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Authors: Joan Manuel Gisbert

Tags: #Infantil y juvenil, intriga

Los Espejos Venecianos (4 page)

—¿Qué rumores han circulado en relación con el palazzo desde que Beatrice desapareció?

—Todos los que te puedas imaginar: que ella ha vuelto allí, como una aparecida, y se pasea ciertas noches por los desolados aposentos; que está dormida, joven aún como una doncella, en alguna cámara subterránea del edificio; que a causa de la maldición no puede descansar en sepultura y vaga eternamente por el mundo… Muchos cuentos de viejas la presentan como un ser de ultratumba, deseosa de vengarse de los vivos. No falta quien dice haberla visto asomarse alguna vez por las ventanas del palazzo con un aspecto pavoroso. Ya sabes cómo son ciertas personas. Y ahora —dijo ella, cambiando de tono—, supongo que me dirás por qué de pronto te ha entrado la manía de conocer esta vieja historia. ¿Sólo porque vives allí, o es que te atraen estas cosas?

—He encontrado una carta del hombre que ocupó la habitación antes que yo. Se fue de Padua repentinamente.

—A ver, cuenta —pidió Lena interesada.

Giovanni le detalló el contenido de la carta. Procuró hacerlo de manera neutra, sin demostrar que le había impresionado.

—Vete tú a saber si ese hombre estaba muy sereno cuando tuvo esas sensaciones —objetó ella, escéptica—. No se puede hacer mucho caso.

—No, claro —dijo enseguida Giovanni—. Pero despertó mi curiosidad… literaria. Puede ser un buen tema para fabular.

Estaban otra vez ante la casa de Lena. Nada parecía indicar que la hubiesen echado en falta. Bajando aún más la voz, ella se despidió:

—Tengo que dejarte. Y, cuando te entre otra curiosidad, tómatelo con más calma. ¿De acuerdo?

Lena entró furtivamente en la casa. Giovanni siguió caminando por las calles húmedas y oscuras. Todo lo oído había avivado sus presagios con respecto al palazzo y a la habitación que ocupaba. Volvía a ella como a un lugar de mal agüero.

Dio un gran rodeo para demorar el inevitable momento. Una y otra vez se dijo que no podía dejarse impresionar por cartas y leyendas. Pero no logró tranquilizarse.

Cuando entró en la habitación, cansado de tantas cavilaciones, algo le llamó la atención y le puso en guardia. La ventana estaba entreabierta. Recordaba haberla dejado bien cerrada. Y, a pesar del aire que entraba, un olor a cera impregnaba el ambiente.

Era imposible que el aroma permaneciera desde que él había estado allí. Alguien, no hacía mucho tiempo, había encendido una vela en la estancia. Giovanni pensó de inmediato en Alessandra.

Cuando cerraba la ventana, le vino a la memoria la carta inacabada. Fue enseguida a cerciorarse de que continuaba donde la había escondido. Allí estaba. Pero algo despertó su suspicacia.

Al principio no se percató, pero luego supo la causa: la carta estaba doblada de modo que la parte escrita quedaba a la vista, y él estaba seguro de haberlo hecho al revés, como siempre tenía por costumbre.

Lleno de sospechas, se metió en la cama. Tomó la decisión de esconder la carta en otro lugar, fuera de la casa.

Muchos interrogantes se cernían sobre él; cada vez más próximos, más acechantes.

EL ROSTRO DE BEATRICE BALZANI

¿PODRÍA usted decirnos en qué está pensando, Conti? —inquirió de pronto el profesor Giacomo Amadlo. La brusca interpelación sacó a Giovanni de sus meditaciones. Por unos momentos se olvidó de los misterios del palazzo Balzani.

—He perdido la atención por un instante, señor profesor —se excusó el napolitano.

—¿Por un instante? —ironizó Amadio, elevando las cejas—. Lleva usted toda la mañana con cara de estar en otra parte. No me obligue a preguntarle de qué he estado hablando. Estamos en la universidad, no en una escuela de aprendices.

—No volverá a ocurrir, profesor. Doy mi palabra.

Todos se habían vuelto a mirarlo, Giovanni ocupaba uno de los últimos bancos del aula. Recompuso su modo de sentarse y adoptó una actitud atenta y concentrada.

Amadio prosiguió con sus explicaciones. De vez en cuando dirigía inquisitivas miradas a Giovanni. El napolitano guardaba las apariencias, pero interiormente seguía reflexionando.

Aquella mañana, al levantarse tras un sueño agitado, había observado detenidamente la cornisa que había debajo de su ventana. Era prolongación casi perfecta de una de las del palazzo. Sin apenas riesgo, avanzando por ella, podría introducirse en la mansión Balzani. Sólo le restaba decidir si hacerlo o no. Y no cesaba de darle vueltas al dilema con el que tenía que enfrentarse.

Al finalizar las clases de la mañana, Lena se acercó a Giovanni.

—¿Aún sigues interesado por la historia del palazzo?

—Más o menos — repuso él, no queriendo parecer obsesionado.

—Esta mañana he hablado con mi madre. Me ha contado algunas cosas muy interesantes que yo no sabía.

—¿Ah, sí? —exclamó Giovanni.

—¿Quieres conocerla? —preguntó Lena, ambigua.

—¿Te parece necesario?

—No me refiero a mi madre.

—¿A quién, entonces?

—A ella, a Beatrice Balzani.

—¡Qué dices! —protestó el joven, como si hubiera oído un disparate.

—Ven conmigo —dijo Lena, misteriosa.

Salieron juntos de la universidad. Caminaban muy deprisa. Giovanni empezó a comprender la razón de la celeridad cuando entraron en la galería del Concejo Paduano. Allí había multitud de cuadros que ocupaban todos los muros, hasta el techo. Muchas de las pinturas eran retratos.

—Beatrice posó para Flavio el Eremita, un pintor de su tiempo. Adivina quién es ella; está aquí, mirándonos.

Muchas caras los estaban mirando desde los cuadros: caballeros de severo porte, cardenales y obispos, graves dignatarios. Todos esos quedaban descartados.

Pero las dudas subsistían. Había también muchos retratos femeninos.

—Tómate tu tiempo —aconsejó Lena, como una cómplice no del todo entregada—. Y recuerda: ella desapareció cuando tenía poco más de cuarenta años, pero siempre tuvo el aspecto de una joven.

Eso descartaba a todas las damas maduras y ancianas. No obstante, quedaba aún una docena larga de mujeres jóvenes en los retratos.

—¿Tu sabes exactamente cual de ellas es?

—Sí. Lo he sabido por mi madre.

Giovanni no quería apresurarse, pero estaba impaciente por averiguar cual era el retrato de Beatrice Balzani. Observaba de reojo a Lena, por si ella le daba alguna pista involuntaria. Nada obtuvo. La muchacha miraba aquí y allá como si tampoco supiera cuál era la pintura buscada.

Entonces el napolitano reparó en algo. Dos de las jóvenes retratadas se parecían muchísimo entre sí, como si se tratara de dos hermanas gemelas. Por lo demás, los vestidos con los que habían posado eran distintos, y también diferían los estilos de sus peinados. Una de ellas presentaba un aspecto tranquilo y confiado, aunque tenía una expresión algo triste. La otra, por el contrario, mostraba un gran extravío en su mirada y en su boca había una mueca amarga.

Giovanni se concentró de nuevo en la contemplación de los dos retratos. El que mostraba a Beatrice con la mirada extraña y la desolación en los labios era el que más atraía su atención. Refiriéndose a él, preguntó:

—Éste fue pintado en segundo lugar. ¿Me equivoco?

—No. Para entonces ella ya había contraído su extraña enfermedad.

El cuidador de la pinacoteca entró a apremiarles:

—Es muy tarde: tengo que cerrar.

Una vez fuera, Lena dijo:

—¿Satisfecha tu curiosidad?

—Sí —repuso Giovanni maquinalmente, aunque en realidad no hacía más que aumentar.

—Pues hay algo más.

—¿Algún otro retrato en otro lugar? —saltó él enseguida.

—No. Un cortejo frustrado. El único que ella vivió.

—¿Alguien la rondaba? —preguntó Giovanni.

—Mejor podemos decir que la asediaba. Beatrice tuvo un pretendiente enojoso. Pero llegó tarde. Ella enfermó y nunca estuvo en condiciones de casarse con nadie.

—¿Quién fue ese incómodo aspirante a desposarla?

—Un tío lejano. Era un Balzani, pero de una rama familiar distinta, aunque también en extinción. Se trataba de un hombre muy mayor, poco adecuado para esposo. Soñaba con salvar algo del patrimonio de los banqueros Balzani antes de que la ruina fuese total. Por eso pretendía a Beatrice en matrimonio.

—¿Qué fue de ese pariente?

—Cuando vio que sus propósitos no podían cumplirse, abandonó la idea, desistió. Se fue de Padua y nunca se volvió a saber de él. Eso fue mucho antes de la desaparición de Beatrice, claro.

—Seguramente, lo único que perseguía era hacerse con los últimos restos de las riquezas de los Balzani.

—Es la suposición más razonable —convino Lena, para añadir después, como materia aparte—: También me ha dicho mi madre que quien mejor conoce todas las leyendas del palazzo es una mujer que vive en Padua.

Giovanni preguntó inmediatamente:

—¿Podría hablar con ella?

—Tú, mejor que nadie.

—¿Por qué?

—Vives en su casa.

—¿La señora Alessandra?

—La misma. Pero no lo tendrás fácil. Al parecer, no le gusta hablar de ello. Si quieres que te cuente cosas, tendrás que ganártela.

—Esa mujer no me inspira mucha confianza. Tiene una conducta bastante rara. Creo que a veces entra en mi habitación a escondidas, para husmear.

—Eso suelen hacerlo los que alquilan aposentos a extraños para curiosear y tener bajo control a sus huéspedes.

—En su caso creo que hay algo más.

—Pues ten cuidado: tiene fama de enigmática —dijo Lena finalmente, tomando el camino de su casa.

Aquellas últimas palabras le causaron al napolitano una impresión más bien desagradable.

HUELLAS EN EL POLVO DE AÑOS

«CUANDO las cosas se ven de cerca y cara a cara, desaparecen las sugestiones extrañas», se repitió por última vez Giovanni aquella noche, antes de iniciar su incursión a través de la cornisa. Había colocado un bulto en la cama para simular que estaba durmiendo. Le rondaba el temor de que la señora Alessandra subiese a espiar mientras él estaba en el edificio Balzani. Más que nunca, lamentaba que la puerta de la habitación careciera de cerrojo y de pestillo. Pero no creyó aconsejable arrastrar muebles para inmovilizarla, pues el ruido habría alertado a la patrona.

Se asomó afuera. Le tranquilizaba un hecho: su ventana era la única del edificio que daba al patio del palazzo. Alessandra no podría observarle desde ninguna otra.

Sentado en el alféizar, apoyó los pies en la cornisa. Parecía muy sólida, capaz de sostener a varios como él sin quebrarse. Se puso en pie, cogido aún al marco de la ventana. Después, sintiéndose seguro y afianzado, la entornó para que desde dentro pareciera cerrada.

La cornisa era tan amplia que le habría permitido incluso avanzar de frente. No obstante, por precaución, lo hizo con la espalda pegada al muro. Aunque la altura era moderada, evitó mirar abajo, para no acobardarse.

Concentrado en sus movimientos, llegó casi sin darse cuenta a la balaustrada de una de las galerías del palazzo. Al momento, y sin dificultad, se encaramó y saltó adentro.

Antes de internarse en las tinieblas de la mansión Balzani, echó una rápida ojeada a su ventana. Todo continuaba como lo había dejado.

Alejándose de la galería y los ventanales, casi a ciegas, se introdujo en el palazzo. El silencio, denso y extraño, resultaba opresivo. Pero Giovanni se había hecho el firme propósito de no amilanarse. Cuando se hubo adentrado lo bastante, encendió un cabo de vela que llevaba consigo. El leve resplandor no podría ser visto desde fuera, ni aun cuando Alessandra se asomara a la ventana, cosa que creía poco probable. Confiaba en que el bulto que había dejado en la cama surtiera efecto en caso necesario. Las enormes estancias estaban totalmente vacías. La progresiva decadencia económica de la última Balzani había obligado a ir vendiendo muebles y enseres. Y los pocos que habían quedado tras la desaparición de Beatrice habían sido presa inmediata de los acreedores.

Acompañado de su sombra, Giovanni recorrió salones y aposentos. Le parecía visitar los desnudos restos de un naufragio, el interior de un navío saqueado mucho tiempo atrás. No quedaba ni rastro de muebles, cuadros, tapices, alfombras, cortinajes, lámparas, relojes u objetos de arte que habían enriquecido aquellas estancias en la época de esplendor de los Balzani.

Sólo un manto de polvo, presente en todas partes, constituía el patético alfombrado. Nadie había entrado allí en muchos años. No había más pisadas que las que él iba dejando. Se sentía como el profanador de un lugar vedado a los mortales. Esa idea le causó un estremecimiento, y miró de pronto a su alrededor, como si temiera descubrir alguna presencia que le llenara de espanto.

Descendió a la planta baja. Allí el saqueo había sido aún más feroz. Hasta las puertas, arrancadas de sus goznes, faltaban. Giovanni no había pensado en proveerse de una caperuza para la vela. La cera derretida goteaba en su mano, fluyente, cálida. Contrastaba con la gelidez de aquel ambiente, que le iba helando el alma.

De repente se sobresaltó, la llama de su vela abría a derecha e izquierda dos senderos interminables. Tuvo la angustiosa sensación de que a ambos lados, le acechaban figuras desconocidas.

Entonces vio por primera vez los dos espejos venecianos. Estaban uno frente al otro, en muros opuestos de una pequeña cámara. Giovanni se encontraba entre ambos.

Los espejos eran muy grandes, y su altura mucho mayor que la de una persona. Reflejaban de manera opaca, velada. Una densa pátina de polvo y suciedad los empañaba.

Giovanni, con mucha atención, los fue mirando alternativamente. Sus dimensiones eran idénticas. Sólo se diferenciaban en las ornamentaciones de sus grandes marcos de madera carcomida. El de la izquierda estaba decorado con una gran diversidad de máscaras venecianas; el de la derecha tenía muchos símbolos y figuras, igualmente trabajadas en la madera del marco, que a Giovanni le resultaron indescifrables.

No estaban colgados del muro, sino encajados en él, gracias a un cuidadoso trabajo de albañilería. Sin duda, su enorme peso había aconsejado aquel modo de instalación, para evitar que se desprendieran.

«No pudieron llevárselos, como todo lo demás», pensó Giovanni. «Al intentar arrancarlos del muro, los habrían destrozado. Los expoliadores tuvieron que renunciar. Seguramente con mucho disgusto, porque su valor debe de ser alto.»

Pensó después que aquellos espejos habían reflejado muchas veces la imagen de Beatrice Balzani, tanto cuando su semblante estaba aún tranquilo y confiado como cuando traslucía ya el extravío de su ánimo.

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