Al cabo de unas semanas, al atardecer, su nombre fue gritado por los pasillos y el sargento Edelmiro le acompañó otra vez al cuartucho que estaba junto a las cocinas. Allí estaba el fiero coronel inane y su mujer embozada en el abrigo de astracán. Nada más verle le tendió un jersey verdoso. «Era de Miguelito», le dijo, y recomenzó como si no hubiera pasado el tiempo desde la conversación del día anterior.
Ella le contaba anécdotas de su hijo a cambio de las mentiras de Juan, que recordaba que una vez Miguel se quitó unos calcetines de lana para prestárselos a otro preso aterido de frío, o que en una ocasión arrojó el rancho al rostro del cocinero que había negado el pan a un preso que cantaba el
Cara al sol
siempre que le dirigían la palabra...
Eran mentiras no del todo inventadas, pero atribuidas a alguien que no merecía ser su protagonista, al que nunca se hubiera podido atribuir algo heroico, ni altivo tan siquiera. La estrategia funcionó. Juan Senra lo comprobó porque en dos ocasiones el sargento Edelmiro fue ignorado cuando asomó la cabeza pronunciando un servil lo que guste usted mandar, mi coronel y, porque al final, cuando ya la impaciencia del coronel Eymar se transformó en suaves Violeta, que es tarde o en Violeta, no tenemos autorización más que para quince minutos, las manos de la mujer abrieron el bolso y le tendieron un bocadillo de arenques envuelto en un papel de estraza.
—Volveré —dijo desafiante, mirando a su marido.
Juan soportó el rutinario interrogatorio de Eduardo López y compartió el bocadillo con el muchacho de las liendres. ¿Qué le hacía pensar al comisario político que algún día iba a hacer uso de la información que acumulaba? El hecho de que él todavía estuviera vivo se debía simplemente a la casualidad, a un orden arbitrario de la muerte. Además, era imposible tener contacto alguno con el exterior de la cárcel y aun así, bendita disciplina, él seguía acumulando información y analizando el comportamiento de los presos.
Se excusó con evasivas para terminar la conversación porque la vida olía a arenques y eso la hacía maravillosa.
Pasaron los días y el mes de marzo fue frío y húmedo como lo es el tiempo deshabitado.
Aunque sentía rechazo por el jersey de Miguel Eymar, agradeció el calor que le daba durante aquellas noches interminables.
Siguieron las listas, aunque cada vez más cortas y, lo que era más esperanzador, supieron de varias condenas a cadena perpetua pero no a muerte.
Eso era algo parecido a la vida.
Tuvo otra visita de la mujer del abrigo de astracán y su sumiso marido. Volvió a mentir, a inventarse historias y detalles heroicos que arrancaban la complacencia de aquellos labios incoloros y rígidos a los que nadie nunca hubiera atribuido la capacidad de besar. Pero, como a Sherezade, aquellas mentiras le estaban otorgando una noche más. Y otra noche más.
Y otra noche más.
Hasta que un día el primero de la lista para someterse al veredicto del coronel Eymar fue el muchacho de las liendres. Juan esperó todo el día el regreso de los juzgados. Por la ventana logró preguntar a gritos si alguien sabía qué le había ocurrido a Eugenio Paz. Nadie daba razón de él. Ni siquiera el capellán supo decirle qué había sido del muchacho. Comenzaron unos días de una angustia nueva para Juan, una angustia sobre la angustia, una incertidumbre sobre la incertidumbre.
Las vidas larvadas en las prisiones reconstruyen con tal urgencia un historial de afectos, de recuerdos agolpados en el tiempo, que los propios presos se sorprenden de que, para generar los afectos anteriores, los de fuera, se necesite toda una vida vivida intensamente. Pese a ello, Juan se horrorizó al pensar que, si estuviéramos vivos en la tumba, terminaríamos por amar a los gusanos.
Sobornó al sargento Edelmiro con el jersey de Miguel Eymar, pero sólo logró saber que estaba en la cuarta galería, no la pena que le había sido impuesta. Trató de mandarle un recado pero ya no tenía con qué pagar sus súplicas y Eugenio Paz nunca supo que Juan Senra le había mandado un abrazo de amigo y de hermano.
Nunca supo que Juan Senra quería saber dónde encontrar a la segoviana embarazada para decirle que Eugenio le era fiel y la añoraba. Nunca supo que Juan estaba preocupado por las heridas que se causaba en la cabeza aliviando la irritación que le producían los piojos.
Un amanecer, pegado a pesar del frío a las rejas de la ventana sin cristal, escuchó el nombre de Eugenio Paz en la voz del oficial que enumeraba los elegidos para morir aquel día. Juan hizo el último esfuerzo físico de su vida subiéndose a pulso hasta asomarse a la ventana y gritó:
—¡Eugenio, no subas al camión! ¡Soy Juan!
La voz del oficial continuó gritando nombres como si nada ni nadie pudiera interrumpirle. Las fuerzas poco a poco le abandonaron y Juan se dejó caer desmadejado al suelo. Lloró como nunca hubiera pensado que se podía llorar después de una guerra. Cuando el ruido del motor del camión se desvaneció tras el portón del patio, algún intérprete de los sollozos, algún avezado traductor del llanto, hubiera colegido que, entre aquellos sonidos entrecortados, Juan había pronunciado la palabra «adiós». Pero nadie le oyó y una languidez insensible al frío, al hambre, al aliento de los demás se apoderó de él durante dos días y dos noches, como si su biología sé hubiera detenido, como si el mismísimo tiempo se hubiera muerto de tristeza. Juan supo que ya no tendría mucho tiempo para acabar su carta. Con una letra parsimoniosa y minúscula siguió escribiendo hasta agotar todo el papel que había conseguido:
«Aún estoy vivo, pero cuando recibas esta carta ya me habrán fusilado. He intentado enloquecer pero no lo he conseguido. Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza. He descubierto que el idioma que he soñado para inventar un mundo más amable es, en realidad, el lenguaje de los muertos. Acuérdate siempre de mí y procura ser feliz. Te quiere, tu hermano Juan.»
Trató de imaginarse el gesto del alférez capellán cuando tuviera que censurar su carta. Cerró el sobre, puso la dirección de su hermano y se la entregó al guardia de turno para que le diera curso. Era lo habitual.
Así se despedían siempre los muertos de los vivos.
Al tercer día, la voz del sargento Edelmiro repitió su nombre hasta que Juan salió de su abatimiento. Alguien le ayudó a llegar hasta la puerta y los soldados no le custodiaron esta vez porque necesitaron de todas sus fuerzas para llevar en andas a Juan Senra ante la mujer del abrigo de astracán. Y allí estaba, solícita, maternal, ocultando con su rapacidad oscura la diminuta presencia del coronel Eymar, que, como siempre, se mantenía en un discreto segundo plano.
Ella preguntó si estaba enfermo. Juan tardó en contestar, como si no comprendiera, y, al fin, logró decir: Estoy muerto. Vamos, vamos, dijo animosa la mujer, llevándole hacia el poyete. Todo pasará. Juan se dejó llevar y negó con la cabeza.
—Eres joven y todo esto pasará. Ya lo verás. —Pero Juan seguía negando mansamente con la cabeza—. Te he traído un bocadillo.
—No tengo hambre.
—Tienes que comer, tienes mal aspecto.
—Estoy bien.
—¿Y qué te pasa?
Juan miró a aquellos dos seres melifluos que le hablaban y se comportaban con él con una actitud parecida a la del propietario. Juan era su juguete, algo que tenía que funcionar cuando ellos le dieran cuerda, moverse cuando le empujaran, pararse cuando se lo ordenaran. Por eso no entendían su comportamiento.
—Es que he recordado —dijo.
Y aquella mujer cometió el error de preguntar qué era lo que había recordado para ponerse tan enfermo. Juan le dijo que había recordado la verdad, que su hijo fue justamente fusilado porque era un criminal, no un criminal de guerra, calificación en la que los juicios de valor cambian según el bando, sino un criminal de baja estofa, ladrón, asesino de civiles para robarles y venderlo después de estraperlo, muñidor de delincuentes y, lo que era peor, traidor a sus compinches. Gracias a él había caído toda una organización de traidores, gracias a él se habían desbaratado organizaciones que traficaban con medicamentos. Pero afortunadamente de nada le había servido ser un cobarde, porque, al final, había sido condenado a muerte por un tribunal justo y ejecutado por un pelotón aún más justo. Y no fue heroica su muerte, yo —en esto mintió— estaba presente mandando el pelotón que le ejecutó. Se cagó en los pantalones, lloró, suplicó que no le matáramos, que nos diría más cosas sobre las organizaciones leales a Franco que había en Madrid..., fue un mierda y murió como lo que era. Todo lo que les he contado hasta ahora es mentira. Lo hice para salvarme, pero ya no quiero vivir si eso le produce a usted alguna satisfacción. Ahora quiero irme.
Todo fue como un fulgor, una sacudida que congeló el aliento del coronel Eymar y de su esposa. Escucharon aquel fugaz retrato de su hijo trazado con unos colores que identificaron inmediatamente como los colores de la verdad. Nadie miente para morir.
Ni siquiera se opusieron a que saliera del cuartucho adonde había sido conducido exangüe y que ahora abandonaba ordenando al sargento que le subiera a la galería. Aunque el suboficial buscó el consentimiento del coronel. La mirada cristalizada de su superior jerárquico fue interpretada como aprobación y, recuperando una marcialidad a la que, de repente, se sentía obligado, dio un empellón a Juan Senra y mantuvo una distancia cautelosa mientras subían la escalera que llevaba a la segunda galería.
Juan Senra no habló con nadie. No guardó cola para recoger el sopicaldo en su escudilla y permaneció en silencio frente a la ventana a través de cuyos barrotes intuía un cielo inmenso y gris capaz de negar las primaveras.
Dos días después, su nombre fue el primero de la lista para acudir ante el tribunal. Fue el primero en comparecer ante el coronel Eymar. Fue el primer condenado a muerte de aquel día y ni siquiera las amenazas del alférez Rioboo ni los golpes en la cara del secretario albino, pintor de estandartes, lograron obtener algo parecido a una posición de firmes.
A la siguiente madrugada su nombre fue el primero de la lista para bajar al patio y cuando el camión que le conducía junto a otros condenados al cementerio de la Almudena traspasó el portón de la cárcel, Juan pensó que Eduardo López estaría más tranquiló sabiendo que no había ninguna razón para mantenerle vivo. Trató de adivinar qué arcanos criterios habría aplicado el alférez capellán para censurar la carta que había escrito a su hermano y le tranquilizó pensar que jamás sería enviada.
Además, y esto también le otorgó cierto sosiego, del rostro del coronel Eymar desaparecería para siempre esa mueca de satisfacción impune.
Sólo dejó de odiar cuando pensó en su hermano.
Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos. A pesar de que hoy he visto morir a un comunista, en todo lo demás, padre, he sido derrotado y por ello me siento
sicut nubes..., quasi fluctus..., velut umbra,
como una sombra fugitiva.
Lea mi carta como una confesión, al cabo de la cual, Dios lo quiera, absuélvame, pero si, como me temo, mi pecado no tiene perdón, rece por mí, porque de mi contrición yo mismo tengo dudas
—tal es el Demonio de mi cuerpo—, aunque de mi atrición esta carta pretende dar cumplida cuenta.
Todo comenzó cuando, siguiendo su consejo, Padre, me alisté en el Glorioso Ejército Nacional. Combatí tres años en el frente participando en la Cruzada, conviviendo con seres gloriosos y horrendos, con soldados llenos de ideales y mezquinos instintos, pero propensos a Dios cuando tienen que elegir entre la perdición y la Gloria. A ellos me uní, me fundí con ellos. Cierto es que no fui ejemplo de santidad porque, ante tanto horror, los instintos son, a la postre, un ancla de la vida y es deber del soldado saber que los muertos no ganan las batallas. Contribuí con mi sangre a transformar el monte Quemado en un monte Exterminio.
Bienaventurados los justos,
quoniam et ipsi saturabuntur,
porque serán hartos. Ahora me pregunto, Padre, ¿seremos hartos aunque tengamos que clamar el perdón entre los muertos, entre los fracasados, entre los pecios de la guerra?
Tres largos años olvidando la vida, la propia y las ajenas, terminan convirtiendo al cruzado en un soldado y a las huestes de Dios en soldadesca. La vida del superviviente necesita algo más que la vida misma: la celebración del triunfo sobre el Mal es otro elemento más de la Victoria. La furia de Dios puede enloquecernos. Padre, conocí la carne.
La carne es como los tigres que habitan en el hombre, el Anfión que sabe con arte remover todas las piedras, mover todos, todos, los cimientos del alma. La carne, Padre, usted lo sabrá por el confesionario, es algo prodigioso. Puede inocularnos el orgullo de pecar e incluso la aviesa satisfacción de hacer gozar a un cuerpo que quiere morir y, a pesar de su humillación, exhala un grito de vida capaz de derretir el yunque sobre el que el soldado pretende forjar su acero.
Probablemente los hechos ocurrieron como otros los cuentan, pero yo los reconozco sólo como un paisaje donde viven mis recuerdos. Sigo preguntándome cómo eran los árboles cuando los plantaron o cómo era mi madre siendo joven o qué aspecto tenía yo cuando era niño.
Todo lo que ha sobrevivido ha alterado poco a poco su recuerdo porque su presencia real es incompatible con la memoria, pero lo que hemos perdido en el camino sigue congelado en el instante de su desaparición ocupando su lugar en el pasado.
Por eso sé cómo era lo que ha desaparecido, lo que abandoné o me abandonó en un momento de mi vida y nunca regresó a donde lo real se altera poco a poco, a donde su actualidad no deja lugar a su pasado.
Quizá por eso recuerdo a mi padre joven, alto, escuálido y vigoroso abrazado a mi madre anciana cansada y dulce. Recuerdo al Hermano Salvador con su sotana castrense acosando a mi madre anciana, cansada y dulce y a unos policías procaces insultando a mi madre anciana, cansada y dulce. Pero sobre todo recuerdo a un niño lleno de complicidades con su madre anciana, cansada y dulce, a la que no logro recordar como me dijeron que fue: joven, vigorosa y dulce.
¡Ah! Ellos pretendieron alterar el orden de las cosas, modificar los designios del Señor, ignorando que
non est potestas nisi a Deo
y tuvimos que enseñar un nuevo orden a los inicuos. Tuvimos que glorificar nuestra Victoria.