Los cuclillos de Midwich (2 page)

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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

—Todo esto me parece más bien extraño —dije—. ¿Y si nos metiéramos a través de los campos para ver qué ocurre realmente?

—La actitud de ese policía era realmente extraña —admitió Janet—. Vamos —y abrió su portezuela.

Lo que hacía todo más sorprendente era el hecho de que, como era bien sabido de todo el mundo, nunca ocurría nada en Midwich.

Después de haber vivido allí durante más de un año, Janet y yo pensábamos que esa era precisamente su principal característica. A decir verdad, nadie se hubiera sorprendido si hubiera encontrado a la entrada del pueblo una señal de tráfico en forma de triángulo y en su interior el aviso:

MIDWICH

NO MOLESTEN

¿Y por qué, entre mil otros pueblos, se había tenido que elegir Midwich para servir de teatro a los curiosos acontecimientos que se produjeron el 26 de septiembre? Este es un misterio que creo que nunca será resuelto.

Vean si no la sencilla placidez del lugar:

Midwich está situado a una docena de kilómetros al oeste-noroeste de Trayne. La carretera principal que discurre por el oeste de Trayne atraviesa los cercanos pueblecitos de Stouch y de Oppley. De cada uno de estos dos pueblos parte una carretera secundaria que lleva hasta Midwich, el cual, en consecuencia, se halla en el vértice superior de un triángulo de carreteras con Oppley y Stouch en los dos extremos inferiores; la tercera carretera es más bien un camino chestertoniano que conduce hasta Hickham, a unos cinco kilómetros al norte.

En el centro de Midwich hay un parque triangular cubierto de césped, rodeado por cinco elegantes olmos y con un estanque en su centro protegido por una barandilla blanca. En un ángulo del césped, al lado de la iglesia, se eleva el monumento a los caídos, y alrededor del parque se hallan la propia iglesia, el presbiterio, el albergue, la herrería, la oficina de correos, el almacén de la señora Welt y algunas casitas bajas. En total, el pueblo comprende unas sesenta casas y chalets, más dos edificios públicos, Kiye Manor y la Granja.

La iglesia es del siglo XV, pero la puerta oeste y la fachada son de estilo normando. El presbiterio es gregoriano; la Granja victoriana; Kyle Manor es originariamente Tudor, aunque enriquecido con el añadido de otros estilos distintos. Las casas participan de todas las arquitecturas florecientes entre las dos Elisabeth. Si bien los dos edificios de la municipalidad son recientes, los laboratorios que fueron añadidos a la Granja, cuando el ministerio la compró para la investigación, aún lo son más.

La historia nunca ha mencionado Midwich. Su situación geográfica no ha permitido nunca la existencia de un mercado; ni siquiera se halla en el camino de una ruta importante. Su nacimiento ha quedado en el misterio; el primer catastro lo cita como una simple aldea, lo cual en el fondo aún sigue siendo hoy, ya que el ferrocarril lo ha ignorado tanto como en su tiempo lo ignoraron las grandes rutas e incluso los canales de navegación.

El suelo sobre el que se levanta, por lo que se sabe, no contiene ningún mineral de valor; ninguna mirada oficial ha descubierto por los alrededores el menor lugar susceptible de ser transformado en aeródromo civil o militar, ni siquiera en terreno de maniobras. La transformación del edificio de la Granja, ordenada por el Ministerio, no había cambiado en absoluto las costumbres del pueblo. Midwich vivía, o mejor había vivido y dormitado en su terruño, en una arcadiana humildad, durante un millar de años; y, hasta última hora de la noche del 26 de septiembre, parecía que iba a continuar la misma vida a lo largo del próximo milenio.

De lo dicho, sin embargo, no hay que sacar la conclusión de que Midwich se halla apartado por completo de la historia. Ha tenido también sus momentos estelares. En 1931 fue el centro de una epidemia de fiebre aftosa cuyo origen jamás llegó a ser aclarado. Y, en 1936, un zeppelin extraviado dejó caer en un campo recién arado una bomba que, afortunadamente, no llegó a estallar. Y, mucho antes de esto, Ned el Negro, un bandido de segunda categoría, fue muerto a la entrada del albergue de la Hoz y la Piedra por la Dulce Pally Parker, y aunque esta obra justiciera parece que fue debida más bien a motivos personales que a sociales, la dama en cuestión fue grandemente alabada en las baladas de 1768.

Y hubo también el cierre de la abadía de San Accius y la dispersión de sus monjes. Las razones de este hecho, que causó sensación en 1493, excitaron intermitentemente la curiosidad local.

Los otros hechos importantes son la transformación de la iglesia en cuadra para los caballos de Cromwell, y una visita de William Wordsworbh que se inspiró en las ruinas de la abadía para la reproducción de uno de sus sonetos más banalmente publicitarios.

Con esas pocas excepciones, las corrientes del tiempo parecen haberse deslizado sobre Midwich sin dejar la menor huella.

Sus propios habitantes —salvo quizá algunos jóvenes en su breve período de inquietud prematrimonial— no querrían que fuera de otro modo. Y lo cierto es que, a excepción del vicario y su mujer, los Zellaby de Kyle Manor, el doctor, la enfermera, nosotros mismos, y evidentemente los investigadores de la Granja, la mayor parte de los habitantes de Midwich habían vivido allí desde hace muchas generaciones en una tal tranquilidad que habían llegado a creer que esta tranquilidad es su derecho inalienable.

Ninguna señal premonitoria apareció, según parece, aquel día 26 de septiembre. Es cierto que la mujer del herrero, la señora Brant, según pretendió más tarde, había sentido una cierta desazón a la vista de nueve cornejas en un campo, y que la señorita Ogle, la empleada de correos, había-soñado la noche anterior en vampiros gigantes. Pero los presagios de la señora Brant y las pesadillas de la señorita Ogle son tan frecuentes que hay que deplorar el que su valor premonitorio se vea completamente invalidado.

Hasta bien entrada la noche, nada de lo ocurrido aquel lunes en Midwiah podía hacer pensar que fuera un día distinto a cualquier otro. De hecho, el pueblo se parecía absolutamente al que era cuando Janet y yo partimos hacia Londres. Y sin embargo, el martes 27...

Tras dejar el coche escalamos una valla para entrar en un campo de rastrojos. Lo atravesamos, pasamos a otro y luego giramos a la izquierda, ascendiendo ligeramente. Era un campo grande, con un espeso seto a su final, de tal modo que tuvimos que desviarnos más a la izquierda para encontrar un lugar desde donde pudiéramos franquearlo. Después de haber atravesado la mitad del pasto que había al otro lado del campo, nos hallamos en la cima de una colina desde donde podíamos ver Midwich, aunque no pudiéramos distinguir los detalles, tan solo algunas perezosas columnas de humo gris y el campanario emergiendo por entre los tejados. En medio del campo vecino cuatro o cinco vacas tendidas, aparentemente dormidas.

Aunque no soy campesino, el hecho de vivir en el no me hizo notar un hecho que no parecía en absoluto normal. He visto a menudo vacas echadas y rumiando, ¡pero nunca vacas echadas durmiendo profundamente! Luego he pensado a menudo en ello, pero en aquel momento el hecho me transmitió tan solo un vago sentimiento de irrealidad. Proseguimos. Saltamos la valla del campo donde se hallaban las vacas y empezamos a atravesarlo.

Una voz nos llamó desde lejos. Girándome, vi una silueta vestida de caqui en medio del campo vecino. El hombre gritó algo ininteligible, pero la forma como agitaba su bastón significaba sin la menor duda que debíamos retroceder. Me detuve.

—Ven, Richard —dijo Janet con impaciencia—. Está muy lejos —y echó a correr.

Vacilé, con los ojos aún fijos en aquella silueta que agitaba su bastón aún más enérgicamente y se esforzaba en gritar más fuerte sin por ello resultar más inteligible. Decidí seguir a Janet. Me había adelantado ya unos veinte pasos y entonces, justo en el momento en que iba a seguirla, tropezó, se derrumbó sin el menor ruido y quedó allí tendida, sin moverse en lo más mínimo.

Me detuve en seco involuntariamente. Si simplemente hubiera tropezado y caído al torcerse un tobillo, la hubiera alcanzado corriendo. Pero lo que acababa de suceder era tan repentino y absoluto que por mi mente pasó la estúpida idea de que alguien había disparado contra ella.

Mi vacilación duró tan solo un momento. Me puse de nuevo en marcha, vagamente consciente de la presencia del soldado, que no había dejado de gritar. No me preocupé más por él. Me apresuré hacia Janet...

Pero no llegué a alcanzarla.

Perdí tan completamente la consciencia que ni siquiera recuerdo haber visto el suelo subir hacia mí, ni haber sentido el menor choque.

C
APÍTULO II
T
ODO TRANQUILO EN
M
IDWICH

Como ya he dicho, todo era normal en Midwich el día 26. He examinado atentamente el asunto, y podría decir dónde pasó cada cual el día, y haciendo qué. Por ejemplo, en el albergue de la Hoz y la Piedra se hallaban reunidos los clientes habituales. Algunos de entre los más jóvenes de los habitantes habían ido al cine a Trayne, casi los mismos que habían ido ya el lunes anterior. En la oficina de correos, la señorita Ogle hacía calceta tras la centralita telefónica, pensando como de costumbre que una verdadera conversación era siempre más interesante que oír la radio. El señor Trapper, jardinero a destajo hasta el día en que había ganado una fabulosa fortuna a la lotería, estaba furioso con su televisor de color, cuyo circuito rojo se había decompuesto nuevamente, y lo maldecí; con un lenguaje que hacía huir a su mujer. Algunas luces permanecían aún encendidas en uno o dos de los nuevos laboratorios del anexo de la Granja, pero no había nada de raro en ello. Era frecuente que uno o dos investigadores prosiguieran sus misteriosas experiencias hasta la, altas horas de la noche.

Pero, aunque todo sea normal, incluso el día más anodino tiene algo de especial para alguien. Como ya he dicho, era mi cumpleaños, y por lo tanto nuestra casa estaba cerrada y sin luces. Y, en Kiye Manor, era precisamente el día en que la señorita Ferrelyn Zellaby hacía ver al señor Alan Hujghes, provisionalmente subteniente Hughes, que, según la tradición, se necesitaban más de dos personas para efectuar una promesa de matrimonio, lo cual trajo consigo la sugerencia de un tranquilo paseo hasta Kyle Manor a fin de incluir a su padre en la conversación.

Alan, tras vacilar un instante, se dejó persuadir de ir a casa de Gordon Zellaby a fin de ponerle al corriente de sus intenciones.

Encontró al dueño de Kyle Manor confortablemente sentado en un sillón, con los ojos cerrados y su cana cabeza apoyada en la orejera derecha del sillón, de tal modo que a primera vista parecía dormir, acunado por la excelente música que inundaba la estancia. De todos modos, sin hablar, sin abrir siquiera los ojos, disipó inmediatamente esta primera impresión señalando con su mano izquierda otro sillón, al tiempo que llevaba un dedo a sus labios reclamando silencio.

Alan se dirigió de puntillas hacia el sillón indicado, y se sentó. Siguió un intervalo, durante el cual todas las frases que había preparado y que bailaban en la punta de la lengua volvieron a caer a lo más profundo de su garganta. Durante los diez minutos que siguieron, se absorbió en la contemplación de la estancia.

De arriba a abajo, con excepción de la puerta por la que había entrado, una de las paredes estaba cubierta de libros. Libros también en las bibliotecas bajas, dispuestas a todo alrededor de la estancia, no dejando más intervalos que las ventanas, el tocadiscos y la chimenea, donde crepitaba un agradable aunque innecesario fuego. Una de las numerosas bibliotecas acristaladas estaba consagrada a las obras de Zellaby, en sus distintas ediciones y traducciones. Los estantes bajos de aquella biblioteca estaban vacíos, sin duda a la espera de futuras obras.

Encima de aquel mueble había un boceto a lápiz rojo de un hombre joven en quien se podía reconocer, aunque el boceto tuviera cuarenta años de antigüedad, a Gordon Zellaby. Sobre otra biblioteca, un vigoroso bronce daba la impresión de haber sido hecho por Epstein unos veinticinco años más tarde. Colgados aquí y allá había otros retratos firmados por otras tantas ilustres personalidades. El espacio encima y al lado de la chimenea estaba reservado a recuerdos más familiares. Con los retratos del padre de Gordon Zellaby, de su madre, de su hermano, de sus dos hermanas, estaban los de Ferrelyn y los de su madre (la señora Zellaby Número Uno).

Un retrato de Anthea (la Número Tres y actual Señora Gordon Zellaby) estaba colocado sobre el mueble más importante de la estancia, hacia el cual se dirigía irresistiblemente la mirada: el enorme escritorio recubierto de cuero en el que Gordon Zellaby trabajaba en sus obras.

Pensando en estas obras, Alan se preguntaba si no hubiera debido elegir un momento más propicio, ya que una nueva obra estaba en gestación... o al menos esto es lo que daba a entender el ensimismamiento de Zellaby.

—Siempre ocurre así en esos momentos —le había explicado Ferrelyn—. Parece cosa si una parte de sí mismo huyera, se marcha de casa dando largas zancadas y uno no sabe dónde va hasta que telefonea desde cualquier lado para que acudan a buscarle, y cosas así. Es algo fastidioso mientras dura, pero todo vuelve a sus cauces en el momento en que empieza a escribir el libro. Cuando entra en este estado debemos estar al cuidado, vigilar que tome sus comidas...

El conjunto de la estancia, con sus confortables sillones, sus estudiadas luces y sus mullidas alfombras sorprendió a Alan, que vio en ello como la expresión práctica de la ideas de su dueño sobre el equilibrio de la vida. Recordó que, en
Mientras Existimos
, la única de sus obra que había leído hasta entonces, Zellaby trataba del ascetismo y de la prodigalidad, los cuales, afirmaba, probaban tanto el uno como el otro la misma inadaptación. Un libro interesante pero pesimista; Alan no creía que el autor le hubiera concedido suficiente importancia al hecho que la nueva generación era más dinámica y más clarividente que aquella que la había precedido..

La música terminó con una prolongada nota. Zebally cortó el aparato a través de un mando fijado al brazo de su sillón. Abrió los ojos y miró a Alan.

—Espero que esté usted de acuerdo —dijo, como disculpándose—. Tengo la impresión de que, cuando Bach ha comenzado, hay que permitirle terminar. Por otro lado —añadió, mirando al tocadiscos—, aún no hemos adoptado una actitud precisa hacia esas innovaciones tecnológicas. ¿El arte del músico es aquí menos digno únicamente porque no vemos a los intérpretes? ¿Qué actitud debemos adoptar? ¿Debo adaptarme yo a su opinión, o usted a la mía, o debemos admirar ambos al genio? ¿Incluso trasmitido por medios mecánicos? Nadie sabrá decírnoslo. Nunca lo sabremos. Me parece que no poseemos aún el arte de incorporar armoniosamente los nuevos inventos a nuestras vidas ordinarias, ¿no cree? El universo de las reglas de etiqueta se derrumbó a finales del siglo pasado. Ningún manual de educación nos ha enseñado el uso de todo lo que ha sido inventado después. Ni siquiera unas reglas que un individualista pudiera transgredir, lo cual de hecho constituye otra afrenta a la libertad. Es una lástima, ¿no cree?

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