Los cuadros del anatomista (23 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

—En serio, Sandra. ¿Quieres un combinado?

—¿Me pueden hacer un
Mai tai?
—dijo ésta dirigiéndose al maître.

—Naturalmente.

Esta vez fue Ken quien preguntó:

—¿Qué es un
Mai tai?

—Un cóctel a base de ron blanco y ron negro, licor de naranja, zumos de frutas y un chorrito de granadina.

—Suena fantástico —dijo Claudio.

—Demasiado fuerte para mí —opinó Eloïse—. Tráigame un zumo de tomate.

Los tres se lanzaron sobre ella.

—Vamos, Eloïse. Ésta es una noche especial. ¿Cómo vas a tomarte un zumo de tomate? —dijo Claudio. Y volviéndose al maître le sugirió—: A ver si anima un poco ese zumo de tomate.

—De acuerdo, le serviré un
Bloody Mary.
¿Y usted? —preguntó mirando a Ken.

—Tráigame un Martini con vodka. Agitado, no revuelto —dijo, remedando a James Bond.

Tras ordenar las bebidas se aprestaron a leer la carta. El plato estrella era el Chateaubriand, un enorme pedazo de filete de buey hecho al horno, acompañado de patatas, verduras y salsa bearnesa. Debido a su tamaño se debía compartir entre dos personas y se servía sobre una tabla de madera, ya cortado en rodajas.

—¿Qué os parece si pedimos dos Chateaubriands? —sugirió Claudio.

—Gran idea. Y antes podríamos pedir unas ensaladas César. ¿Os va bien, chicas? —preguntó Ken.

Ambas asintieron.

Al poco de haber pedido, llegaron las bebidas. Claudio propuso un brindis.

—Quiero brindar por mi futuro. Hoy el doctor Nichols me ha comunicado que el hospital me ha elegido como residente para los próximos cuatro años.

Las dos enfermeras estallaron en un grito de alegría y felicitaron a Claudio mientras Ken le decía por lo bajo:

—Qué callado te lo tenías.

—No lo he sabido hasta esta mañana —contestó Claudio.

Los vasos chocaron con la copa de Ken. Volvieron a brindar por la oportunidad de haber podido reunirse para cenar.

—Parece imposible que estemos todos aquí, relajados y pasándolo bien después de las veces que lo hemos pasado tan mal en Urgencias —dijo Claudio.

—Deberíamos haber invitado a miss Mullins —bromeó Ken.

—¡No, por Dios! —exclamó Sandra.

—Sandra, miss Mullins es una enfermera extraordinaria, que lleva muchos años haciendo su trabajo, que lo hace bien, que sabe mucho y que te puede enseñar mucho. No la infravalores.

—Pero es evidente que no le caigo bien.

—Si llevases un uniforme no tan ajustado y ropa interior más discreta, sería mucho más amable contigo.

Sandra se sonrojó y Ken sonrió. Las tensiones entre una enfermera
sexy
y su superiora eran tan antiguas como la profesión de enfermería.

Cuatro enormes platos de ensalada César, con los trocitos de pollo aún humeantes, llenaron la mesa.

—¿Desean vino para acompañar su cena? —ofreció el maître.

—Tráigame la carta de vinos —ordenó Claudio.

La bodega del Babylon estaba muy bien dotada. Había vinos franceses, alemanes, italianos e incluso un tinto de Rioja español. Los caldos americanos brillaban por su ausencia.

—Es increíble que un país tan grande y con un clima tan variado no produzca buenos vinos —observó.

—En California están comenzando a producir vinos excelentes. Estoy seguro de que en diez o quince años no tendrán nada que envidiar a los vinos europeos —replicó Ken.

Claudio se lo quedó mirando con sorna. Volviéndose al maître, le pidió una botella de Chianti Rufino.

—Os gustará, ya veréis —prometió.

Cuando llegó la botella, ambas enfermeras comenzaron a aplaudir.

—Es maravillosa. ¡Qué bonita!

Ken tuvo que reconocer por enésima vez que aquel italiano sabía lo que hacía. La elección no podía haber sido mejor. Casi toda la superficie de la botella estaba cubierta por rafia, confiriéndole un aspecto de garrafa.

—Esto es sólo el envoltorio. Esperad a que probéis el vino.

Al descorcharla, el camarero hizo ademán de servir el vino a las damas. Claudio le detuvo.

—Quiero probarlo antes —dijo.

El camarero le sirvió una pequeña cantidad que Claudio olió, bebió y paladeó.

—Muy bueno. Ya puede servirlo.

Sandra estaba subyugada por las formas de aquel médico. Apuesto, bien vestido, culto. Lo tenía todo.

Tras las ensaladas hicieron su aparición los Chateaubriands. Cortados en rodajas, cocidos por fuera y un punto crudos por dentro, revelaban la maestría de quien los había cocinado. Instintivamente, Claudio se dispuso a compartirlo con Sandra. Ken le sirvió dos rodajas a Eloïse.

—¿Quieres salsa?

—Un poco, gracias. Yo tomaré, como máximo, un pedazo más.

A Ken le iba bien la frugalidad de Eloïse. Estaba muerto de hambre. A medida que la noche iba avanzando, se daba cuenta de que estaba incómoda. No sabía si era por la presencia arrobadora de Sandra, por el regusto de su fracasada barbacoa o por algún otro motivo que se le escapaba, pero era evidente que Eloïse no se lo estaba pasando tan bien como su compañera. Decidió que debía intentar que la situación diese un giro.

—¿Te queda hambre para el postre? —le preguntó.

—Depende del postre —contestó Eloïse sonriendo.

—Claudio, ¿qué nos recomiendas?

—Me imagino que estaréis llenos, pero yo no dejaría pasar la ocasión de probar el
tiramisú.

—¿Qué es?

—Un delicioso postre italiano. Quien lo prueba no lo olvida en su vida.

—¿Y engorda? —preguntó Sandra.

—¿Que si engorda, dices? Tiene unas mil calorías por cucharada.

—Pero ¿de qué está hecho? —preguntó Eloïse.

—De bizcochos empapados en café y brandy o vino de Marsala, queso mascarpone y huevos, todo ello espolvoreado con cacao.

—Suena maravilloso. Yo quiero uno —dijo Sandra.

—Y yo —replicó Eloïse.

—¿Y tú, Ken?

—No sé si me atrae un postre con un nombre tan raro.

—¿Raro? ¿Sabes lo que significa
tiramisú?

—No.

—En italiano significa «levántame» porque este bendito plato lo consumían las cortesanas de Venecia cuando necesitaban algo que las fortaleciera entre sus encuentros amorosos.

—¡Oh! Todavía me apetece más —dijo Sandra con voz seductora.

Eloïse bajó los ojos como si se avergonzara de su desparpajo.

El festín terminó con cuatro raciones de
tiramisú
regadas con el resto de la botella de Chianti. El dueño se les acercó, obsequioso.

—¿Han cenado bien? —preguntó.

—Magnífica cena. Tan sólo me falta un buen café —dijo Claudio.

—Tenemos café
espresso.

—¿Que tienen café
espresso?
Bendito lugar. Por fin he encontrado un sitio donde poder tomar buen café.

—¿Ustedes quieren también café
espresso?
—preguntó el dueño al resto del grupo.

—No, gracias. Tomaré un café normal —dijo Ken.

—Yo también —indicó Eloïse.

—Yo tomaré un
espresso
—apuntó Sandra—. Necesito algo que me mantenga despejada. El
Mai tai
estaba más fuerte de lo que esperaba.

—Muy bien. Sobre todo no se vayan. Ahora comienza el espectáculo.

Apenas acabados los cafés, un foco iluminó la pista de baile y apareció la
belly dancer.
Era una morena de cuerpo escultural que se cubría el rostro con un velo. Vestía un sostén de pedrería y una falda de gasa a juego con el velo. En su brazo derecho llevaba una cinta ancha adornada con la misma pedrería que el sostén y en sus muñecas lucían multiples pulseras doradas. Comenzó a sonar una música oriental y la bailarina descubrió su rostro dejando ver unos ojos negros con largas pestañas. Era toda una belleza. Ken y Claudio se miraron en un gesto de aprobación. La bailarina comenzó su danza, moviendo sus caderas rápidamente al son de la música y ondulando el vientre con movimientos sugerentes. Recorría toda la pista de lado a lado, lanzando miradas lascivas a los hombres. Los giros elevaban la falda descubriendo unas piernas fuertes y bien formadas. La música iba
in crescendo
mientras los movimientos de vientre y cadera aumentaban de velocidad. El busto, bien encorsetado, los seguía sumiso. El número acabó con la bailarina tendida en el suelo boca arriba con la espalda arqueada y las piernas abiertas en un claro signo de provocación sexual. La actuación arrancó una ovación entre los espectadores, sobre todo entre los varones. La artista se levantó y saludó, agradeciendo los aplausos. Inmediatamente volvió a sonar la música. Tras unos pasos de baile, la bailarina se dirigió directamente hacia la mesa donde se hallaba Claudio y, cogiéndole por la corbata, lo arrastró hasta el centro de la pista de baile. Sus compañeros de mesa soltaron la carcajada. La danzarina elevó los brazos y contoneó las caderas, invitando a Claudio a que la imitase. Éste elevó sus brazos e hizo un remedo de contoneo. Ella le recriminó con el dedo su mal arte e hizo girar sus caderas al son de la música. Con otro signo, conminó a Claudio a hacer lo propio. Este lo hizo todavía peor. La danzarina volvió a enfadarse y aumentó la dificultad del baile al añadir un movimiento reptante con el vientre. La imagen de Claudio intentando imitarla era patética. En la mesa, sus amigos se desternillaban de risa. Jocosamente contrariada, la bailarina castigó a su pareja, poniéndole de rodillas en medio de la pista, le pasó su velo por detrás de la cabeza y lo atrajo hacia sí con fuerza, encastrando la cara de Claudio en su abdomen. El público comenzó a aplaudir hasta que la música fue sustituida por el redoble de un tambor. La bailarina soltó a Claudio y comenzó a bailar frenéticamente delante de él. Flexionando las rodillas, fue bajando hasta que su busto quedó a la altura de la cara de Claudio. Entonces, se acercó y le restregó el sostén de pedrería por la cara entre los aplausos y risas del público. Claudio se puso en pie y fue despedido por la bailarina con un beso en la mejilla. Al llegar a su mesa le recibieron como un héroe.

—Claudio, si no sirves como cirujano ya sabes que te puedes ganar la vida bailando la danza del vientre —rió Ken.

—Has estado graciosísimo —añadió Sandra.

—Muy bien, Claudio —dijo escuetamente Eloïse.

Claudio siguió la broma.

—Esta mujer me ha hecho un
lifting
de la cara con sus pechos.

Sandra le pasó la mano por la cara.

—Está muy fina —dijo riendo.

El contacto de la mano de Sandra por su cara le aceleró el pulso. Estaba claro que estaba viviendo su noche y, si la cosa no se torcía, lo mejor estaba por llegar.

Terminado el espectáculo de la
belly dancer,
la pista se oscureció y comenzó a sonar una música suave.

—¿Bailamos? —invitó Claudio a Sandra.

Ésta se levantó y se dirigió al centro de la pista, seguida por él. Sandra le rodeó el cuello con sus brazos y comenzaron a bailar muy juntos. Ken y Eloïse los miraban de lejos.

—¡Qué buena pareja hacen! —comentó Eloïse.

—Sí. Claudio está loco por Sandra —contestó Ken.

—Pues a Sandra le gusta mucho Claudio, o sea que lo tiene fácil.

—No debería revelar sus planes, pero Claudio está seguro de que esta noche conquistará a Sandra.

—¿Qué quieres decir con que la conquistará?

—Me imagino que Claudio se refería a una conquista lo más carnal posible.

—Me parece que este italiano va muy deprisa. ¡Si es la primera vez que salen!

—Eso no tiene nada que ver. No han podido salir antes juntos pero creo que esta noche ambos lo están deseando.

—No sé, no sé —concluyó Eloïse.

—¿Quieres que bailemos? —le sugirió Ken.

—Bueno —contestó Eloïse encogiéndose de hombros.

Decididamente, a Eloïse le pasaba algo, pensó Ken. Nada mejor que la intimidad de un baile lento para averiguarlo.

Eloïse puso su mano derecha en la espalda de Ken y le ofreció su mano izquierda para comenzar a bailar. Con sus brazos tensos mantenía una distancia que Ken no intentó acortar por el momento. Inició la conversación.

—¿Cómo te lo estás pasando?

—Bien —respondió Eloïse.

—Pues no pareces muy feliz esta noche.

—No estoy de humor.

—Pero ¿por qué? Creía que te hacía ilusión salir esta noche.

—Y me la hacía. Pero ayer tuve una discusión horrible con mi hermano que me ha amargado el día y también la noche.

Ken maldijo de nuevo a aquel imbécil.

—Cuéntame.

—Se me ocurrió comentarle que esta noche salía contigo y empezó a decir cosas horribles sobre los hombres en general y sobre ti en particular.

—Vaya. ¿Y qué más?

—Poco más. Es excesivamente protector conmigo y vigila mucho con quién salgo. Y como el otro día en la barbacoa no llegasteis a congeniar, te ve como un enemigo. Me llegó a prohibir que saliese hoy.

—¿No le has dicho que eres mayor de edad y estamos en un país libre?

—No vale la pena discutir con él. Su mentalidad es muy distinta a la tuya.

—Y a pesar de todo, has salido.

—Tenía dos motivos importantes. El primero es que tenía que reafirmar mi propia libertad. Si no hubiese salido, mi hermano habría ganado y me tendría siempre en sus manos. No es la primera vez que me monta un numerito cuando salgo con un chico, pero yo no quiero que me controle de esta forma.

—¿Y el segundo?

—Quería salir contigo esta noche.

Ken la miró fijamente y notó cómo la tensión de sus brazos desaparecía.

—Ken, me gustas mucho —confesó.

El la atrajo hacia sí hasta que sus mejillas se tocaron. Súbitamente se dio cuenta de que a él también le gustaba Eloïse, pero se abstuvo de confesárselo.

Continuaron bailando en silencio, sus cuerpos apretados. La música no podía ser más romántica.

Strangers in the night,

exchanging glances.

Wondering in the night

what were the chances

we'd he sharing love

before the night was through,

Cantaba Frank Sinatra. Eloïse y Ken se miraron y sonrieron.

En el otro extremo de la pista, Sandra continuaba prácticamente colgada del cuello de Claudio, mientras éste la atraía hacia sí, apretándole las nalgas.

Las dos parejas continuaron bailando a ritmo lento. Cuando se inició la música de rock, volvieron a la mesa.

—Sandra, ¿te apetece que bailemos un rock? —preguntó Claudio—. ¿O prefieres que continuemos la juerga en otro sitio?

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