Los cuadros del anatomista (12 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Eloïse era la enfermera a cargo del caso.

—Eloïse, prepara para una punción subclavia, como antes.

—Sí, doctor Philbin.

Ambos médicos se pusieron guantes estériles y, tras inyectar anestesia local, Claudio cogió una jeringa y una aguja larga. Ken puso las manos sobre las de Claudio y puncionaron la piel por debajo de la clavícula. Ken guiaba a Claudio. Pasaron por debajo del hueso y se dirigieron hacia la línea media del cuerpo, con la angulación suficiente para no dañar aquellas estructuras que había mencionado el profesor Lambert. De pronto, la jeringa se llenó de sangre oscura.

—Aquí la tienes. Ahora sólo necesitas pasar un catéter a través de la aguja y ya estará.

Claudio estaba exultante. Era más fácil de lo que creía.

Ken leyó sus pensamientos.

—No creas que siempre es tan fácil. Cuando le pierdes el respeto es cuando comienzan las complicaciones. Ahora, explora al paciente.

—¿Explora?

—Sí, explora. Mírale, tócale, percútele y auscúltale. ¿No os enseñaron esto en la universidad?

Claudio miró al paciente. Era evidente que, a pesar del color de la piel, se podía percibir una coloración diferente entre la parte superior y la inferior del cuerpo. Los labios estaban ligeramente azulados. Lo tocó.

—Está frío —dijo.

—¿Y el pulso? —le preguntó Ken.

Claudio se lo tomó.

—Es débil.

—LeRoy, respira hondo —ordenó Ken.

El muchacho tomó aire.

—El pulso desaparece —dijo Claudio.

—Eloïse, tómele la presión arterial y la presión venosa central.

Eloïse obedeció.

—Presión arterial, ochenta, sesenta. Presión venosa, veintidós.

Ken asintió.

—Claudio, ya tienes el diagnóstico. Este chico está desarrollando un taponamiento cardiaco.

—¿Cómo lo sabes?

—Está frío, tiene una ingurgitación venosa de la parle superior del cuerpo, la presión arterial pinzada, el pulso desaparece en la inspiración, se llama pulso paradójico, ¿sabes? Y tiene la presión venosa central por las nubes. Es un caso de libro. Vamos a hacerle una radiografía de tórax. Si tiene la silueta cardiaca agrandada habrá que operarle.

Apenas había dicho esto, LeRoy puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento.

—Rápido, vamos a abrirle —dijo Ken.

—¿Aquí?

—Sí, aquí. Si no lo hacemos, este chico se nos muere. —Ken intubó al paciente con habilidad y lo conectó a un respirador portátil—. Necesitamos que su sangre esté oxigenada al máximo.

Se puso unos guantes estériles, cogió un bisturí y, con un corte amplio y decidido, le abrió el pecho por el lado izquierdo, justo al nivel de donde estaba la herida. El pulmón asomó por la incisión, impidiendo la visión del campo operatorio.

—Claudio, baja la presión del respirador y ponte unos guantes. Necesito ayuda. —Claudio no había visto nunca un tórax abierto—. Sepárame el pulmón, necesito llegar al pericardio.

El italiano obedeció, intentando dominar aquel órgano que se hinchaba y deshinchaba al ritmo del respirador.

En el fondo de la incisión, Ken encontró lo que buscaba. Una bolsa tensa, inmóvil, de color azulado.

—Ya lo tengo. Pásame el bisturí.

Ken incidió la bolsa, un pericardio repleto de sangre que atrapaba al corazón sin permitir su llenado.

—Aspirador —ordenó.

Más de medio litro de sangre llenó el frasco del aspirador.

Ken abrió más el pericardio. Dentro de él, un corazón vacío se contraía frenéticamente.

—Pasadle una transfusión. Este corazón necesita sangre que bombear.

Claudio estaba atónito. A pesar de todo lo que le habían explicado y lo que había aprendido sobre el corazón, no podía imaginarse que fuese así. La punta del corazón presentaba una herida que apenas sangraba. Era la causante de todo el desaguisado.

—A pesar de que no sangra, hay que cerrar esta herida —dijo Ken—. Derne una seda de cuatro ceros.

Eloïse y miss Mullins, convertidas en instrumentistas improvisadas, le tendieron la sutura con un portaagujas. Ken aplicó un solo punto a la herida y la anudó.

—Hay que tener mucho cuidado al suturar el corazón. Si anudas demasiado fuerte se pueden desgarrar las fibras y puedes convertir algo terriblemente sencillo en algo sencillamente terrible.

Ken se rió por lo bajo de su propia ocurrencia. Sus asistentes estaban inmóviles, como hipnotizados por todo lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué presión tenemos?

—Ciento cinco sobre setenta —dijo Eloïse.

—¿Y la presión venosa?

Eloïse la comprobó dos veces.

—No lo entiendo. Marca sólo doce.

—Claro. Antes estaba anormalmente alta por el taponamiento pero, una vez resuelto, vuelve a valores normales.

La descoloración de la parte superior del cuerpo había desaparecido. Ante el desconcierto de su equipo, Ken explicó:

—Habéis asistido a un caso típico de taponamiento cardiaco y a su tratamiento, un tanto precipitado y sangriento, pero no había otro remedio. El cuchillo ha penetrado en el tórax, ha lacerado la punta del corazón, que ha comenzado a sangrar. La sangre se ha ido acumulando en el pericardio, que es el saco que envuelve el corazón. La herida en éste era tan pequeña que no permitía la salida de sangre. Al acumularse la sangre en el pericardio, el corazón se comprime. Es como si lo apretasen con un puño. Al corazón le cuesta vaciarse, pero, sobre todo, llenarse. Por eso la sangre que vuelve al corazón, la sangre venosa, se acumula, especialmente en la parte superior del cuerpo. De ahí la coloración azulada de los labios y la presión venosa muy elevada. A veces, la presión dentro del pericardio sube tanto que llega a detener la hemorragia, como en este caso. Pero el chico había perdido ya demasiada sangre y su corazón dejó de bombear, lo que le hizo perder el conocimiento. Una cosa imprescindible es oxigenar al paciente. Por eso lo he intubado. De poco sirve arreglar el problema si la sangre que el corazón bombea no lleva oxígeno. En tres minutos habría quedado con un daño cerebral irreversible. Desde el punto de vista circulatorio, lo único que lo podía salvar era vaciarle el pericardio. Se puede hacer con una aguja y una jeringa, pero se tarda demasiado. En este caso, la única solución era abrirle el tórax. —Hizo una pausa—. Y ahora —continuó— llamad al doctor Ahmad y decidle que le mandamos un paciente con el tórax abierto. Una vez resuelto el problema agudo, lo mejor es terminar la operación en un quirófano, como Dios manda.

En aquella habitación había dos personas cuya admiración por Ken se había multiplicado. A Claudio todavía le temblaban las piernas después de la experiencia vivida. Sin dudarlo y basado solamente en un diagnóstico clínico —ni siquiera había tenido tiempo de hacer una radiografía—, Ken había abierto el pecho de aquel joven, le había vaciado el pericardio y le había suturado el corazón. Menudo pedazo de cirujano.

Por su lado, Eloïse estaba admirada. Nunca había presenciado nada semejante. En una mañana, el doctor Philbin había puesto en evidencia a todo un catedrático y salvado a aquel joven, en riesgo de morir por una simple pelota de béisbol.

Capítulo 16

Los lunes por la noche daban por televisión un programa que estaba arrasando en todo el país, el
Rowan and Martin's Laugh-In.
Se trataba de un
show
rompedor, imaginativo, con
gags
continuos, rápidos, disparatados y, a menudo, irreverentes. Sus presentadores constituían la típica pareja de payaso listo-payaso tonto. Dan Rowan era el serio, circunspecto, que seguía las bromas del alocado Dick Martin. La serie contaba con invitados especiales, que eran zarandeados y ridiculizados por Martin, y una serie de jóvenes actores que interpretaban diversos personajes. Después de cada
sketch,
un actor caracterizado de soldado alemán con casco aparecía con un cigarrillo en la boca y declaraba con marcado acento germánico: «Verrry interrresting». Destacaban una rubita jovencísima con cara de tonta, llamada Goldie Hawn, quien aparecía en bikini con frases ocurrentes pintadas sobre su cuerpo, y una actriz, Judy Carne, quien decía: «¡Sacúdeme!», e indefectiblemente era sacudida de alguna forma, ya fuese con un pastel en la cara o con un cubo de agua sobre su cuerpo. Era uno de los momentos estelares del programa. El público quería saber de qué forma iba a ser sacudida Judy cada semana.

Jack Drummond sacó del horno una bandeja de comida mexicana precocinada —dos enchiladas, arroz y frijoles— y se sentó delante del televisor. El
Rowan and Martin's Laugh-In
era su programa favorito.

Jack Drummond estaba pasando una mala época. Siendo un prometedor cirujano en el
staff
del hospital de la Universidad George Washington, fue víctima de lo que eufemisticamente se llama «un lío de faldas».

Graduado en Medicina por la Universidad de Yale, y tras dos años en el ejército, había hecho toda su residencia en cirugía en el hospital universitario George Washington. De esto hacía cinco años. Su propio hospital le contrató como instructor en cirugía, el primer peldaño en la carrera de un cirujano académico. Dos años más tarde fue promocionado a profesor asistente y en los círculos universitarios se daba por sentado que, a la larga, sería ascendido a profesor asociado. Se había casado y comprado una casa en Bethesda, confiado en que su ascendente carrera le permitiría pagar la hipoteca que iba a gravar, prácticamente, el resto de su carrera profesional. Hasta que llegó el golpe más fuerte de su vida. Su esposa le había pescado
in fraganti
con otra mujer, con el agravante de que era una ex paciente del hospital. El escándalo rebasó los límites de lo estrictamente privado toda vez que su amante declaró en el juicio de divorcio que la relación había comenzado cuando ella todavía estaba ingresada. Su mujer se quedó con todo. Casa, muebles y coche, dejando para Jack el pago de la hipoteca y el de una considerable pensión. Allí acabó su prometedora carrera. Los órganos regentes de la universidad dejaron de promocionarle y lo relegaron a un puesto de mero tutor de residentes, con poco margen de maniobra en cuanto a introducir innovaciones en el estricto y caduco programa de formación. Y así llevaba casi tres años, con sombrías expectativas de futuro. Se había vuelto huraño y se había dejado crecer el pelo al estilo
hippy,
como muchos de los estudiantes que entraban en la universidad. Era el signo de los tiempos, aunque no era bien visto por los médicos de mayor edad. De hecho, causó un problema en los quirófanos. Los cirujanos
seniors
se negaban a aceptar que aquellos melenudos entrasen en la sala de operaciones con el pelo suelto, y exigían que se lo recogiesen, cosa imposible con los gorros quirúrgicos convencionales. La industria de material quirúrgico reaccionó con presteza a la demanda y desarrolló un modelo de gorro, tipo capucha, que ocultaba todo el pelo, y la barba en caso de que la portasen. Una vez más, la función creaba el órgano y las empresas acudían allí donde hubiese un dólar que ganar. Jack era el único cirujano de plantilla que llevaba la capucha para operar. Desde su divorcio vivía en un apartamento en la calle 24, muy próximo al hospital. Era un apartamento pequeño, de los llamados
eficientes,
pues en un solo espacio se encontraban el salón comedor, una pequeña cocina y el dormitorio. La privacidad de éste se conseguía por medio de unas cortinas montadas en rieles a veinte centímetros del techo. El paso del salón al dormitorio se hacía a través de un marco cuadrado de hierro, cuyos ángulos estaban soldados a un círculo exterior del mismo material. La conjunción de rectas y curvas le daba un diseño muy atractivo. No era la casa de Bethesda, pero én cualquier caso era lo único que Jack podía permitirse pagar.

«¡Maldito polvo!», se repetía cada vez que recordaba su infidelidad.

En aquel momento, el
show
estaba en su apogeo. Goldie Hawn aparecía en bikini. Sobre su cuerpo se leía: «Confucio era un bocazas» y «La política crea extraños vicepresidentes». A continuación, un individuo con una gabardina, montado en un triciclo, emprendía la ascensión de una colina. Antes de llegar arriba, se paraba extenuado y el triciclo, con el individuo encima, se deslizaba hacia atrás, colina abajo. El proceso se repetía en varias ocasiones.

Sonó el timbre de la puerta. Jack se levantó. ¿Quién podría ser a esas horas? Miró por la mirilla y emitió un gruñido de desaprobación. Aquel tipo no le había creado más que problemas. Abrió la puerta.

—¿Qué quieres? —dijo.

Lo último que vio el ojo derecho de Jack fue un objeto punzante que se dirigía hacia él y lo atravesaba.

Bramó de dolor. Se llevó las manos al ojo instintivamente y a continuación, como consecuencia de un estímulo vegetativo, comenzó a vomitar. Restos de frijoles y enchilada se esparcieron por el parqué.

El recién llegado se colocó por detrás de Jack y comenzó a estrangularle con un bramante. Jack apenas podía respirar, y aún menos chillar. El dolor en el ojo era brutal, y el vómito le provocaba unos espasmos intensísimos. Atragantado por un resto de comida, comenzó a toser. Ambos, tos y vómito, creaban una sensación desgarradora en su interior. La falta de oxígeno le comenzó a sumir en una somnolencia, aunque no lo suficientemente profunda como para no colegir que estaba a punto de morir.

Y no se equivocó. A pesar de intentar zafarse de su agresor, su resistencia se hizo cada vez más débil hasta que cesó por completo. El visitante lo dejó caer cuando vio que estaba muerto. Se puso unos guantes quirúrgicos y sacó una caja metálica con instrumental quirúrgico, montando una hoja en el mango del bisturí. Con destreza, hizo una incisión a nivel de la articulación de la muñeca izquierda. Seccionó los tendones extensores y separó limpiamente los huesos del carpo de su unión con el radio y el cubito. Finalmente, seccionó los tendones flexores, así como los vasos y nervios, hasta completar la amputación de la mano. Miró la superficie seccionada. Los cuatro huesos de la primera fila del carpo afloraban entre la masa muscular seccionada como cuatros canicas blancas.

A continuación, el intruso se dirigió a la cocina, abrió un cajón y extrajo una cucharilla de postre. Volvió de nuevo al lado de su víctima y le abrió el párpado derecho. La visión era horrible. El globo ocular estaba totalmente reventado por el punzón que lo había atravesado. Introdujo la cucharilla por encima del globo y con gran habilidad la deslizó hacia la parte posterior. Tomando el borde de la órbita como punto de apoyo, hizo fuerza hacia atrás con la intención de enuclearlo, pero el nervio óptico fijaba el globo dentro de su cuenca. Tomó unas tijeras curvas de su caja de instrumental y las insinuó por detrás del ojo. A base de cortes precisos, seccionó los músculos rotadores del ojo y el nervio óptico. Libre de ataduras, el globo ocular salió de la órbita. Mano y ojo fueron depositados encima de una mesita.

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