Los cuadros del anatomista (15 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Claudio cogió las radiografías y se las llevó a Rosenberg.

—Mike, mira estas radiografías. Tiene la pelvis rota pero el paciente está enshock.No lo entiendo.

Rosenberg miró al italiano y suspiró, como para demostrar cuánta paciencia había que tener con los internos.

—Puede que tenga alguna lesión interna. ¿Cómo es la orina?

—No lo sé. No ha orinado.

—Pues sóndalo,bambino.

Claudio apretó los dientes, consciente de su fallo.

Con la ayuda de Sandra, introdujo una sonda por la uretra. La orina salió teñida de sangre. Se lo comunicó a Rosenberg.

—La fractura puede haber lesionado la vejiga u otra estructura del sistema urinario. Será mejor que llames a un urólogo.

Claudio así lo hizo. Mientras tanto, el enfermo empeoraba. Le pasaron una transfusión. Diez minutos más tarde, apareció el residente.de urología.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Este hombre ha sufrido un accidente, tiene la pelvis rota y hay sangre en la orina.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué? Tienes que hacer algo. Es un caso claro de tu especialidad.

—Chico, no me des lecciones. Es posible que tenga alguna lesión en el tracto genitourinario, pero en cualquier caso el tratamiento es conservador.

—¿Conservador? Este hombre está enshock.

—No pretenderás que lo opere. Lo que hay que hacer son irrigaciones a través de la sonda hasta que la orina aparezca clara.

—¿Clara? Está meando sangre. ¿Y si no se aclara?

—Ya te he dicho lo que tienes que hacer. Además, si tiene una fractura de pelvis, debería verle un traumatólogo.

Claudio decidió que aquel tipo no iba a ayudarle más en el caso y volvió a coger al teléfono.

—Por favor, llamen al traumatólogo de guardia. Que baje urgentemente a Urgencias —dijo a la telefonista.

Rosenberg apareció.

—¿Cómo va esto?

—Mal. El urólogo ha recomendado que le hagamos irrigaciones vesicales y nada más.

—Hagámosle una analítica completa. Recuento de hematíes, electrolitos, gases en sangre, equilibrio ácido-base y pruebas de coagulación.

Sandra hizo una nueva extracción y mandó las muestras al laboratorio.

—Diles que es urgente —le indicó Claudio.

El residente de traumatología no tardó en llegar.

—¿Para qué me habéis llamado?

Claudio le explicó el caso y le mostró las radiografías.

—Sí. Tiene una fractura de pelvis pero no hay desplazamiento. Lo único que tiene que hacer es reposo en cama.

—¿No vas a hacer nada más? El hombre está muy mal.

—Ya te he dicho que no hay que hacer nada más que reposo hasta que la fractura consolide.

—Si le da tiempo —dijo Claudio por lo bajo.

El traumatólogo se acercó al paciente, que estaba semiconsciente, y lo exploró.

—¿Habías visto esto? —preguntó a Claudio.

—¿Qué cosa?

—Esta coloración en los flancos.

Claudio se acercó. A ambos lados de la pelvis había surgido una coloración azulada. Claudio tocó la piel. Estaba tensa.

—Estoy seguro de que no tenía esto cuando entró —dijo al traumatólogo.

—¿Quieres decir que ha aparecido desde que está aquí?

—Sí.

—Puede que esté desarrollando un hematoma retroperitoneal. Y esto no ocurre por una simple fractura de pelvis. Es posible que el hueso roto haya desgarrado un vaso sanguíneo y esté sangrando. Será mejor que lo vean los de cirugía vascular.

Claudio coincidió con el diagnóstico y se aprestó a recabar la opinión de un tercer especialista.

«¡Ojalá lo resuelvan!», pensó. Hasta entonces sólo le habían recomendado tratamientos conservadores.

Sandra entró con los resultados de los análisis. Claudio los miró y palideció. Todo estaba mal. La hemoglobina y los glóbulos rojos estaban a la mitad de lo normal. Las plaquetas, insuficientes. El oxígeno en sangre, bajísimo. La sangre tenía una acidosis marcadísima y las pruebas de coagulación estaban alteradas. Decidió enseñárselos a Rosenberg.

—Mira, Mike. Lo tiene todo mal.

Rosenberg dejó de explorar a una paciente asmática y miró los resultados. Enseguida se dio cuenta de la situación. Aquel hombre estaba muy grave. El había prometido cubrir a Ken y tenía que entregarse a la tarea de salvarlo.

—Claudio, vayamos por partes. Necesita por lo menos dos o tres transfusiones más para subirle la hemoglobina. Le falta oxígeno. Que le pongan una mascarilla al 35 por ciento. Tiene una acidosis de caballo. Hay que darle bicarbonato. ¿Cuánto pesa?

—No lo sé. Pesará unos setenta kilos.

Rosenberg hizo un rápido cálculo mental.

—Doscientos cincuenta miliequivalentes en vena, rápido.

Sandra preparó tres jeringas grandes con el bicarbonato y comenzó a administrárselo.

—El potasio está a cinco. Si deja de orinar y le sube más, podemos tener problemas de arritmias. De todas formas, hay una cosa que no entiendo —continuó Rosenberg.

—¿Qué?

—Las plaquetas y el tiempo de protrombina están muy bajos.

Se acercó por la derecha al hombre y comenzó a palparle el abdomen. Claudio lo observaba.

—Le ha aparecido esta coloración en los dos lados —indicó a Rosenberg.

Éste seguía palpando el abdomen, en la parte superior derecha. Miró al hombre, que continuaba semiinconsciente, respirando muy rápidamente. Rosenberg se dirigió a él.

—¿Puede oírme?

El paciente abrió los ojos y le miró, asintiendo.

—¿Cómo se encuentra?

—Muy mal. Me voy a morir.

Rosenberg arrugó la frente. Por experiencia sabía que los pacientes que decían aquello acababan falleciendo. Es como si se activase una señal interna que anuncia una muerte inminente.

—Quiero hacerle una pregunta muy importante. ¿Es usted bebedor?

Claudio se quedó atónito. Qué pregunta más absurda de hacerle a un enfermo que se está desangrando.

—No, ya no bebo —dijo el hombre.

—Pero había bebido anteriormente, ¿verdad?

El paciente asintió.

—¿Mucho?

Volvió a asentir.

Rosenberg se apartó del paciente. Claudio se dirigió a él.

—¿Para qué le has preguntado eso?

La respuesta evidenció que Rosenberg era muy buen médico, de aquellos que, a base de exploración, palpación e interrogación, llegaban a un diagnóstico sin necesidad de pruebas sofisticadas.

—Claudio, la protrombina y las plaquetas son esenciales para una buena coagulación. Este hombre está sangrando y las pruebas y la clínica demuestran que su sangre no está coagulando bien. Le he palpado el hígado y me ha parecido el típico hígado con cirrosis. Esto puede llegar a alterar la coagulación. Por eso le he preguntado si bebía. Seguramente bebió hasta ayer. Los pacientes son muy celosos de sus hábitos alcohólicos. ¿Qué se te ocurre que podemos hacer para revertir el cuadro?

—Trasfundirle plaquetas y darle vitamina K.

—Mejor plasma fresco que vitamina K.

—Pero lo tienen congelado y tardarán un buen rato en prepararlo.

—Menos de las seis horas que tardaría la vitamina K en hacer efecto.

Claudio no lo sabía y se impresionó por los conocimientos de Rosenberg.

—Si no conseguimos que coagule continuará sangrando y se nos irá de las manos. Hazle otro análisis para ver cómo le ha sentado el bicarbonato.

Sandra tomó una nueva muestra de sangre y pidió las plaquetas y el plasma al banco de sangre.

El residente de cirugía vascular apareció por la puerta. Tenía un porte distinguido y una edad algo mayor que la mayoría de los residentes. La cirugía vascular era una especialidad emergente. Estaba incluida en el programa de cirugía general, pero la presión de algunos profesionales que se dedicaban exclusivamente a ella había forzado a establecer programas piloto de especialización. El hospital contaba con uno de estos programas. Los cirujanos vasculares eran gente muy entrenada, competente, pero, como casi todos los superespecialistas, muy pagados de sí mismos.

—¿Me habéis llamado? —dijo.

Claudio vio una rendija de luz en la oscuridad del caso.

—Sí. Este hombre ha desarrollado un hematoma retroperitoneal como consecuencia de una fractura de pelvis. Creemos que puede tener una lesión vascular. Tanto el urólogo como el traumatólogo dicen que no es cosa suya. Y además tiene un problema de coagulación.

El cirujano vascular examinó al paciente, miró las radiografías, palpó los pulsos de las extremidades inferiores y decretó:

—No creo que tenga ninguna lesión vascular importante. Tiene buenos pulsos en las piernas. Estoy seguro de que las arterias iliacas están indemnes. Tampoco es de mi incumbencia.

—Pero se está desangrando. Puede tener una lesión de un vaso pequeño, o de una vena que se haya desgarrado. Esto no lo podría diagnosticar tocándole los pulsos.

—¿Y qué pretendes que haga?

—Opérelo. Si no, se va a morir.

—¿Operarlo? ¿Estás loco? ¿Tú sabes lo que es el espacio retroperitoneal? Es como un tremendo saco donde hay más de cien estructuras que pueden sangrar. Cuando se llena de sangre no hay quien vea nada. Yo no me metería sin un diagnóstico claro. Buscar un punto sangrante allí es como buscar una aguja en un pajar. Y, además, tiene problemas de coagulación. Sólo un loco se metería en una intervención así. —La cara de desolación de Claudio hizo que el cirujano vascular suavizase su discurso—. Comprendo tu desesperación. Este hombre se está desangrando por dentro pero una operación no lo salvará.

Dio media vuelta y abandonó Urgencias.

Sandra volvió con los nuevos análisis. Continuaba acidótico y anémico. Claudio se los mostró a Rosenberg.

—Más bicarbonato. Trescientos miliequivalentes. Y dos bolsas de sangre. Cuando las pidáis decidles que se den prisa con las plaquetas y el plasma.

Claudio estaba abatido. Tenía un hombre delante cuya vida se escapaba hacia el espacio retroperitoneal, había consultado con tres especialistas y ninguno había querido tocarlo. Sólo le quedaba un recurso. Consultaría con el doctor Ahmad. Rosenberg dio su aprobación.

—Sí, creo que este caso nos sobrepasa. Alguien con más autoridad debería intervenir.

El doctor Ahmad estaba en el quirófano y no acabaría hasta dentro de treinta o cuarenta minutos. Claudio dejó el recado de que era requerido en Urgencias y volvió al lado del paciente, que continuaba semiinconsciente. Le dieron más bicarbonato, continuaron pasándole transfusiones y aumentaron la concentración de oxígeno de la mascarilla al cincuenta por ciento. Por fin, llegaron las plaquetas. El plasma todavía iba a tardar un poco más. La coloración de los flancos iba aumentando, así como la distensión del abdomen. Era evidente que el paciente continuaba sangrando.

Rasheed Ahmad hizo su aparición. Iba vestido de verde, con uniforme de quirófano. Todavía llevaba el gorro quirúrgico, para dar la impresión de que había venido tan pronto como había podido.

—¿Qué ocurre, Claudio? ¿Por qué tanta prisa?

Claudio le explicó el caso, le contó las visitas de los especialistas, le mostró la coloración del paciente, le explicó el diagnóstico de disfunción hepática de Rosenberg y le planteó el tratamiento con plasma y plaquetas.

—Muy bien, Claudio. Parece que habéis hecho bien las cosas.

—Sí, pero el paciente empeora. Continúa sangrando.

—Y lo continuará haciendo hasta que no se corrija la coagulación.

—Ya lo estamos haciendo. Le están pasando plaquetas y ahora le pasaremos plasma. ¿Y si no deja de sangrar?

—Pues se morirá.

—Tienes que hacer algo.

—¿Qué quieres que haga?

—Operarle.

—¿Estás loco? Este hombre no se puede operar. Por cierto, ¿dónde está Ken?

—En la Biblioteca Nacional de Medicina. Creí que lo sabías.

—Sí, pero no creí que fuese a tardar tanto. Dile que quiero verle en cuanto llegue.

«Típico de Rasheed», pensó Claudio. «Eludiendo siempre su responsabilidad y buscando excusas dilatorias en vez de coger el toro por los cuernos».

—Entonces, ¿no vas a hacer nada?

—No. Este hombre está muerto.

—No. No está muerto. Se está muriendo pero estará muerto dentro de poco si alguien no hace algo para salvarle. Yo ya no puedo hacer nada más.

—Pues déjalo que se muera.

—Figlio di puttana!—masculló Claudio.

Rasheed le miró fijamente y dijo:

—No he entendido lo que me has dicho pero no me ha parecido nada agradable. Quiero advertirte que mi informe sobre ti puede ser determinante para que el hospital te elija como residente el próximo año.

Tras eso, se dio la vuelta y se marchó. Claudio le hizo un corte de manga. No sólo no le había resuelto el problema sino que le había amenazado. Le habría gustado que Ken estuviese allí con él.

Capítulo 21

Ken cogió el libro sobre Leonardo y lo abrió. A modo de introducción había una frase del escritor ruso Dimitri Merzhkovsky: «Leonardo fue un hombre que se despertó demasiado temprano, en la oscuridad, mientras todos los demás todavía dormían».

El libro reproducía casi todas las láminas del otro libro, aunque a un tamaño reducido y no con tanta calidad como la edición facsímil. Pero además había un texto explicativo de cada lámina, traduciendo las anotaciones que Leonardo había escrito en el dibujo original. Era una obra soberbia, editada por W. B. Saunders & Co., una conocida y prestigiosa editorial de libros médicos.

El texto introductorio explicaba cómo Leonardo había llegado a dibujar aquellas láminas. Hombre avanzado a su tiempo, quiso explorar las interioridades del cuerpo humano realizando disecciones anatómicas, más de cuarenta años antes de que Vesalio, el padre de la anatomía, publicase su obra
De humani corporis fábrica.

Pero Leonardo, como la mayoría de los artistas de su época, vivía del mecenazgo y, cuando se trasladó a Roma, continuó sus estudios anatómicos en el hospital del Espiritu Santo bajo el patronazgo de Giuliano de Médicis, hermano del papa León X. Leonardo no sólo se limitaba a estudiar la anatomía. Paralelamente, hizo dibujos sobre física, botánica, hidráulica, mecánica y cartografía. Sus trabajos sobre óptica despertaron la envidia de un fabricante de espejos de origen alemán, quien comenzó a hacer circular rumores sobre las disecciones de Leonardo y algunos actos sacrílegos relacionados con éstas. El Papa le prohibió que volviese al hospital y Leonardo abandonó para siempre los estudios anatómicos.

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