Los cuadros del anatomista (18 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

—¿Como qué?

—Bien, aún es un poco pronto, pero hay quien se somete a operaciones de cirugía estética para corregir este vacío que ha quedado en su pecho. Pero lo más importante es que contacte con una organización de personas mastectomizadas. En el hospital hay una. Se llama
Reach for recovery
y la forman mujeres como usted, que comparten problemas y experiencias. Estoy seguro de que le iría muy bien.

Claudio entró en la sala de reconocimiento y se sorprendió al ver a una mujer sollozando.

—Mira, Claudio, un típico caso de linfedema tras una mastectomia.

Claudio los conocía muy bien. Su padre también intervenía a pacientes con cáncer de mama.

—¿Y estas lágrimas? —preguntó.

Se hizo un silencio que se aprestó a romper.

—No tiene que llorar. Ahora es usted una amazona. Y las amazonas no lloran.

Tanto Ken como la mujer le miraron sorprendidos.

—¿Qué diablos dices? —preguntó aquél.

—¿No sabéis de dónde viene el nombre de amazona?

—Pues no.

—Amazona viene del griego. Del prefijo
a,
que significa «sin», y de la palabra
mastos,
que significa «mama, pecho». Así, amazona quiere decir «sin pecho».

—; Y por qué? —preguntó la mujer.

—De acuerdo con la leyenda, las amazonas, mujeres guerreras que luchaban a caballo, se amputaban el pecho derecho para poder tensar el arco sin obstáculos. Mujeres como usted disparaban flechas mortales.

Tanto Ken como la mujer escuchaban entre sorprendidos y divertidos a Claudio. Éste se aproximó a la mujer y le dijo unas palabras al oído. El efecto fue mágico. No sólo dejó de llorar sino que comenzó a sonreír, ruborizándose.

—Lo probaré, doctor —dijo.

Ken llamó a miss Mullins.

—Por favor, dele hora para fisioterapia y consígale una cita para la próxima reunión de
Reach for recovery.

—Muchas gracias por atenderme tan bien —se despidió la mujer.

Cuando se quedaron solos, Ken preguntó a Claudio:

—¿Se puede saber lo que le has dicho al oído?

—Le he dicho que, ya que es una amazona, estoy seguro de que su marido estará encantado de que ella le monte.

Decididamente, aquel italiano tenía muchas tablas, concluyó Ken.

Se retiraron al área de descanso. Allí estaban las dos enfermeras. Claudio se sentó en un taburete. Sandra estaba imponente. Deseaba salir con ella.

De pronto, como si le hubiese leído el pensamiento, se acercó a él por detrás y, apoyando su rotundo busto en la espalda, le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Por qué no me sacas un día a cenar, Claudio? —dijo con voz seductora.

Claudio no se lo podía creer. Tragó saliva. No estaba preparado para esta pregunta tan directa, aunque había fantaseado con una situación semejante miles de veces. La mullida presión en su espalda le proporcionaba un intensísimo placer.

—Un día que los dos estemos libres —contestó—. ¿Os gustaría venir? —dijo dirigiéndose a Eloïse y Ken.

Ella respondió por los dos.

—Va a ser difícil encontrar un día que nos vaya bien a los cuatro.

Sonó el teléfono. Claudio contestó y colgó al instante.

—Era miss Mullins. Traen un herido.

—Ve a ver qué es —dijo Ken.

Claudio y las dos enfermeras abandonaron la habitación. Ken se quedó solo. En menudo compromiso le había metido Claudio. Si bien Eloïse le gustaba, no entraba en sus planes invitarla a cenar, al menos por el momento.

A los pocos minutos, Claudio abrió la puerta.

—¡Los indios nos atacan, los indios nos atacan! —dijo excitadísimo.

—¿Qué estás diciendo? —inquirió Ken.

—Han traído un herido. Y tiene una flecha clavada en el muslo.

—¿Una flecha?

—Sí, una flecha. Como las que disparaban los indios.

—Y las amazonas —añadió Ken mientras corría hacia la sala de curas.

Allí, tendido en una camilla, había un hombre de mediana edad. Todavía llevaba los pantalones puestos, pues ni la veteranía de miss Mullins había servido para afrontar un caso tan peculiar. Una flecha con plumas rojas entraba por la cara externa del muslo izquierdo y salía por la parte posterior dejando ver una afilada punta metálica.

—¿Quién le ha hecho esto, amigo? —dijo Ken.

—No lo sé. Estaba paseando por Rock Creek Park y de pronto he notado un pinchazo agudo en la pierna. Cuando he mirado hacia abajo he visto la flecha.

—¿Le duele mucho?

—Claro que me duele —protestó el herido.

—Vamos a tener que romperle el pantalón. Miss Mullins, tráigame una tijeras gruesas.

Ken introdujo las tijeras a nivel de los agujeros que había hecho la flecha y abrió la pernera izquierda del pantalón de arriba abajo. Con gran cuidado, se lo terminaron de sacar. El hombre parecía sacado de un
western
de los años cuarenta.

Ken examinó la herida. Apenas sangraba. Examinó los pulsos. No había lesión vascular. Le hizo mover el pie y la rodilla. Tampoco había lesión de los nervios ni destrucción muscular pues la flecha había atravesado los músculos sin desgarrarlos.

—Ha tenido suerte. Podría haber sido mucho peor.

—¿Suerte dice? ¿Es que ya no se puede pasear tranquilamente por el parque? —dijo enfadado el hombre.

—Pero ¿no ha visto al que le ha disparado?

—En absoluto. Era una zona con mucho follaje y seguramente el que me disparó estaba escondido allí.

—Bien, vamos a sacarle la flecha. Primero, pongámosle una inyección antitetánica.

Mientras la enfermera le ponía la inyección, Ken tomó a Claudio aparte y le preguntó:

—¿Cómo la sacarías?

—No podemos tirar hacia atrás, puesto que la punta puede engancharse dentro de los músculos. Por otra parte, si tiramos de la punta, todas estas plumas se meterán dentro de la herida y pueden infectarla.

—Exacto. ¿Qué hay que hacer, entonces?

—Cortarla.

—Bien, Claudio. Miss Mullins, tráiganos una cizalla grande, de las que usamos para cortar yesos.

Esta apareció con un enorme instrumento cortante.

—¿Qué van a hacer? —dijo el hombre con el pánico en sus ojos.

—No se preocupe. Le vamos a sacar la flecha y apenas le dolerá.

—¿No podrían darme un traguito de whisky, como en las películas? —bromeó sin convicción.

Ken desinfectó los orificios de entrada y salida y aplicó la cizalla lo más cerca que pudo al orificio de entrada. De un golpe seco, partió la flecha.

—Ahora, Claudio, tira de la punta.

Claudio lo hizo y el resto de la flecha salió por el orificio de salida.

—Ya está. Muy bien. Ahora, desinfectaremos las dos heridas y las dejaremos abiertas; están contaminadas y si las cerramos se podrían infectar.

Tras aplicar una pomada y hacer un vendaje, el paciente fue trasladado a una camilla de observación.

—Esto ha sido un asalto, por lo que debemos hacer un parte judicial —advirtió Ken a miss Mullins.

—De acuerdo, doctor. Le prepararé los papeles.

Eloïse se acercó a Ken.

—Doctor Philbin, respecto a aquello de salir a cenar con Claudio y Sandra, no creo que sea una buena idea.

—Estoy de acuerdo, Eloïse. No te preocupes.

—Sin embargo, me gustaría que nos acompañase a mi hermano y a mí a una barbacoa que pensamos hacer el próximo sábado. Usted ya conoce a mi hermano, ¿no?

Ken se sintió atrapado. Su hermano le había caído muy mal y con ella apenas tenía confianza. Ni siquiera se tuteaban. A pesar de ello, aceptó.

Capítulo 26

Ken dirigió su Volkswagen a la avenida New Hampshire, casi esquina con la calle H, y se detuvo frente al edificio de apartamentos donde vivían Eloïse y Philippe, muy próximo al que había ocupado Jack Drummond. Habían acordado que él se ocuparía de las bebidas y del medio de transporte y los dos hermanos llevarían la barbacoa con el carbón y la comida. Llamó al interfono y se oyó a Eloïse decir:

—Ahora mismo bajamos.

Aparecieron ambos por la puerta, ella cargando un cesto y él una barbacoa desmontable y unas pastillas de carbón comprimido, recubiertas de cartón encerado.

—Veo que traes este carbón compacto. Es muy útil y te evita la suciedad de un saco de carbón —dijo a modo de saludo.

Philippe soltó un sonido que más parecía un gruñido que una afirmación. Ken miró a Eloïse. Estaba muy atractiva. Llevaba un jersey ceñido que revelaba el volumen de sus pechos y unos téjanos bastante ajustados.

Abrió el portamaletas delantero del vehículo y allí acomodaron todos los trastos que llevaban para la barbacoa.

Ken abrió cortésmente la puerta derecha del coche e invitó a Philippe a pasar al asiento trasero, pero ante su asombro éste le dijo a Eloïse:

—Passes. J'ai de longues jambes.

La sorpresa no fue tanto por el hecho de que hablasen francés entre ellos sino porque él había relegado a su hermana al asiento posterior con la excusa de que tenía las piernas más largas.

El coche arrancó.

—¿Dónde vamos? —preguntó Ken.

—Iremos a un parque que hay al borde del río Potomac, cerca del aeropuerto.

Eloïse se acercó a su hermano y le susurró:

—Il est mignon, n'est pas?


C'est un imbécile —
cortó Philippe.

Bajaron por la calle 23 y enfilaron el puente Arlington Memorial. Antes de entrar en el célebre cementerio, torcieron a la izquierda y se dirigieron hacia el aeropuerto por la George Washington Memorial Parkway. A unos cien metros, encontraron el área de
picnic,
con mesas de madera y papeleras. Había bastante gente y no había mesas libres.

—Nos sentaremos en el césped, cerca del agua —dijo Eloïse.

Era un día magnífico. El sol lucía pero su calor se agradecía. A pesar de estar a comienzos de mayo, todavía hacía frío en Washington. La vista de la ciudad, al otro lado del río, con sus edificios más emblemáticos en primer término, era espectacular. La paz del lugar quedó enturbiada momentáneamente por un avión que despegaba del cercano aeropuerto National.

Philippe montó la barbacoa sobre las tres patas desmontables y colocó las pastillas de carbón dentro.

—Ya me diréis cuándo queréis comer —dijo, alejándose de Ken y Eloïse.

Éstos caminaron por el césped hasta el borde del río. Varios patos nadaban cerca. Sabían que las áreas d
e picnic
eran ricas en sobras y aguardaban que la gente se fuese para hacerse con ellas.

—Vamos a jugar con el
frisbee,
¿quieres?

Ken se alegró de que, por fin, se hubiese decidido a tutearle.

Tras media hora de jugar con el platillo volador, se sentaron cerca de la barbacoa.

—Philippe, ya puedes encender el fuego —dijo Eloïse a su hermano.

—¿Qué hay para comer? —preguntó Ken.

—Hamburguesas y
merguez.

—¿
Merguez
, qué son
?

—Unas salchichas árabes, muy especiadas.

—Son mucho mejores que vuestros
hot dogs
—terció Philippe.

—Y no necesitan ni ketchup ni mostaza —añadió Eloïse.

Al cabo de un rato, las salchichas y la carne comenzaron a chisporrotear sobre el fuego.

—Toma, prueba esto —dijo Philippe, poniéndole una
merguez
sobre un plato de papel.

Ken probó la salchicha.

—Délicieuse
—dijo, esforzándose con el francés.

Los dos hermanos rieron. Hasta ese momento, Ken no había visto nunca ni siquiera sonreír a Philippe. El día tomaba un buen rumbo, pensó.

—Oye, Ken. Eloïse me ha contado que el otro día os trajeron un herido muy extraño. Con una flecha clavada.

—Sí. Alguien le disparó mientras paseaba por el parque. Esta ciudad se está volviendo peligrosísima.

—¿Era una herida muy profunda?

—No. Estaba en el muslo. Lo atravesó limpiamente sin lesionar ningún vaso ni ningún nervio.

—¿Y sangraba mucho?

—No, tan sólo la puerta de entrada rezumaba un poco.

—¿Y la flecha se quedó clavada o salió por el otro orificio?

—No. Se quedó clavada, como en una película de indios.

—Debía de ser una escena surrealista, ¿no? ¿Le dolía mucho?

—No mucho. Ni siquiera cuando se la extrajimos.

—Os felicito. Debió de ser un buen trabajo.

Un cumplido de Philippe. Aquello merecía un trago.

—¿Quieres una Budweiser? —le propuso.

Philippe la aceptó.

Tras las
merguez
dieron cuenta de las hamburguesas, dos por cabeza, acompañadas de lechuga, tomate y pepinillos.

La mirada de los tres se dirigió hacia el otro lado del río. El obelisco a Washington presidía el paisaje. La Casa Blanca, más alejada, no se divisaba, pero en primer término destacaba el monumento a Jefferson, una construcción redonda, rodeada de columnas, construida a semejanza del Panteón romano. Cientos de árboles lo rodeaban, su verdor contrastando con la blancura del monumento.

—Es una lástima que los cerezos ya no estén en flor —dijo Ken.

—¿Qué cerezos? —preguntó Eloïse.

—Los de aquí delante, los que rodean el monumento redondo. Cada año entre marzo y abril hay un festival cuando todos estos árboles florecen. Es un espectáculo increíble. Miles de cerezos dando miles de flores blancas y rosadas.

—Qué bonito debe de ser —suspiró Eloïse.

—Ken, te voy a poner a prueba —terció Philippe.

—¿A mí? Adelante.

—¿Qué tienen que ver estos cerezos con una droga que tú usas casi diariamente?

La pregunta desconcertó a Ken. No tenía la menor idea. Por más que pensaba, no acertaba a adivinar la relación.

—Me rindo, Philippe. No tengo ni idea.

—Estos árboles fueron donados por Japón a la ciudad de Washington en 1912.

—Eso sí que lo sabía.

—Bueno, sólo quedan unos ciento cincuenta de los originales, pero en su día mandaron más de tres mil. A medida que se han ido muriendo, los han ido reponiendo.

—¿Y qué tiene que ver eso con una droga?

—Pues que durante la visita de un químico japonés a los Estados Unidos, se enteró de que había un plan para plantar cerezos japoneses a orillas del río Potomac. Se entrevistó con la esposa del presidente Taft y se ofreció a financiar su coste.

—Qué generoso.

—Muy generoso. Más de lo que te imaginas, porque cuando los árboles llegaron aquí estaban llenos de gusanos e insectos y muchos de ellos enfermos, por lo que tuvieron que ser destruidos. Esto llevó casi a un conflicto diplomático, pero el químico, lejos de enfadarse, pagó por la compra y el envío de tres mil nuevos árboles. ¿Y sabes quién era este químico?

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