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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (17 page)

—No entiendo por dónde vas.

—Pues que este hombre cayó en tus manos después de haber tenido un accidente de coche. Corría demasiado por la autopista y se estampó contra un muro. Y además, se había destrozado el hígado con la bebida. Tú no eres responsable de que se fracturase la pelvis ni de que su sangre no coagulase. Cuando empezaste a tratarle ya estaba en números rojos. Y era culpa suya, no tuya. A veces nos piden lo imposible. Se creen que los médicos podemos curarlo todo y nos exigen que salvemos a pacientes que se han colocado ellos solitos en una situación desesperada. La mayoría de pacientes que sufren un infarto tienen la presión alta. ¿Sabías que sólo una octava parte de los pacientes hipertensos tienen la tensión arterial controlada?

—No lo sabía.

—La mitad ni siquiera lo saben, y mira que es fácil que le tomen a uno la tensión. De la mitad que lo saben, sólo la mitad de ellos acude al médico para que les traten. Y de esta cuarta parte del total, sólo la mitad de ellos la tiene bien controlada. La otra mitad no lo está por diversas causas. La medicación es insuficiente o no es la indicada, o simplemente no se toman las pastillas que el médico les ha recetado. Imagínate la de infartos que se podrían evitar si todo el mundo se tomase la tensión y los que la tuviesen alta acudiesen al médico y se tomasen las pastillas que les han recetado. Actualmente, sólo son un doce y medio por ciento. El ochenta y siete y medio restante están totalmente desprotegidos.

—¡Caray!

—Éste es el primer consejo. No te responsabilices de cosas de las que no eres responsable.

—¿Y el segundo?

—Se refiere al médico mediatizado por las circunstancias.

—¿Me lo repites? —pidió Claudio abrumado por el enunciado.

—Te estoy hablando de que, para ti, joven y bisoño, sólo hay una forma de actuar, que es la correcta. Esto es loable, pero utópico. En muchas ocasiones, los resultados de la actuación del médico están influenciados por circunstancias de diversa índole. Desde económicas a geográficas, pasando por morales e incluso políticas.

—En esto no estoy de acuerdo. El médico siempre debe actuar conforme a su mejor saber y entender, sin dejarse influir por el entorno.

—No te estoy hablando de la actuación del médico, sino de los resultados. Te voy a poner un ejemplo que te toca de cerca. Tu padre es un respetado ginecólogo que practica en Palermo. ¿Cuántas fiebres puerperales ha tenido en su clínica en los últimos diez años?

—Creo que ninguna.

—Muy bien. Porque tu padre es un buen cirujano, tiene una asepsia estricta en sus quirófanos y dispone de antibióticos de última generación. Y ahora, dime. ¿Me puedes asegurar que no ha habido en Sicilia ningún caso de fiebre puerperal en los últimos diez años?

—Hombre... alguna sí que puede haber ocurrido.

—¡Exacto! Y ¿por qué? Porque la desgraciada que la tuvo no podía pagarse la clínica de tu padre o vivía en un pueblo demasiado alejado de Palermo y no le dio tiempo a ir a la ciudad, o porque su madre y su esposo la obligaron a parir en casa como han hecho las mujeres de su familia durante siglos. Y siguiendo el ejemplo anterior, si se la diagnostican a tiempo, tienen un vehículo para llevarla a la clínica de tu padre y reúnen el dinero para pagarle, le exigirán que la salve. Y él no es responsable de la situación en la que se han metido por culpa de circunstancias económicas, geográficas o por costumbres atávicas.

»Te pondré otro ejemplo de cómo una situación geográfica puede determinar el desenlace de una enfermedad —continuó Ken—. En países donde existe medicina socializada, como en Inglaterra, los pacientes acuden al médico que se les asigna de acuerdo con la zona donde viven. Imagínate a una paciente que se cansa. Acude a su médico. Este es un buen médico. La interrogará y la auscultará. Si escucha un soplo en el corazón, le hará un electrocardiograma. Si demuestra que hay una hipertrofia cardiaca hará el diagnóstico de estenosis aórtica y la enviará a operar. Es una operación arriesgada pero, si sale bien, puede vivir muchos años. Pero si vive diez manzanas más abajo, acudirá a otro médico, que puede ser el último de la clase. Éste le recetará pastillas, le dirá que haga reposo y no le diagnosticará su estenosis aórtica. En dos años puede estar muerta, y sólo por vivir diez manzanas más abajo. Como puedes ver, el éxito o el fracaso de la actuación médica dependen de muchas variables.

—Sí, pero el buen médico siempre lo hará bien.

—Si le dejan. No es tan fácil. No siempre ganan los buenos ni el príncipe se casa con la princesa como en los cuentos. La vida es, básicamente, injusta. En cualquier caso, comprendo tu decepción después de lo de hoy.

—¿Te has encontrado en algún caso igual?

—Peor.

—¿Peor?

—Sí, peor. Te voy a contar una historia que te pondrá los pelos de punta.

Claudio se arrellanó en el sillón.

—Ocurrió en Vietnam. Trajeron un herido, vietnamita, con la pierna destrozada, en
shock,
algo parecido al que os han traído hoy. Tenía la fiebre muy alta. Me hice cargo del herido, pero nada más empezar aparecieron unos militares con un intérprete y comenzaron a acosar con preguntas al desgraciado que estaba semiinconsciente. Yo les pedí que se fueran, que el hombre no estaba en condiciones de contestar a ninguna pregunta. Al parecer, era del Vietcong y los militares deseaban obtener información. Se agravó tanto que pedí que lo trasladásemos a un hospital de retaguardia. Me dijeron que ni hablar. Me enfrenté a ellos y les dije que los haría responsables de su muerte si no me permitían trasladarlo. Con ayuda de dos policías militares lo evacuamos. Me pasé quince días con él. Le reduje la fractura, la inmovilicé, le curé la herida, lo rehidraté, le di antibióticos. Día y noche estaba con él. Fue muy satisfactorio ver cómo iba mejorando con mi tratamiento. Tuve que salir unos días y al regresar al hospital me encontré su cama vacía. No lo entendía muy bien. A pesar de que seguía un curso satisfactorio, era demasiado temprano para que lo hubiesen dado de alta. Comencé a preguntar. No encontraba más que evasivas. Hasta que me enteré de la verdad.

—¿Lo habían dado de alta?

—No, lo habían fusilado.

Capítulo 24

—Teniente, no he encontrado nada en la Biblioteca Nacional de Medicina que nos pueda dar una pista sobre el significado del hombre de Vitrubio.

—¡Mierda! —la voz del temente Lyons sonó estentórea al otro lado del hilo.

—Pero he encontrado algo sobre el ojo en la mano —siguió Ken.

—¿Qué?

—Es un símbolo quirúrgico. Español, del siglo XVIII.

—¿Y qué tiene que ver con Jack Drummond?

—Eso mismo me pregunto yo. Pero le diré una cosa. El tipo que ha hecho esto tiene una cultura muy amplia, por encima de lo habitual.

—¿Por qué lo dices?

—No mucha gente en este país está familiarizada con el hombre de Vitrubio y menos aún con este símbolo quirúrgico. Y, si es el mismo que el que hizo lo del Wharf, sabía un rato de crucifixiones. Y le diré algo más. Continúo creyendo que sabe anatomía.

—Sí. Ya me lo habías dicht).

—Recuerde la forma en que estaba disecada la muñeca de Jack Drummond. No se hizo de un hachazo, sino con un bisturí bien manejado. Y Ralph Strong estaba clavado de una forma que sólo quien entiende de anatomía podía saber lo que estaba atravesando.

—Bueno, pues no sabemos ni quién es ni por qué hace estas cosas, pero ya tenemos un nombre para él.

—¿Cuál?

—Le llamaremos El Anatomista.

A continuación, Ken llamó a su padre.

—Papá, tengo algo que contarte.

—Dime, hijo.

Ken percibió algo especial en su voz. Le contó su hallazgo sobre el emblema de Pere Virgili.

—Tendrías que hacer una anotación en tu libro sobre este nuevo significado del ojo y la mano.

—Lo haré, Ken, lo haré. —Su voz sonaba abatida.

—¿Qué te pasa?

—Ken, han cerrado la universidad.

—¿Queé...?

—Sí, hijo. La Universidad de Columbia, la más antigua del Estado de Nueva York. El rector la ha cerrado.

—Pero ¿por qué?

—No podía hacer otra cosa. Los estudiantes tomaron un edificio y secuestraron al decano.

—Cuéntame.

A raíz de la marcha no autorizada liderada por Mark Rudd, éste y cinco estudiantes más fueron sancionados. La tensión fue
in crescendo
hasta que desembocó en la toma de un edificio de la universidad —Hamilton Hall— y la retención del decano como rehén. Pronto hubo luchas internas entre los estudiantes. Los llamados «atletas», derechones de buena familia, se opusieron a la ocupación. A muchos no se les escapaba que una expulsion de la universidad significaba el fin de la prórroga del servicio militar por estudios, con el consecuente riesgo de ser enviado a Vietnam. Los estudiantes revolucionarios blancos y negros se dividieron respecto de las acciones a tomar. Aquéllos optaban por mantener Hamilton Hall abierto para que continuasen las clases, pero éstos estaban decididos a que el edificio permaneciese cerrado.

—Así que el rector ha anunciado la suspensión de las obras del gimnasio pero ha cerrado la universidad —concluyó el padre de Ken.

—Lo siento mucho —dijo éste, y colgó el teléfono.

Durante todo el fin de semana, Ken siguió los acontecimientos que se desarrollaban en Nueva York. Los estudiantes blancos habían dejado a los negros en Hamilton Hall y habían ocupado la Biblioteca Low, donde estaba el despacho del presidente. Cientos de reporteros tomaron Columbia. Los estudiantes que apoyaban a los invasores les lanzaban comida en bolsas lanzadas por los aires, bolsas que los opositores se esforzaban en interceptar.

Al fin, la policía hizo su aparición, formando una barrera entre los curiosos y los edificios ocupados. La aparición de la policía ultrajó a los estudiantes que se creían inmunes a las fuerzas del orden dentro de su santuario. La escultura Alma Mater, símbolo de la universidad —una mujer sentada en un trono portando un cetro, con una Biblia en la falda— apareció con un cartel en el que se leía: «Violada por policías».

El sábado por la noche, una manifestación de noventa mil personas llenó Central Park. Allí, Coretta King, la viuda del líder asesinado, leyó los «diez mandamientos sobre Vietnam» que había dejado escritos su marido. Cuando leyó el último mandamiento, «No matarás», recibió una atronadora ovación.

Tres días más tarde, de madrugada, la policía invadió el campus. Más de mil agentes, divididos en siete sectores, protagonizaron una verdadera operación militar para sofocar la revuelta. Algunos agentes realizaron detenciones siguiendo la normativa legal pero la mayoría mostró una brutalidad desmesurada. Blandiendo sus porras o con las mismas esposas, golpearon a cuantas personas encontraban en su camino, sin distinguir sexo, edad ni raza. Incluso algunos estudiantes de los llamados «atletas», que presenciaban la redada y aplaudían a los policías, fueron golpeados. Los edificios tomados fueron desalojados a la fuerza y setecientos veinte estudiantes fueron arrestados. En el fondo fue una lucha de clases. Los policías, de clase obrera, les tenían ganas a aquellos señoritos universitarios que protestaban por una guerra que estaban librando, mayoritariamente, muchachos de clase obrera. Era la madrugada del 30 de abril de 1968.

Capítulo 25

Claudio estaba desolado. Se había pasado toda la noche con un paciente grave al que había sacado del
shock
en el que se encontraba cuando ingresó, y por la mañana, cuando dio el cambio de guardia a sus compañeros, se había llevado una bronca del doctor Ahmad porque no había anotado puntualmente todos y cada uno de los tratamientos que le había aplicado.

—No es justo —se quejó a Ken—. Prefieren que se muera con todos los papeles en orden a que se salve pero sin la historia clínica minuciosamente detallada.

—Es por motivos legales, Claudio. Si le pasa algo al paciente y un abogado hurga en su historia, parecerá que no se le ha hecho nada y te la puedes cargar tú, el jefe de residentes, el jefe de cirugía y el mismísimo hospital.

—No tenía tiempo de hacerlo todo —se excusó Claudio—. Era o tratarle el
shock
o escribir. Y a mí me han enseñado que el paciente es lo primero.

—Y lo es, pero aquí son muy estrictos con los aspectos legales de la medicina. Y me temo que irá a más.

—En cualquier caso, estoy harto de trabajar y recibir broncas. Tampoco pido tanto. Me conformo con un «gracias» cada quince días.

Ken sonrió, comprensivo. Él también había sido interno.

—Doctor Philbin, ¿puede venir un momento? —La voz de miss Mullins sonaba apremiante.

—¿Qué pasa, miss Mullins? —dijo Ken.

—Aquí fuera hay una mujer que insiste en ser visitada, pero no creo que sea una urgencia. Así se lo he dicho, pero no quiere marcharse hasta que alguien la visite.

—Pero ¿qué le pasa?

—Tiene el brazo derecho muy hinchado y le duele mucho.

—Venga, hágala pasar.

Ken atendió a la mujer. Según le relató ésta, había sufrido una mastectomia por un cáncer de mama hacía dos meses. Le habían practicado una mastectomia radical, en la que, además de la mama, le habían extirpado los músculos pectorales y todos los ganglios de la axila. Tras la intervención, el brazo se le había ido hinchando hasta provocarle un gran dolor por la tensión. La piel estaba lisa y brillante. Ken le pidió que se desnudase de cintura para arriba y la exploró. Era una mujer de unos 40 años, atractiva, pero indudablemente afectada por la amputación de su pecho derecho. La hinchazón llegaba hasta la mano y, cuando se apretaba con un dedo, dejaba marcada la huella. Se trataba, sin duda, de un caso de linfedema. Al haberle vaciado los ganglios de la axila, la linfa de su extremidad superior tenía dificultades para circular y se iba acumulando en el miembro, aumentándolo de tamaño. Sin embargo, Ken intuyó que no era el único problema de aquella mujer.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

La mujer rompió a llorar.

—Fíjese en cómo me han dejado. Me han amputado un pecho y todo mi tórax está deforme. ¿Quién puede desear a una mujer así?

—¿Qué dice su marido?

—Dice que no le importa, que lo principal es que el cáncer esté curado, pero yo noto que no me mira con los mismos ojos que antes.

—Escuche. Su caso no es único. Usted tiene un problema médico, que se llama linfedema y que es fácil de solucionar. Con el tiempo, la linfa de su brazo encontrará nuevas vías de drenaje y el miembro se irá deshinchando. Con masajes y un drenaje postural, puede mejorar mucho. Pero aparte, usted tiene un problema de autoestima. Es verdad que la han mutilado, pero se ha hecho para erradicarle un cáncer. También hay soluciones para esto.

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