Las flores resecas, ocultas durante más de cien años, empezaron a transparentarse.
También lo hizo el pergamino enrollado. Lo ataba una cinta que alguna vez había sido violeta, y ahora era gris azulada, casi del color intemporal del polvo.
Y, finalmente, apareció después el modesto féretro metálico, oculto tantos años en el interior del muro, como una barca varada en la oquedad de un malecón del Adriático.
Cuando Giovanni Conti volvió en sí, ya clareaba.
Su cuerpo estaba aturdido, pero no su entendimiento. Conservaba claros recuerdos de cuanto había visto en el profundo trasmundo del sueño.
La claridad de la mañana se deslizaba ya entre los espejos venecianos. No había en ellos otra luz que la del día, dócilmente reflejada. Por lo demás, estaban mudos, apagados, como tantos otros. Quizá iban a estar ya siempre así. No importaba. Giovanni ya sabía la verdad. Tan sólo le restaba comprobarla.
Fue en busca de una de las barras de afianzamiento de los ventanales. Era lo que mejor podía servir a su propósito.
Volvió ante el espejo de las máscaras. Su revestimiento de azogue estaba intacto. Pero él lo había visto licuarse y sabía que el cristal era en realidad una lápida.
De no ser por lo que había visto en el sueño, nunca se hubiera atrevido a hacer lo que hizo.
El primer golpe, demasiado cauto, no llegó ni a resquebrajar el espejo. En el segundo puso más fuerza. Sabía que estaba cumpliendo la voluntad de Beatrice. La enorme luna empezaba a quebrarse. Asestó entonces un tercer golpe: el definitivo.
La parte central del espejo cedió y se vino abajo, convertido en destellantes fragmentos.
En el hueco posterior aparecieron las flores secas. Vibraron unos momentos bajo su mirada antes de disgregarse en polvo ceniciento. El pergamino enrollado, idéntico a como lo había visto en el sueño, quedó al alcance de su mano. La misma cinta gris azulada lo ceñía en un abrazo. En su ávido afán por cogerlo, se cortó el dorso de la mano con una arista del espejo, aún no desprendida. Pero apenas sintió la incisión. No le dio importancia hasta que, al empezar a leer el pergamino, vio caer en él gotas de su sangre. Pensó que de aquel modo sería aún más íntima la comunicación que le esperaba.
La tinta desvaída del documento había resistido mal el paso del tiempo. Pero aún pudo leerlo, no sin temblor en las manos, acercándose a la claridad que entraba por galerías y ventanales.
Era el singular testamento de Beatrice Balzani.
Es mi última voluntad que nada de esto sea conocido hasta que pasen los siglos. Las señales de mi cuerpo me dicen que no voy a estar mucho tiempo más entre los vivos. Sé que mi existencia acabará en breve plazo. Es ya, pues, hora de declarar mis disposiciones finales.
Me encuentro en la extrema miseria. Con mi muerte parecería que la maldición del astrólogo se había cumplido en todos sus detalles. Me anunció, como última de los Balzani, un sepelio al que sólo asistirían, además del sepulturero, los perros vagabundos.
No será así. A los ojos del mundo, yo haré fracasar la parte final de su despiadada profecía. Nunca se sabrá que he muerto. No hasta que al menos hayan pasado las centurias.
En la creencia popular, en la imaginación de las generaciones, seré una desaparecida errante, una quimera, una mujer nunca muerta.
Porque yo disfrazaré mi fin de modo que quede ignorado. Lo convertiré en una desaparición misteriosa y legendaria, en algo que el astrólogo nunca previó.
Habré quebrantado el cumplimiento de la parte final de su maldición. Es mi única posibilidad de resistencia. Sólo así puedo hacer frente a una fatalidad en la que no quiero creer, aunque todo parezca indicar que es inexorable.
En todo caso, mi única culpa ha sido la de llevar la sangre de los Balzani. En sus actuaciones ilícitas nunca tuve parte. Cuando nací, el ocaso de la dinastía ya estaba en sus estertores finales.
Cuento con la complicidad de dos almas clementes y abnegadas, las dos mujeres beneméritas que me han seguido atendiendo en mi situación de pobreza.
Un médico de corazón compasivo y un noble artesano, descendiente de antiguos servidores de mis antepasados, completarán la obra secreta.
Yaceré secretamente tras uno de los espejos venecianos con los que fui atormentada al salir de la adolescencia y por el que murmuraba frías palabras de amor con sus resecos labios. Lo hizo el que, siendo mi tío, quería convertirse en mi marido. Le movía la ambición por hacerse con los pobres despojos de mi casa. Su proceder fue malévolo y perverso, y me causó gran daño. Mis largos períodos de sueño me salvaron, estoy segura, de peores desvaríos. Ya no le guardo rencor a Carlo Balzani-Ponti, pues hace años que murió. Que Dios se apiade de su espíritu.
Las cuatro personas conocedoras de mi secreto dejarán este mundo, cuando la hora les llegue, sin revelarlo. Tengo su solemne promesa y creo en ella firmemente.
Sé que algún día, sin romper el aura de misterio con que quiero protegerme, alguien conocerá estos hechos. A esa persona del mañana, a la que nunca he de conocer, va expresamente dirigido este testamento.
Habrá pasado tiempo. Podrá llevar a cabo ocultamente lo que ahora no sería posible hacer sin vulnerar el secreto. Le ruego y le suplico que me procure la perpetua paz en tierra sagrada. En esta hora triste y resignada, desde este presente que será pronto pasado, a esa persona generosa, desde lo más hondo de mi corazón, le doy las gracias.
Beatrice Balzani
Padua, noviembre de 1686.
Con la mano puesta en el féretro que había aparecido tras el espejo, Giovanni pronunció como un juramento estas palabras:—Tu petición ha llegado a buenas manos, Beatrice. Pronto te cubrirá tierra santa.
Con el pergamino en su poder, se dispuso a abandonar el edificio. Antes fue a echar una ojeada a su antigua ventana.
Allí estaba Alessandra, mirando al palazzo. Y eso no era todo: tras ella, más hacia adentro de la habitación, un hombre permanecía de pie. Quedaba medio tapado y en sombra. No podía verle la cara.
La mujer movía los labios. Estaba hablando con el desconocido que la acompañaba.
Existía una conjura entre ambos. Estaban al acecho, era indudable. Giovanni no conocía el porqué ni las veladas causas.
Se retiró sin dejarse ver. Tendría que actuar deprisa y con cautela, para salvar los restos de Beatrice y su secreto.
TOMO todas las precauciones antes de bajar a la plaza. Oteó a derecha e izquierda, y por todos los rincones de la plazuela. Tampoco descuidó las ventanas de los edificios cercanos. Esperó a que se alejaran unos mozos de cuadra que iban a su lugar de trabajo. Ni siquiera de un niño que por allí rondaba se fió: podía ser el delator más peligroso. Llegado el momento idóneo, se deslizó fachada abajo. El ventanal quedó aparentemente cerrado.
Mientras se alejaba del lugar, adquirió conciencia de que estaba muy solo, demasiado, para llevar a cabo lo que Beatrice Balzani le pedía desde el pasado.
¿Cómo podría, sólo con sus fuerzas y recursos, efectuar un secreto traslado del féretro a un camposanto?
El tiempo apremiaba. Alessandra y su secuaz mantenían un asedio constante. Era preciso actuar antes de que descubrieran lo ocurrido.
Pensó que Lena y Paolo le ayudarían. Luego, a medida que lo fue considerando, estuvo cada vez menos seguro de que la unión de los tres bastase. Sacar el ataúd a escondidas del palazzo y darle luego tierra en lugar apropiado, sin que nadie advirtiese la maniobra, no era cosa fácil.
Había otra posibilidad, pero le ofrecía muchas dudas. Sin embargo, la ayuda de Giacomo Amadio podía resultar decisiva.
Él tendría recursos para disponer lo necesario. Pero antes sería necesario comprometerlo a guardar el secreto. Ello entrañaba riesgos. Aunque Giovanni Conti empezaba a pensar que sería inevitable correrlos.
Por razones no claras, el regreso de la comitiva de Venecia se anunció para mucho antes de lo previsto. Sin preguntarse los motivos, Giovanni agradeció aquel cambio en el programa. Cuanto antes volvieran, mejor.
Estuvo varias horas esperando. Quería hablarles enseguida. Caía una suave llovizna. El napolitano ni la notaba. Estaba absorto barajando los términos en que iba a dar cuenta de su hallazgo.
Cuando los tres carruajes hicieron su aparición ante la universidad, el ocaso del día comenzaba.
Tan pronto como Lena y Paolo pusieron pie en tierra, Giovanni se les acercó como una llama de fuego ansiando propagarse.
—Tenemos que hablar. Ahora. Y creo que será mejor que Amadio esté presente. Se trata de algo que lleva más de un siglo esperando.
Lena y Paolo se mostraron perplejos y se miraron. Antes de que pudieran reaccionar o decir algo, el profesor Amadio se les acercó.
—¿Arrepentido de haber renunciado al viaje, Conti?
—En modo alguno, profesor. Tengo que poner en su conocimiento algo de mucho interés y solicitar respetuosamente su cooperación con ciertas condiciones que espero que comprenderá.
—¿De qué está hablando, muchacho?
—De algo que urge muchísimo si queremos hacerlo en la debida forma, señor. Necesito explicarle algo enseguida. Y quiero que Lena y Paolo estén presentes.
—Mucha prisa es ésta —dijo Amadio.
—El caso la requiere, señor.
—Bien, sea. Me gusta ser receptivo a las sorpresas. Vayamos a mi casa. Allí podremos oírle cómodamente.
Giacomo Amadio vivía con la única compañía de un solícito mayordomo, ya muy entrado en años, que se bastaba para cubrir las sobrias necesidades del catedrático.
Cuando el dueño de la casa y sus tres visitantes estuvieron acomodados en el salón-biblioteca de la casa, el doméstico desapareció.
—Lo que voy a explicar —anunció Giovanni con voz tensa— es algo que he vivido. Ahora bien, no confío en que sea considerado cierto en su totalidad, sino sólo su resultado, al que podría pensarse que he llegado por intuición o por azar, sin ayuda de ningún fenómeno que se aparte de lo normal.
—Buen comienzo —aprobó Amadio arrellanándose—. El narrador debe conocer el arte de introducir sus relatos de manera sugerente. Ya nos tiene sobre ascuas. Continúe.
—A decir verdad, profesor, no era mi intención hacer una entrada sugestiva, sino predisponerlos a favor de la autenticidad de lo que voy a referir.
—Lo ha logrado. Siga.
—Muchas personas considerarían mi historia inverosímil y nunca la aceptarían como cierta.
—Nada de lo que pueda ser expresado con palabras sinceras será rechazado por nosotros. Le escuchamos.
Alentado por la favorable actitud del catedrático y por las caras expectantes de sus dos amigos, Giovanni pasó a relatar todos los pormenores de su aventura, desde el fortuito encuentro con Alessandra en la hostería Veneciana hasta los acontecimientos culminantes del palazzo. La atención de sus tres oyentes estaba totalmente captada por sus palabras.
Lena y Paolo ya conocían muchos de los detalles, pero el napolitano los incluyó en su narración porque quería que el catedrático conociera todo el desarrollo de la historia.
Fue muy emotivo el momento en que Giovanni leyó el pergamino de Beatrice. Todos lo escucharon con el ánimo en suspenso. Luego, concluyó diciendo:
—Yo la vi entrar en el espejo de las máscaras. Así me indicó que allí estaba su morada. Después, el revestimiento del espejo se derritió para mostrarme lo que escondía. Esa revelación me llegó cuando estaba inconsciente. Ella se sirvió del poder de los espejos y los sueños para enviarme su mensaje. Se acepte o no, creo que ésta es la interpretación del hecho.
Lena y Paolo se miraron furtivamente. Amadio no hizo ningún gesto que diera a entender si admitía o rechazaba la conclusión final de Giovanni. Ante el silencio de los otros, el napolitano dijo:
—Pero de lo que no cabe duda es de que debemos hacer lo que ella nos pide: trasladar bajo el mayor secreto sus restos a un camposanto y dejar que permanezca en la memoria de las gentes como la que nunca murió. Así seguirá venciendo a una forma perversa del lenguaje, la maldición, con otra mucho más noble, la leyenda. En esta oposición simbólica, Beatrice merece llevar la mejor parte.
De pronto, el catedrático salió de su silencio:
—Cuente usted con mi ayuda, Conti. El traslado se hará como ella deseaba. Su descubrimiento es muy notable, extraordinario. Ha sabido usted llegar a las raíces del pasado. Tiene todos mis plácemes, y supongo que también los de sus compañeros aquí presentes.
—Desde luego —dijo Lena con los ojos brillantes—. Has estado fabuloso.
—Fabuloso es poco —corrigió Paolo—: sublime, por lo menos.
—No todo está resuelto y aclarado —objetó Giovanni—. Queda en pie la incógnita de Alessandra y el hombre, o los hombres, que se ocultan en su casa. Sospecho que ellos tienen poderosas razones para desbaratar la inhumación de los restos de Beatrice.
—Aclararemos cuanto antes esta parte oscura de la historia —aseguró Giacomo Amadio, quien, dirigiéndose a Lena y Paolo, añadió—: Y ahora, queridos discípulos, ya podemos proceder a la retirada del andamiaje.
—¿Andamiaje? —repitió Giovanni sin comprender la alusión del catedrático.
—Usted sabe bien, Conti, que cada vez que uno de nuestros grandes pintores decoró al fresco muros y bóvedas de templos y palacios, se erigió un entramado de andamios para que el artista pudiera llegar a lo más alto.
—Sí, lo sé, claro —repuso el napolitano, desconcertado.
—Pues bien —prosiguió Amadio con visible emoción—, felizmente ha llegado la hora en que ya podemos confesarle una pequeña verdad. Todo aconsejaba que usted no la supiera hasta el final.
—¿A qué verdad se refiere, profesor? —preguntó Giovanni sin comprender nada.
—Muchacho, usted ha logrado algo fabuloso, un prodigio de clarividencia onírica. Ha conocido en un sueño la clave de un enigma largo tiempo preservado. Después de un hecho tan admirable, cuyo mérito le pertenece por completo, espero que no se sienta decepcionado al saber que nosotros lo hemos estado ayudando un poco.
Giovanni continuaba sin saber a qué ayuda se refería el catedrático. Lena y Paolo, atentos a las palabras de Amadio, parecían también emocionados.
—Cada año someto a alguno de mis alumnos a una prueba oculta. Me gusta realizar experimentos inusuales. En cuanto supe que usted ocupaba la habitación que da al interior del palazzo Balzani, pensé que podría ser el elegido en esta ocasión. ¿En qué consistiría la prueba? ¿Cuál sería su objetivo? Estimularlo y motivarlo para que efectuara una exploración intuitiva, emocional e imaginativa del misterio de Beatrice Balzani. Aunque yo fingí no estar de acuerdo, usted lo dijo muy bien en clase el otro día: «Cuando los documentos no existen o son insuficientes, la implicación emotiva, método propio del arte, puede ayudarnos a comprender algún hecho oscuro del pasado». Pero muy pocas veces da lugar a fenómenos tan fuera de lo común como el que usted ha vivido.