuro te puede dar muchos casos.

Por un momento, Ken se sintió confuso. No se iba a librar del persa tan fácilmente. Ken estaba deseando que llegase julio para que Rasheed, acabada su residencia, se fuese a ejercer por su cuenta, pero nunca había imaginado que lo iba a hacer en el Washington Memorial.

—¿Cómo es que va a quedarse aquí, en Washington?

—Tiene influencias y el hospital ha recibido presiones para que le concedan los privilegios para operar aquí.

—Deben de ser muy poderosas estas influencias.

—Ni te lo imaginas —concluyó Nichols.

—Venga, doctor Nichols. Si tengo que soportar a Rasheed dos años más, creo que tengo derecho a saber quién lo protege.

—¿Te acuerdas de Judy Smyth?

—Claro, ¿cómo iba a olvidar a una chica así?

Judy Smyth era la estudiante más guapa de cuantas habían pasado por la escuela de enfermería. Tenía un tipo sensacional. Ken aún guardaba la revista del hospital en la que aparecía Judy posando en bikini.

—Es su novia.

Ken sintió todavía más odio hacia Rasheed.

—Bueno, el hecho de que Judy sea su novia no es motivo para que tenga que quedarse aquí.

—Es que su padre es el senador Smyth. No quiere que su hija se vaya con un extranjero por ahí. Quiere que se quede en Washington. Y ha influido sobre el consejo de administración del hospital para que le permitamos operar aquí.

Ken lo vio todo claro. La arrogancia de Rasheed, su seguridad al cometer toda clase de arbitrariedades, su conducta poco solidaria. Y el Cadillac. Ahora lo comprendía. Con la vida asegurada por delante, a buen seguro que había pedido un préstamo y se había comprado uno de los coches más lujosos del mercado sin esperar a terminar la residencia. Presuntuoso hijo de puta. Nichols adivinó los pensamientos de Ken.

—Trata de llevarte bien con él —le aconsejó.

—Lo intentaré. ¿Algo más, doctor Nichols?

—No, nada. Puedes irte pero no hagas más tonterías. Sabes que te aprecio pero la próxima vez no te cubriré.

Ken salió del despacho y se sorprendió de ver al teniente Lyons conversando con Maggie.

—Teniente, no esperaba verle.

—Ken, tengo que hablar contigo. ¿Cómo está el apuñalado?

—Ha muerto en quirófano.

—Caray, esto es grave.

—Sí, sobre todo para él —ironizó Ken.

—No, me refiero para su agresor. Lo que era un asalto con arma letal ahora ha pasado a ser un asesinato.

Ken se dio cuenta de la diferencia. Los cargos y las posibles sentencias eran muy distintos en uno y otro caso. Y entonces se dio cuenta de lo desprotegida que estaba la ciudadanía ante los errores médicos. Una mala actuación médica podía cambiar la vida a un ciudadano. Si alguien atropella a una viejecita que cruza la calle por donde no debe y es llevada al hospital, el futuro del conductor está en manos del equipo médico. Si se la trata correctamente y es dada de alta en poco tiempo, es posible que no le pase nada, sobre todo si se demuestra que la viejecita no cruzó por donde debía. Pero si cae en manos de malos profesionales, se la opera y muere en el posoperatorio por causas que se podrían haber evitado, el individuo puede ser acusado de homicidio.

—Ken, sospechamos quién lo hizo.

—¿Quién?

—El Anatomista.

—¿El Anatomista?

Ken ya se había olvidado de él.

—Sí. Inspeccionamos la casa y nos encontramos un papel escrito de las mismas características del que encontramos en el Wharf. También estaba escrito con pluma estilográfica.

—¿Y qué ponía?

—Sólo una palabra. «David».

—En el del Wharf ponía «Salvador». A este tío le ha dado por la Biblia.

—Sí, pero Salvador resultó ser el nombre de un pintor, como tú mismo dijiste. Quiero que hables con tu padre a ver si nos puede dar una pista.

—Pero a mí esta vez no me pareció que se escenificase un cuadro. De hecho el agredido no estaba ni muerto.

—Estoy de acuerdo. Parecía una agresión rutinaria pero, al encontrar el papel, la investigación ha tomado otro rumbo. Además, el muerto conocía a las otras víctimas.

—¿Sabe quién era?

—Se llamaba Héctor Barboza. Era colombiano. Llevaban viviendo unos meses aquí, en Washington. Se dedicaba a distribuir droga entre camellos. Dos de ellos eran Jacob Jones y Ralph Strong.

—¡El camello y el novio de Connie!

—Sí. Barboza les vendía droga a ambos. Me lo contó su mujer. Y ahora los tres están muertos. La mujer también me explicó que el atacante era de complexión fuerte y que ocultaba la cara. La obligó a permanecer sentada durante media hora antes de llamar a nadie, bajo amenaza de muerte. Ken, hace dos meses que perseguimos a este criminal y no tenemos ni la menor pista.

—Esta noche llamaré a mi padre.

Ken llegó a su apartamento totalmente extenuado. Ya ni se acordaba del triunfo de Robert Kennedy. La conversación con Claudio y Jules sobre los disturbios en París, la casa de Héctor Barboza, la operación, el desgarro de la arteria, la bronca de Rasheed Ahmad, la conversación con el teniente Lyons, todo le parecía lejano. Se tumbó en su sillón reclinable y cerró los ojos. Inmediatamente, le apareció la visión de sangre, mucha sangre, sangre a borbotones que él no podía detener. Sus intentos de atajar la hemorragia con puntos de sutura aparecieron en su mente, tan claros como los había vivido horas antes. Era como una pesadilla pero estaba despierto. Abrió los ojos y la visión desapareció. Comenzó a recordar la intervención, paso a paso, su obcecación por agrandar la herida en vez de hacer una nueva para lograr el control de la arteria, los intentos de Claudio por ayudarle. Claudio. Un buen elemento, sin duda. Súbitamente, tuvo un pensamiento que le heló la sangre. Claudio sabía mucha anatomía. Se lo había demostrado hoy. Y era culto. Y sabía mucho de arte. Recordaba el comentario sobre la oreja de Van Gogh y sobre el hombre de Vitrubio. Era imposible, pero las coincidencias con El Anatomista eran evidentes.

Quería borrar ese día de su vida, irse a dormir y que el día siguiente fuese más favorable, pero aún tenía algo que hacer. Llamó a su padre.

—Hola, hijo, ¿cómo estás?

—He tenido un día horrible.

Ken se explayó contándole su desastrosa intervención.

—No te has de culpar. Un cirujano de Urgencias no puede salvar a todos sus pacientes. Si no querías que se te muriesen los enfermos deberías haberte hecho radiólogo.

—Hay una cosa que no te he contado. En la casa del hombre apuñalado había un papel como el que encontramos en el Wharf, el que decía «Salvador».

—Y en éste, ¿qué ponía?

—Tan sólo la palabra «David». —Hubo un silencio al otro lado de la línea—. Papá, ¿estás ahí?

—Sí, Ken. Estaba pensando.

—Y ¿qué te parece?

—Bueno. Siguiendo la lógica, podría ser el nombre del pintor.

—¿Cuántos pintores conoces que se llamen David de nombre?

—No de nombre, de apellido. El más famoso es Jacques-Louis David, pintor de la época de la Revolución Francesa que luego hizo cuadros a la mayor gloria de Napoleón. ¿Dónde me has dicho que tenía la herida la víctima?

—Debajo de la clavícula derecha.

—¡No me digas más! Y el hombre estaba en una bañera.

—¿Una bañera?

—Sí, dentro de una bañera.

—Pues no. Estaba echado en un sofá. ¿Por qué dices lo de la bañera?

—El cuadro más famoso de David es el que hizo de su amigo el revolucionario Marat, asesinado en una bañera. Es un cuadro impresionante. El agua está teñida de rojo y el cuchillo que usó su asesina está en el suelo, ensangrentado. La herida está exactamente por debajo de la clavícula derecha.

—Pues Héctor Barboza estaba en un sofá. Lo apuñalaron en presencia de su mujer y su hijo.

—Ken, ¿el hombre se llamaba Héctor?

—Sí. Héctor Barboza. Era colombiano.

—¿Y con él estaban una mujer y un niño?

—Sí. Su mujer y su hijo.

Volvió a haber un silencio hasta que John Philbin dijo:

—Ken, este tipo es muy bueno. Pero que muy bueno.

—¿Por qué lo dices?

—David pintó un cuadro, que está en el Louvre, que se llama
Andromaca velando a Héctor.

—Suena a guerra de Troya.

—Exacto. Héctor era hijo de Priamo, rey de Troya. Mató a Patroclo, amigo de Aquiles. Este se vengó y no sólo mató a Héctor sino que retuvo su cadáver. Priamo paga un rescate y suplica a Aquiles que le devuelva el cuerpo de su hijo. Finalmente, Aquiles le devuelve el cuerpo, recién lavado y envuelto en túnicas, y decreta once días de tregua. Expuesto el cuerpo del héroe troyano, su mujer Andromaca lo vela. Este es el momento que David inmortalizó en su tela. También hay un niño en la escena.

—Papá, es idéntica a la que me encontré en casa de Barboza. Lástima que no saqué una foto.

—A la cabecera del lecho donde reposa Héctor, David pintó su espada y su casco.

—¡Es increíble! Junto al sofá había un bate de béisbol y un casco.

—Bueno, no es exactamente lo mismo pero un bate de béisbol no deja de ser un arma, hoy en día. Lo sorprendente es cómo lo sabía el agresor.

—Este tipo es el mismísimo diablo en persona.

—Peor, Ken, peor. Es un íncubo.

Capítulo 32

La tan esperada cena se había fijado para el último viernes del mes de mayo. Aquella noche, ni Claudio ni Ken estaban de guardia. Las chicas trabajaban por la tarde pero habían acordado que irían directamente al restaurante al salir del trabajo. Se vestirían y arreglarían en el hospital y acudirían a la cita en un taxi. Claudio se había encargado de hacer la reserva en el Babylon, un restaurante en la calle Séptima, con decoración y ambientación orientales pero con una oferta gastronómica muy variada. Después de la cena, una bailarina amenizaba la velada practicando la danza del vientre.

Ken fue el primero en llegar. Vestía una americana de pana y unos pantalones de pata de elefante. Había decidido no ir demasiado elegante y había prescindido de la corbata. Al poco llegó Claudio en su moto. El sí que había optado por ir elegante. Llevaba un traje gris claro de alpaca brillante, indudablemente hecho a medida. La camisa blanca hacía resaltar su preciosa corbata de seda azul oscuro con motivos florales amarillos. Los zapatos de charol negros tenían la punta cuadrada de acuerdo con la última moda.

—¡Caray, Claudio! Estás impresionante —dijo Ken.

—Es que esta noche tengo un proyecto importante.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?


Sandra
, of course.

—¿Piensas conquistarla esta noche?

—Sí.

—¿Y qué te hace estar tan seguro?

—Recuerda que fue ella quien me propuso que saliésemos a cenar.

—Eso no quiere decir nada. También Eloïse me dijo ayer que le gustaría que os acompañásemos y sin embargo no tengo ninguna intención de conquistarla.

—Allá tú. Pero esta noche Sandra cae. Ya lo verás.

Las chicas se retrasaban, pero la espera en la puerta del restaurante no se hizo larga. A finales de mayo, Washington gozaba de una temperatura muy agradable, sobre todo por las noches. Al fin apareció el taxi. Eloïse bajó primero. Se había puesto una blusa blanca y una falda escocesa. Llevaba medias y unos zapatos marrones planos. Tras ella apareció Sandra. Al verla, Claudio sintió cómo los niveles de adrenalina y testosterona aumentaban súbitamente en su torrente sanguíneo. Se había vestido para gustar y había alcanzado resultados concupiscibles. Más que vestirse, se había desvestido, por cuanto el minivestido que llevaba mostraba más carne de la que ocultaba. Calzaba unos zapatos de tacón sin medias. La brevísima falda contribuía a magnificar la longitud de sus piernas. Por arriba, el generoso escote amenazaba con desbordarse. La larga cabellera rubia le llegaba a mitad de la espalda. Ken tuvo que reconocer que estaba impresionante. Al lado de ella, la modosita Eloïse parecía una alumna de internado de monjas. Sin embargo, su belleza natural la hacía muy atractiva aunque no se hubiese vestido para la ocasión.

—Chicas, estáis guapísimas —dijo Claudio.

—Sentimos llegar tan tarde. El trabajo se nos ha ido acumulando y no hemos podido salir antes —se excusó Eloïse.

—Venga, entremos —apremió Ken.

Tras la puerta les recibió el dueño, un individuo bajito, de nariz aguileña, tocado con un fez.

—Bienvenidos al Babylon —exclamó moviendo las manos exageradamente—. ¿Tienen ustedes reserva?

—Soy el doctor Simone. Hice una reserva para cuatro —contestó Claudio.

El hombre consultó el libro de reservas.

—Claro que sí, doctor Simone. Mesa para cuatro. Por aquí, por favor.

La mesa era la mejor del local y estaba ubicada al borde de la pista de baile. Era evidente que la identificación de Claudio como médico había surtido efecto y el dueño se había esmerado en satisfacer a unos clientes probablemente acomodados, sin sospechar que aquellos jóvenes eran unos residentes mal pagados.

Claudio se erigió en el portavoz del grupo. Después de ayudar a sentarse a ambas mujeres, pidió la carta y la repasó rápidamente.

—Hay un poco de todo. Desde carnes a la brasa a cuscús, pasando por pasta italiana —dijo.

El maître se les acercó.

—¿Desean beber algo mientras eligen?

Todos se miraron entre ellos.

—Yo quiero un
Americano
—dijo Claudio.

—¿Y eso qué es? —se atrevió a preguntar Ken.

—Mitad Campari, mitad vermú rojo con un toque de soda.

Y el Campari ¿qué es? —preguntó a su vez Eloïse.

—Es una bebida italiana, a base de hierbas y plantas aromáticas con alcohol. Tiene un sabor un poco amargo. Y tú, Sandra, ¿qué quieres beber?

—Pues si tú te tomas un americano, a mí me gustaría un italiano —dijo, comiéndose con los ojos a Claudio.

Ken pensó que Claudio tenía razón, se lo estaban poniendo en bandeja.

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