Los cuadros del anatomista (16 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

«La envidia entre colegas ya existía hace cuatrocientos años», se dijo Ken, y no pudo dejar de pensar en el arrogante Rasheed Ahmad. Luego reparó en algo que le había llamado la atención desde un principio. ¿Por qué las láminas anatómicas estaban en la biblioteca del castillo de Windsor y eran, además, propiedad de la familia real británica? Leonardo había nacido en Italia y pasó sus últimos años en Francia, bajo la protección de Francisco I. ¿Cómo habían llegado los dibujos hasta Inglaterra?

Al parecer, cuando Leonardo murió en Francia en 1519, dejó en su testamento todos los dibujos a su dilecto discípulo Francesco Melzi, quien los conservó durante toda su vida. Tras múltiples vicisitudes, los dibujos llegaron a España a manos de un escultor llamado Pompeo Leoni, quien había sido nombrado artista de la corte en Madrid. El trayecto final hasta Inglaterra se hizo a través de Thomas Howard, conde de Arundel, quien compró el volumen anatómico cuando viajaba por España en 1636. Se desconoce cómo llegaron a parar a manos reales, pero existe constancia de que la reina María los exhibía en el palacio de Kensington allá por el año 1690.

Ken volvió a saborear la belleza de los dibujos, pasando las páginas con lentitud.

Al llegar a la que mostraba los ventrículos del corazón leyó: «El corazón, por sí mismo, no es el principio de la vida, sino un vaso sanguíneo formado por un músculo denso, vivificado y nutrido por una arteria y unas venas, como cualquier otro músculo». Leonardo había desacralizado el corazón, el asiento del alma según los textos galénicos, y lo había descrito, con todo acierto, como lo que realmente es, un músculo que lleva sangre y está nutrido por una arteria como cualquier otro músculo del cuerpo. Y esto había ocurrido antes de que Vesalio naciera y cien años antes de que William Harvey describiese la circulación sanguínea.

Ken no pudo dejar de conjeturar que, si el envidioso fabricante de espejos no hubiese denunciado a Leonardo ante el Papa, posiblemente el propio Leonardo habría acabado por desvelar el misterio de la circulación de la sangre.

De nuevo, la imagen de Rasheed pasó por su mente como un
flash.
Poco se imaginaba que, en aquellos momentos, éste reclamaba su presencia en el Washington Memorial Hospital.

Al fin llegó a la página donde estaba el hombre de Vitrubio. Tal como Claudio había dicho, se guardaba en la Galería de la Academia, en Venecia, según ponía una nota en las páginas finales. El dibujo, de por sí bellísimo, aportaba todo el genio de Leonardo a la descripción que Vitrubio, un arquitecto de la antigua Roma, había hecho sobre las proporciones del cuerpo humano. Su obra
De Architettura
constaba de diez tomos y era de los pocos tratados de arquitectura romana que habían llegado hasta el Renacimiento. En el tomo tercero enumeraba una serie de enunciados que fijaban las medidas del cuerpo humano:

«La longitud de los brazos extendidos de un hombre es igual a su altura».

«La distancia entre la parte superior de la cabeza y el menton es una octava parte de la altura».

«La distancia entre la parte superior de la cabeza y la línea de los pezones es una cuarta parte de la altura».

«La distancia entre el codo y la punta de los dedos de la mano es una quinta parte de la altura».

Basado en estas medidas, Leonardo había ilustrado la sentencia de Vitrubio en su libro: «El ombligo está situado en el centro del cuerpo humano y si, en un hombre con la cabeza levantada y sus manos y pies extendidos, se dibuja un círculo, éste tocará los dedos de las manos y los de los pies. No es sólo en un círculo donde se circunscribe el cuerpo humano, como puede verse si lo metemos en un cuadrado. Midiendo la distancia que hay entre los pies y la coronilla de la cabeza y la que hay entre los dos brazos extendidos, vemos que esta medida es igual a aquélla. Así, las líneas perpendiculares a estos cuatro puntos formarán un cuadrado».

Ken se dio cuenta entonces de la perspicacia de Leonardo, por cuanto éste había situado el ombligo en el centro del círculo. Pero al dibujar el cuadrado, lo había desplazado ligeramente hacia abajo, situando el centro a la altura de los genitales. De esta forma, la figura humana enmarcada por el círculo y el cuadrado resultaba absolutamente proporcionada.

Se levantó. Había aprendido mucho sobre Leonardo, se había deleitado viendo los maravillosos dibujos anatómicos, había comprendido el propósito de Leonardo al redibujar el hombre de Vitrubio, pero no había conseguido establecer ninguna relación entre éste y el asesinato de Jack Drummond.

Se dirigió hacia el mostrador y dio las gracias a la bibliotecaria.

—De nada, doctor. ¿Ha encontrado lo que buscaba?

—Sí. Me ha sido usted de mucha ayuda —mintió.

Se encaminó hacia la salida de la sección histórica y, justo al lado de la puerta, observó una estantería en la que los libros, ligeramente inclinados, estaban colocados de frente, mostrando la portada. En la parte superior de la estantería estaba escrito: «Nuevas adquisiciones». Ken dio un breve repaso a las obras expuestas. Nada interesante. De pronto, se detuvo. Un pequeño opúsculo llamó su atención. «Simbologia médica», decía la portada. Ken lo cogió. Apenas tenía cien páginas. Pasó las hojas rápidamente para ver su contenido. En una página estaba dibujado el símbolo y en la opuesta su explicación. Se hacía tarde pero Ken no resistió la tentación. Se sentó en una mesa vecina y comenzó a hojearlo. Allí estaba la Cruz Roja, fundada en 1863 por el suizo Jean Henri Dunant, con sus equivalentes de la Media Luna Roja de los países árabes y la Estrella de David Roja de Israel. Allí estaban la serpiente y el bastón de Esculapio, símbolo de la Medicina. Esculapio, educado por el centauro Quirón, llegó a ser el dios de la Medicina y su bastón, una rama de ciprés, representa fortaleza y solidez. La serpiente, con su muda anual de piel, simboliza la incesante renovación de la vida y del rejuvenecimiento. Ken advirtió que la serpiente aparecía en muchos símbolos relacionados con la Medicina. La
serpens mercurii
de los alquimistas, una serpiente enroscada en una cruz, representaba la elaboración del elixir de mercurio, un curativo legendario, a base de extraer el
volatile,
o parte venenosa del elemento. Una serpiente enroscada en una copa, antiguo símbolo de la Iglesia para representar a san Juan Evangelista, es hoy símbolo de los farmacéuticos. El Uroboro, una serpiente que se muerde su propia cola formando un círculo, representa el fluido universal que todo lo penetra y la renovación perpetua de la Naturaleza.

En un grabado de Durero,
Los cuatro jinetes del Apocalipsis,
Ken observó que el Hambre portaba una balanza vacía, mientras la Muerte, montando un caballo escuálido, portaba una forca para recoger su macabra cosecha.

Al pasar la siguiente página, Ken se quedó helado. Allí estaba. Una mano con un ojo dentro.

Capítulo 22

—Nuevos análisis. —Claudio dio las malas noticias a Mike Rosenberg—. Continua acidótico y el potasio es de 6,2.

—Más bicarbonato, Claudio. No podemos dejar que la acidosis vaya en aumento.

La extensa destrucción de tejidos en la pelvis, añadida a los millones de hematíes extravasados, estaba creando una situación que producía la acidosis por muerte celular. A la vez, las células muertas liberaban potasio intracelular, que pasaba al sistema circulatorio.

—¿Está orinando? —preguntó Rosenberg.

—¡Qué va! Ya hace más de una hora que no sale orina por la sonda.

—Pues va a ser muy difícil rebajarle el potasio.

—Podríamos hacerle una diálisis.

—¿Aquí? ¿En Urgencias? Es imposible.

Rosenberg se dio cuenta de que o la desesperación o la inexperiencia hacían decir a Claudio cosas sin sentido.

—Probaremos con resinas de intercambio iónico. Dile a Sandra que prepare un enema de resincalcio.

—¿Un enema?

—Sí, un enema. El recto es una parte muy vascularizada del tubo digestivo. Por allí se absorbe cualquier sustancia que introduzcas, tan rápidamente como por el estómago. ¿Por qué te crees que se inventaron los supositorios?

Una vez más, Claudio tuvo que aceptar que Rosenberg tenía razón. En teoría, las resinas de intercambio iónico deberían captar el exceso de potasio, como una esponja absorbe el agua que ha caído sobre un mármol.

—El problema es que no tienen una acción muy rápida —dijo Rosenberg de las resinas.

Se dirigió hacia donde estaba el paciente. La distensión de los flancos se extendía por la zona pélvica, dando al cuerpo una apariencia grotesca. En la pantalla del monitor del electrocardiograma comenzaron a aparecer latidos prematuros, aberrantes.

—Extrasístoles —dijo Claudio.

—Dadle ochenta miligramos de lidocaína. Sandra, date prisa con el enema.

La enfermera se las veía negras para introducir la cánula del enema por el ano. Volteó ligeramente al paciente, quien lanzó un grito de dolor.

—Pónselo, Sandra, por Dios —dijo Rosenberg.

Sandra consiguió introducir la sonda por el orificio correcto y comenzó a administrarle el enema.

Los extrasístoles aumentaron.

—Más lidocaína. Y más bicarbonato.

—Va a fibrilar —gritó Claudio viendo cómo los extrasístoles se adueñaban de la pantalla.

—Con este potasio tan alto, es muy posible. Ni un antiarrítmico como la lidocaína puede estabilizar el ritmo cardiaco. ¿Sabías que en Inglaterra han utilizado el potasio a altas concentraciones para parar el corazón en las operaciones a corazón abierto?

Claudio no estaba para recibir docencia.

Finalmente, apareció la temida fibrilación ventricular.

—Rápido. Cargad el desfibrilador a cuatrocientos. Y tú, Claudio, dale oxígeno con la mascarilla a presión.

Mike descargó el desfibrilador sobre el pecho. El hombre dio un salto en la camilla, pero su ritmo cardiaco no se recuperó.

—Volved a cargar —ordenó Rosenberg.

Tras la descarga, constataron que no había habido ningún resultado.

Rosenberg intubó al paciente e inició masaje cardiaco externo.

—Más lidocaína y cien de bicarbonato.

Una vez administradas las drogas, Rosenberg volvió a descargar el desfibrilador.

El hombre, totalmente inconsciente, saltó como un pelele. El electrocardiograma comenzó a empequeñecer. La fibrilación estaba derivando hacia un paro cardiaco total.

—¿Cómo están las pupilas?

—Dilatadas —respondió Claudio tras abrir los ojos al paciente.

—¿Responden a la luz?

Claudio apuntó el haz de su pequeña linterna a los ojos.

—No.

Rosenberg dejó caer las palas del desfibrilador.

—Lo hemos perdido —dijo, mirando el reloj para certificar la hora de la muerte.

Claudio comenzó a golpear la camilla con su puño.

—Merda!, merda!, merda!

Rosenberg se le acercó.

—Claudio, has luchado como un jabato. No te has de culpar. Hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos pero no ha sido posible salvarlo. Así es nuestra profesión. No se puede ganar cada día.

Sandra se acercó también a Claudio. Le cogió las manos y le dijo:

—Claudio, he visto cómo luchabas por salvar a este hombre. Has sido la única persona que creía que tenía una oportunidad. Te he ayudado cuanto he podido pero quizá era demasiado difícil que consiguiésemos lo que ambos deseábamos.

Sandra acercó su mano a la cara de Claudio y con la palma le tocó la mejilla. Claudio pensó que aquello era lo único bueno que le había ocurrido aquel día.

Capítulo 23

La mano que contenía el ojo era una mano izquierda, con la palma hacia arriba.

«Una mano izquierda. Como la de Jack Drummond», pensó Ken.

El texto que acompañaba al dibujo explicaba que se trataba de un símbolo quirúrgico, originario del siglo XVIII. Un cirujano catalán —Pere Virgili era su nombre— lo había diseñado como emblema del Real Colegio de Cirugía de Cádiz, en España, del que era fundador. El símbolo original llevaba una corona y una orla con el lema
«Manu qua, auxilio quo»
y, según el opúsculo, aparecía representado en la puerta principal del edificio y en múltiples objetos como sellos de lacre, copas e incluso en el uniforme del portero.

Virgili regresó a Cataluña, donde fundó asimismo el Real Colegio de Cirugía de Barcelona y se llevó el emblema con él. Hoy en día todavía aparecía en el escudo de la Asociación de Cirugía de Barcelona.

Ken estaba excitadísimo. Un símbolo quirúrgico. Y Jack Drummond era cirujano. Pero ¿qué hacía un símbolo quirúrgico español del siglo XVIII en un apartamento de Washington, en pleno siglo XX? ¿Quién sabía de su existencia, aparte del responsable de compras de la Biblioteca Nacional y quizá la bibliotecaria, ambos improbables sospechosos? Por lo nuevo que estaba el librito parecía como si él fuese el primero en hojearlo.

Debía decírselo a su padre y, sobre todo, al teniente Lyons.

Salió de la biblioteca y con su Volkswagen se encaminó hacia el hospital. Tardó veinticinco minutos. Entró por la puerta de Urgencias, eufórico por su hallazgo.

—Tengo buenas noticias —dijo a manera de saludo.

Rosenberg le miró y negó con la cabeza, como indicándole que aquél no era el momento apropiado para euforias. Ken se dio cuenta de que algo estaba pasando.

—¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose al cadáver del accidentado.

Claudio le explicó lo que había ocurrido. La llegada del hombre, las consultas a cuatro especialistas que se lo habían quitado de encima, el diagnóstico de coagulopatía, las transfusiones de plaquetas y plasma, la acidosis y la subida del potasio y, finalmente, la fibrilación ventricular. Al concluir dijo:

—Por cierto, el doctor Ahmad quiere verte.

—Tiempo habrá —contestó Ken—. Claudio, vamos al relax y charlemos un rato.

Se introdujeron en el pequeño cuarto.

—¿Un café?

—No, gracias. Ya estoy suficientemente excitado.

—Claudio. Comprendo que estés excitado y frustrado. Estoy seguro de que has hecho lo imposible para evitar que este hombre muriese. También me consta que eres un buen médico, aunque algo bisoño.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Te voy a dar dos consejos que te servirán para toda tu vida profesional y te evitarán disgustos como el que te has llevado hoy.

—Venga. Dispara.

—El primero es que el médico no es responsable de la patología del paciente. Una vez está en tus manos, sí, pero no antes.

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