Buscando con avidez el descanso, se despojó deprisa y se acostó.
El sueño no se le resistió demasiado. Pero dormir no significó la paz, pues soñó intensamente.
Luego, al despertar, no recordó nada.
EN las jornadas siguientes, Giovanni se concentró al máximo en las clases y sesiones prácticas del profesor Giacomo Amadio. Hizo además un esfuerzo complementario para compensar las fechas perdidas y ponerse al día. La intensidad de sus ocupaciones de estudiante le ayudó a alejar su pensamiento del palazzo. Sólo comprobó que el legajo de los Balzani seguía faltando del archivo histórico. Por lo demás, se había impuesto la consigna de desentenderse de toda preocupación que fuese ajena al curso. Una y otra vez se había repetido que el palazzo no era más que un edificio antiguo en desuso, como tantos había en toda la península.
Únicamente en un aspecto no logró tranquilizarse: su anfitriona le inspiraba una vaga desconfianza. La veía pocas veces, y siempre fugazmente. Ella parecía rehuirle, como si le ocultara algo.
Giovanni había ido adquiriendo confianza con varios de sus compañeros de la universidad. Lena y Paolo eran sus preferidos. Sólo a ellos les había dicho algo de sus primeras impresiones al ocupar la alcoba. De entre los alumnos de Amadio, un tal Giorgio era quien menos le gustaba. Pertenecía a una familia rica de Padua. Con antipática jactancia, no cesaba de repetir, siempre que el catedrático no pudiera oírle, que seguía aquel curso para prolongar un poco más las ventajas y diversiones de su vida de estudiante, ya que su destino era suceder a su adinerado padre en la dirección de los negocios familiares.
Giovanni le evitaba siempre y veía con agrado que Lena también le rehuyera, a pesar de que él la asediaba sin disimulo, considerándose con sobrado atractivo para merecer su atención.
Todo transcurría con normalidad más que aceptable cuando, al atardecer de un viernes. Giovanni hizo un descubrimiento que vino a modificar el curso de los hechos.
Sucedió de manera fortuita. Uno de los cajones del armario de su habitación tenía roto el listón trasero. Eso había provocado que dos libros cayeran al fondo, dificultando el cierre.
Para alcanzar los volúmenes caídos, Giovanni sacó el cajón. Entonces ocurrió el inesperado hallazgo: unas hojas de papel, dobladas por la mitad, quedaron a la vista.
Se trataba de una carta cuya fecha era de diez días atrás.
Giovanni dedujo que la misiva había sido escrita por el caballero de edad que se alojaba en aquella habitación antes de que él llegara a Padua.
Buscó el final del escrito para conocer el nombre del firmante. No lo encontró. La carta estaba inacabada. El último párrafo decía así:
No me gustaría terminar sin explicarte, para mi desahogo, algunas otras circunstancias que tienen que ver con todo este misterio. Pero la luz que entra por la ventana ya va declinando y ahora tengo que ir al encuentro de una persona que acaso pueda disipar las dudas que me abruman. Continuaré escribiéndote más tarde, a la luz del candelabro.
Aquellas palabras indujeron a Giovanni a leer la carta desde el principio. Algo le decía que el misterio del que se hablaba en ella tenía que ver con la mansión de los Balzani.
Mi querida hermana:
Llevaba algunos días debiéndote carta. Unas circunstancias anormales, de las que ahora te enterarás, han sido las responsables. Espero que no lleguen a alarmarte. Siempre has sabido de todos mis pequeños secretos y experiencias. No puedo hacer excepción en este caso. Además, será un alivio compartir contigo, aunque sea a distancia, los temores que me están agobiando.
Te costará creer que a mis años, y con lo mucho que llevo viajado por estos mundos de Dios, pueda sentirme atemorizado por un ambiente sombrío. Pues, por raro que te parezca, ésta es la situación en que me encuentro. Sin darle mucha importancia, te hablaba en mi anterior carta de ciertas sensaciones que me habían asaltado en sueños en esta habitación. Pues bien, han ido a más. Y ya no sólo en sueños. Me siento ridículo al admitirlo, pero no soy capaz de dominarlas.
Tú me conoces bien; mejor que nadie. Sabes que nunca he dado el menor crédito a supersticiones ni a fantasías irresponsables. Más bien he pecado siempre de lo contrario. Muchas veces me he burlado de esas personas que, por ignorancia, creen entrever presencias espectrales en cualquier lugar oscuro y solitario. Jamás me había sentido bajo influencias extrañas en ninguno de los sitios en que he vivido, y eso que estuve en algunos muy idóneos para despertar toda clase de ideas macabras.
No es ésta la morada más lúgubre de cuantas he conocido. Sin embargo, ha sido aquí donde he experimentado la inquietante sensación de no estar solo, aunque nadie más esté conmigo. (Me refiero, claro, a nadie más del mundo de los vivos.)
Pensarás que la dureza de mis estudios es la responsable de que mis facultades se hayan debilitado. Pero te aseguro que nada de lo que me ocurre es atribuible al cansancio ni a la edad. De eso sí que estoy seguro.
Creo que el origen de tan extrañas sensaciones se debe a la deprimente vecindad de la mansión de los Balzani. Tiempo atrás, entre sus muros ocurrieron hechos penosos y trágicos. Dejaron una especie de leyenda, es cierto, pero pertenece al pasado. Nada de lo que aquí sucedió, y que conozco sólo en parte, debería influirme ahora a mí en modo alguno. Y, no obstante, se diría que es así, contra toda razón y toda lógica.
Te confieso que me preocupa pensar que aún pasaré algunos meses en esta habitación. De no ser porque lo consideraría una cobardía y una traición a los sensatos principios en que siempre me he apoyado, cedería a mis impulsos y buscaría mañana mismo otro alojamiento en Padua.
Quiero creer que la entereza y la cordura acabarán por imponerse a toda sugestión, pero, si te he de ser sincero, cada vez confío menos en ello.
Giovanni llegaba al último párrafo. Lo releyó y dejó a un lado la carta inacabada. Sin poder evitarlo, miró con desconfianza a todos los rincones. El anterior ocupante de la estancia, un experimentado caballero, ajeno a creencias supersticiosas, había percibido algo anormal en aquella habitación.
Y más aún: había abandonado la casa, y Padua, de modo inesperado, tras la interrumpida redacción de aquella carta.
El joven napolitano empezó a preocuparse. Lo leído no le auguraba nada bueno. Notó que el vello se le erizaba.
El mismo hecho de que la carta hubiese quedado incompleta y sin curso daba mucho que pensar. Era sospechoso y extraño.
El caballero había escrito que iba a entrevistarse con alguien. ¿Quién podría ser esa persona? ¿Se habría producido el encuentro o algo lo había frustrado? ¿Por qué motivo había emprendido lo que parecía una huida repentina?
Todo lo sucedido después de la redacción de la carta constituía un misterio. Y también mucho de lo que había ocurrido antes.
Giovanni no quiso cerrar los ojos y ampararse en la confianza de que todo se reducía a aprensiones injustificadas. No tenía sentido esforzarse en ignorar que allí había algo extraño.
Súbitamente necesitado de acción y elementos de juicio, escondió la carta, se puso su capote de estudiante y salió de la estancia.
Necesitaba conocer cuanto antes qué leyenda emanaba de la vieja mansión de los Balzani, porque estaba seguro de que el palazzo era el origen de todas aquellas inquietantes perturbaciones.
GIOVANNI caminaba resueltamente por las mojadas calles de Padua.A la señora Alessandra no había querido preguntarle nada. No le parecía posible que ella ignorara que en la habitación que alquilaba ocurría algo. Y, sin embargo, callaba. Cada vez le inspiraba más desconfianza.
El estudiante iba en busca de una persona determinada. Le parecía la más adecuada para salir de dudas. Aunque iba a ser difícil hablar con ella a aquellas horas.
En casa de Lena se veía luz en la planta baja. La familia entera debía de estar reunida en torno a la mesa. Era el momento de la cena. Tenía que esperar.
Giovanni sabía cuál era la ventana de la habitación de Lena. Estaba en la segunda planta. Permaneció en las inmediaciones del edificio, atento y al acecho. Había llovido, mas por suerte ya escampaba.
Pasado un buen rato, vio movimiento de luces en aquella ventana. La ocasión propicia se acercaba. Enseguida los resplandores se aquietaron. Más tarde, desaparecieron. Lena se disponía a acostarse.
Giovanni lanzó varias piedrecillas a los cristales emplomados. Como no le diera resultado a la primera, repitió la operación dos veces más, rogando que nadie pasara por allí en aquellos instantes. Lena, recelosa, entreabrió la ventana. Giovanni se apresuró a hacer oír su voz, pues, con la oscuridad que había en la calle, era imposible que le reconociera.
—Soy yo, Giovanni Conti.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Pasa algo? —preguntó ella, muy sorprendida.
Hablando en susurros, por temor a ser oído por las restantes personas de la casa, el joven dijo:
—Necesito preguntarte algo.
—Habla un poco más alto; no te oigo.
Giovanni se arriesgó a elevar la voz:
—Quiero que me expliques algo. A ser posible, ahora. ¿Puedes bajar?
—¿Tanta prisa te corre?
—Sí, por favor. Será poco rato.
Lena, aún sorprendida, dudaba. Giovanni vigilaba las otras ventanas de la casa. Temía que todas se abriesen de pronto, dando paso a un coro de familiares indignados.
—De acuerdo —accedió ella al fin—. Ve por la puerta trasera. Lo intentaré. Pero tendré que volver enseguida. Es muy tarde y no quiero que mis padres se den cuenta.
—Gracias. Te espero.
Giovanni fue hacia la parte posterior del edificio. Como un merodeador, medio escondido, esperó. Ella no se hizo esperar demasiado. Se había vestido muy deprisa. Una manteleta cubría sus hombros. Salió sigilosamente, como si ella también temiera el súbito sonido de la voz paterna, y le susurró al estudiante:
—Nunca me habían sacado así de casa. ¿Qué es lo que te ocurre?
—Háblame del palazzo Balzani. Todo lo que sepas; lo más importante.
—Estás muy raro. ¿A qué viene tanto interés de pronto?
—Luego te lo diré. Pero quisiera oírte antes.
—Caminemos un poco. Tan cerca de casa, acabaremos por llamar la atención.
Se alejaron calle abajo. Lena ordenaba sus ideas. Como preámbulo, dijo:
—¡Son tantas las cosas que se han rumoreado del palazzo Balzani y de Beatrice. la que nunca murió.
—¿La que nunca murió? —repitió Giovanni, con voz algo preocupada.
—Tú no creerás en fantasmas, ¿verdad? —preguntó Lena.
—No, claro —repuso el joven, no muy convencido.
—Como dice el profesor Amadio, cuando los hechos son poco claros o desconocidos, surge la leyenda. Y las leyendas no conocen límites.
—¿Cuáles son los hechos poco claros del palazzo?
—Los Balzani fueron los banqueros más poderosos de Padua. Con el tiempo, fueron acusados de cometer abusos graves: usuras, extorsiones, actuaciones despiadadas… No se detuvieron ante nada. Fueron causantes de la ruina y la desgracia de muchas personas. Y se enriquecieron muchísimo, claro.
—Hasta aquí es una historia parecida a otras. También hubo casos así en Nápoles.
Lena, en tono más confidencial, continuó:
—Sí, pero para los Balzani llegó el ocaso. Ya te habrás dado cuenta de que el palazzo está abandonado.
—Desde luego. ¿Qué ocurrió?
—La conducta de los banqueros Balzani encendió rencores y deseos de venganza, y les valió además una maldición, aunque ellos no le dieron importancia. Consideraban un loco a quien se la lanzó.
—¿Quién fue? — quiso saber enseguida Giovanni, cada vez más interesado.
Era un astrólogo que tenía fama de brujo. Murió hace muchos años. No me acuerdo de su nombre. Se consideraba gravemente perjudicado por los Balzani.
—¿En qué consistía la maldición? — preguntó el napolitano, con una vaga sombra de temor en la voz.
—Profetizaba que la estirpe de los Balzani desaparecería de la faz de la tierra antes de que pasara mucho tiempo. Dijo también que el último de sus miembros moriría en la más completa de las miserias y que a su entierro sólo asistirían, además del sepulturero, unos perros vagabundos.
—¿Dijo algo del palazzo?
—Sí, que quedaría como penosa morada de las sombras, maldito y abandonado.
—Esto último parece haberse cumplido. ¿Y lo demás?
—Podría decirse que también. Casi todo. Los Balzani conocieron severos reveses de fortuna y acabaron siendo víctimas de sus propios abusos y atropellos. Otros especuladores aún más voraces los llevaron a la bancarrota. Y la familia se fue extinguiendo. Su último vástago fue Beatrice. Con ella acabó todo. Y con ella empezó la leyenda. Padecía una extraña enfermedad que le causaba somnolencia. A veces dormía semanas enteras. Tenían que alimentarla en sueños. Ella era incapaz de salvar lo poco que quedaba de los bienes de los Balzani. La servidumbre fue marchándose. El antiguo esplendor se convirtió en decadencia. Conservó el palazzo, pero los acreedores se llevaron la mayor parte de los muebles y enseres. Vivía en un gran edificio, pero de manera miserable. Al final quedó sola con dos viejas criadas que, por compasión, seguían cuidándola. Aunque, eso sí, cuentan que Beatrice a los cuarenta años aún parecía una doncella. La enfermedad del sueño la conservó extrañamente joven a pesar de todos los sufrimientos.
—¿Por qué la llaman la que nunca murió?
Lena se detuvo. En la calleja oscura y solitaria su voz acompañaba al goteo de las gárgolas.
—Ésa es la parte de leyenda. Por lo que se dijo, cierto día desapareció misteriosamente.
—¿Podía valerse por sí misma?
—No, y eso hizo aún más extraño el caso. Pero nunca hubo constancia de su muerte. Oficialmente sigue considerada como desaparecida. Y ya han pasado más de cien años.
—¿Qué dijeron las dos viejas criadas?
—Ellas dieron la alarma cuando se produjo la inexplicable desaparición. No pudieron aclarar nada más. Eran ya muy mayores. Poco después, ambas murieron. —Lena empezaba a impacientarse. Dijo entonces—: Volvamos. Si en casa descubren que he salido a estas horas, no sé qué ocurrirá.
Emprendieron el regreso. Giovanni se propuso aprovechar todo el rato que quedaba, e incansable siguió preguntando: