—¿Quién lo dice?
—El alférez capellán.
Menos
«Querido hermano Luis»
y
«acuérdate siempre de mí, tu hermano Juan»
todas las frases habían sido tajantemente tachadas, incluso aquellas que hablaban del frío y de la salud precaria, de la dulzura de su madre muerta o de los chopos en las alamedas de Miraflores. No había espacio para lo humano. Era como si no le dejaran despedirse.
Regresó junto al muchacho de las liendres, bromeó acerca de su caligrafía y continuó la tarea interrumpida.
Juan observó sus manos, incapaces de devastar aquella pelambrera llena de piojos. ¿Cómo pudieron alguna vez recorrer con precisión el glisando tras el que se ocultaba Bach? Ahora los sabañones habían eliminado cualquier destreza. Ya sólo eran hábiles para la lendrera. Aun así intentó un gesto de ternura sobre la coronilla del muchacho imberbe, que no hizo nada por eludirle. Charlaron.
Se llamaba Eugenio Paz, tenía dieciséis años y había nacido en Brunete. Su tío era el propietario del único bar del pueblo, donde servía su madre, que, aun siendo la hermana del propietario, recibía un trato humillante a pesar de su abnegada dedicación a la cocina y a la limpieza del local. Como el campo la nieve tenía que tenerlo. ¡En un pueblucho de mierda! Cuando estalló la guerra esperó a que su tío tomara partido para tomar él el contrario. Fue así como proclamó su fidelidad a la República.
Tenía el aspecto de un niño incapaz de envejecer. Como si la sombra desarrapada de aquella prisión no le afectara, no había en su rostro atezado nada rectilíneo, nada angular, porque la severidad y la tristeza también le estaban negadas. Rechoncho y de mediana estatura, hablaba siempre frunciendo los labios, como si se arrepintiese de decir lo que decía. Pero no era así, porque sus ojos azules miraban fijamente los de su interlocutor convirtiendo cualquier banalidad en verdades como puños. Algo amigable y tierno se desprendía de cada una de sus frases, que, inevitablemente, trufaba de casticismos y sucedáneos de blasfemias.
Participó en la guerra como quien juega, sólo para que no ganara el adversario, sin ideales, sin pensar en las razones de su toma de postura. Y, como en un juego, cumplió las reglas hasta el final, disparando como francotirador cuando las tropas de Franco entraron en Madrid llevándose por delante a todos los que se encontraban a su paso. Desde las azoteas de los edificios acosaba al ejército contrario con estratagemas de francotirador que mantuvieron en jaque a los vencedores hasta el tercer día de la Victoria. Al final le detuvieron, pero no haciendo la guerra sino violando el toque de queda impuesto por las nuevas autoridades cuando iba a ver a su novia, que le esperaba en un portal del barrio de Salamanca donde habían instalado su tálamo nupcial apasionado, oscuro, frecuente y silencioso.
Aun así, estaba satisfecho porque mientras disfrutó de libertad dispuso de tres días de juego en los que él puso las normas, dictaminó quién era bueno y quién era malo, juzgó y absolvió, condenó y ajustició, de acuerdo con un reglamento que, creía, otros habían inventado.
Ahora, ya en la cárcel, sabía que todo lo ocurrido se llamaba guerra y que él, a pesar de su habilidad para escabullirse por los aleros de las casas, de su agilidad para saltar de tejado en tejado, de su satisfacción cada vez que disparaba a un contrincante, ahora, había aprendido que aquello era una derrota. Y lo que más sentía era que su novia segoviana estaba embarazada. «Como es una paleta, igual se cree que me he liado con otra...», concluía con nostalgia.
Juan supo que, en otras circunstancias, le hubiera tomado cariño. Ahora se conformaba con su compañía, que era algo suave y primordial entre la viscosidad de la tristeza colectiva. Como si hubiera perdido al marro, Eugenio no pensaba que los contrarios eran sus enemigos. Esta vez le había tocado perder a él, pero ganaría en otra ocasión. Era como un juego de azar, sin revancha ni culpables. «No tengo el mal perder de todos estos.»
Al día siguiente Juan fue el primero de la lista. Resultaba tan arduo conseguir papel y lápiz que no había podido despedirse de su hermano. Esta vez la muerte le pareció precipitada.
Junto con los nombrados formó una fila que descendió hasta el patio donde les aguardaba una furgoneta celular para trasladarles al tribunal del coronel Eymar. Todos pasaron antes que él y todos volvieron condenados a muerte. Cuando le correspondió el turno, Juan Senra acudió dócilmente a su cita con el tribunal. ¿Cómo se mata a un muerto? Esa idea le otorgó un gesto inesperado de altivez aunque nunca había estado más vencido.
Al entrar en la sala del tribunal comprobó que todo estaba igual: el coronel Eymar flanqueado por el capitán Martínez y el alférez Rioboo sobre la tarima y el militar albino enfrente, sentado en un pupitre escolar dedicado a sombrear estandartes. Sin embargo, cerca de la puerta de acceso al aula, sentada en una silla thonet desvencijada, protegida por un abrigo de astracán raído, con el bolso en su regazo y un gesto severo, había una mujer envejecida que le siguió con la mirada. Dio su filiación por orden imperativa del secretario albino y permaneció de pie ante la tarima evitando cualquier rigidez que pudiera confundirse con la posición de firmes. Un gesto del coronel interrumpió la lectura rutinaria de los cargos que pesaban sobre él y tras un silencio:
—Así que usted conoció a Miguel Eymar en la cárcel de Porlier... —Fingió buscar algo en unos papeles mientras esperaba la respuesta que tardó en llegar, mi coronel. ¿Y por qué le recuerda entre tantos presos?
—Pues porque era muy hábil haciendo juegos de prestidigitación.
—¡Mi coronel! —gritó Rioboo.
Mi coronel. Pero los ojos de mi coronel estaban buscando otros ojos al fondo de la sala y durante unos instantes el aspecto del militar fue tan indefenso como el de un cachorro abandonado. Un gesto de complicidad al vacío y, de nuevo, la mirada turbia sobre Juan Senra.
¿Y por qué estaba preso? Juan sabía que llegaría la hora undécima y que tendría que responder a esa pregunta. Se sentía muy débil y le costaba razonar por encima del dolor. Sabía que Miguel Eymar había sido detenido y acusado por razones civiles que nada tenían que ver con la guerra.
Estraperlo de medicamentos en mal estado que habían costado la vida a algún enfermo, robos con escalo en almacenes militares de alimentación, comercio ilegal de nafta y carburantes y otros delitos que el desorden de la guerra propiciaba en una ciudad como Madrid que sólo se preocupaba por lo que ocurría más allá de sus defensas.
Los muchachos morían en las trincheras, los obuses alcanzaban las zonas periféricas, el miedo a perder la guerra y la necesidad de ocultarlo ocupaban lo poco que aún quedaba de eso que se da en llamar autoridad.
Por último había cometido un asesinato.
—Por pertenecer a la quinta columna —mintió—, mi coronel.
¡Por ser un héroe, hijo de puta, por ser un héroe!, gritó untuoso Rioboo buscando la aprobación del presidente del tribunal. Juan se sorprendió por la forma en que se transformaba la mirada del teniente. Cuando le gritaba, sus ojos se enrojecían y en décimas de segundo, al mirar de reojo al presidente del tribunal pidiendo su anuencia, la ira se trocaba en una sumisión untuosa. Pero esta vez un gesto tenue, casi arzobispal, con la mano sofocada en la bocamanga, interrumpió la ardorosa soflama. Además los ojos del coronel buscaban otra vez en el fondo de la sala otros ojos y tardó un buen rato en desprenderse de ellos. Las aletas de la nariz del coronel se abrían y se cerraban suavemente al respirar y Juan pudo comprobar que los pelos que asomaban por sus orificios se humedecían con una mucosidad brillante y espesa. ¿Lloraba?
¿Y por eso tuvisteis que matarle?, preguntó al fin retomando el hilo de lo que estaba ocurriendo. Juan Senra dijo, como dirigiéndose al vacío, que era sólo un funcionario del cuerpo sanitario de prisiones. Ni le detuvo, ni le juzgó ni mucho menos le ajustició. Mi coronel. Y añadió: Sólo hablé con él muchas veces.
No era cierto. Recordaba perfectamente quién era porque era uno de esos casos que ni siquiera el horror de la guerra logra enterrar. Había matado a un pastor del pueblo de Fuencarral para robarle unos corderos y venderlos después de estraperlo. Pero el hijo del pastor, apenas un niño, le clavó un bieldo en el estómago y a punto estuvo de morir. Juan Senra le atendió y medicó tras una intervención quirúrgica realizada con la destreza que da la guerra para no perder soldados. Ya convaleciente, Miguel Eymar se ofreció a hablar si no le condenaban y contó cuanto sabía de las organizaciones de delincuentes, incluida la que él mismo lideraba, contó algo que sirvió para apresar a quintacolumnistas que actuaban dentro del Madrid cercado. A pesar de todo le fusilaron.
—¿Y de qué hablaban? —preguntó desde el fondo de la sala la señora del abrigo de astracán raído.
Juan se dio la vuelta y la vio en pie, avanzando lentamente, mirándole fijamente a los ojos. Sostenía el bolso en su regazo como si fuera algo indefenso que hubiera que proteger.
—¡Violeta, por Dios! —dijo el coronel, suplicante. Pero ella insistió en su pregunta.
—¿Y de qué hablaban?
Juan Senra se volvió al presidente del tribunal pidiendo autorización para contestar y esperó a que un gesto condescendiente le permitiera hacerlo. El coronel le autorizó a responder. Juan estaba siendo juzgado como criminal de lesa patria y se enfrentaba al dolor de la madre de un asesino convicto y a punto estuvo de tomar partido por ella.
No sé, de todo un poco, dijo. De su infancia, de sus padres... De las cosas de la cárcel. A veces de la guerra. Y con estas vaguedades Juan Senra comenzó una mentira prolongada y densa que, surgida de un instante de piedad, se convirtió en el estribo de la vida.
Aquella mujer oscura, recortada sobre la luz del ventanal que estaba a sus espaldas, agarrada a su bolso como si quisiera evitar que se fuera volando, formulaba sus preguntas con una severidad que nada tenía que ver con la severidad de los jueces. Ella no quería condenar ni absolver, sólo discernir entre lo verdadero y lo falso. Quizás saber. De sus labios inmóviles, incoloros y tensos, brotaban las preguntas sin angustia, sin interés por la respuesta.
Severa, prematuramente encanecida y sin la ternura de las madres, enlutada y triste, parecía un remedo del dolor posando para alguien que retratara la venganza. Y, sin embargo, la ansiedad de su mirada, la indiferencia por todo lo que distrajera la memoria de su hijo, la perversidad con la que buscaba la mentira, la convertían en algo muy parecido a una madre destrozada.
—Tenía una marca de quemadura que se hizo siendo niño con aceite hirviendo ¿Dónde?
—En el muslo derecho, en la parte interior. Tuve que inyectarle sedantes después de la operación. Por eso lo sé.
—¿Qué operación?
Juan sustituyó el bieldo del hijo del ovejero por una peritonitis, o algo así. Cuando llegó a Porlier estaba prácticamente curado, aunque convaleciente.
Y otra vez, con la esperanza de hallar el sortilegio, buscó el abracadabra:
—Era un buen paciente.
Y la montaña se abrió. La mujer oscura, perfilada por la luz del ventanal, silueta de la venganza, avanzó lentamente hacia Juan, mirándole incrédula, entre el silencio de todos los asistentes, hasta ponerse entre el acusado y el secretario albino. De nada valieron las órdenes flácidas del coronel, de nada valieron los pordioses, ni los violetasporfavor del coronel Eymar, porque ella estaba demasiado acostumbrada a la autoridad fingida de su marido, porque ella estaba hablando de su hijo, del que no tenía más noticia que el tercer puesto en una lista de ajusticiados tras un consejo sumarísimo. Y ahora tenía oportunidad de saber y hubiera satisfecho su sed de detalles si un llanto gutural, convertido en una vocal interminable que no existe en el habla castellana pero sí en el idioma de los animales que lloran, no le hubiera impedido formular ya más preguntas.
No se acercó a Juan, ni le tendió sus brazos, pero ambos se quedaron solos frente a frente, sin jueces, ni vocales del tribunal, ni secretarios albinos, ni guardias de vigilancia. Ahora estaba iluminada por la luz frontal pero, pese a todo, seguía "siendo oscura. Por fin, acertó a pronunciar algo inteligible: «Era mi hijo».
El coronel abandonó su puesto tras la mesa en la tarima, dio unos saltos apresurados y grotescos hasta ponerse junto a su mujer, que, aunque de la misma estatura, daba sensación de mayor volumen. Trató de componer un gesto severo y autoritario. Basta por hoy.
El alférez Rioboo ordenó que se llevaran al prisionero y los dos soldados lánguidos, que le habían traído brutalmente, brutalmente lo llevaron al calabozo donde aguardaban los que ya habían sido condenados a muerte por el tribunal que presidía el coronel Eymar. Como todos ellos, guardó silencio.
El silencio es un espacio, una oquedad donde nos refugiamos pero en el que no estamos nunca a salvo. El silencio no se termina, se rompe; su cualidad fundamental es la fragilidad y el epitelio sutil que lo circunda es transparente: deja pasar todas las miradas. Juan tuvo que enfrentarse a las miradas de sus compañeros de galería cuando, con gran sorpresa suya, le devolvieron al lugar donde la muerte necesita todavía un trámite.
Sin embargo, por razones de exceso de trabajo de los vencedores, fue devuelto a la segunda galería demasiado tarde. Pudo recoger su escudilla —o la de otro que iba a morir— y, sin cenar, acurrucarse junto a la pared oscura y simplificar su desconcierto soñando que era una sola cosa, cualquier cosa, pero una: animal, agua, piedra, tierra, gusano, lágrima, cobarde, árbol, héroe..., y se quedó dormido sin tener que explicarse por qué seguía viviendo. Todos respetaron su silencio. Nadie le preguntó. Se imaginó cosas imposibles y entrepensó olores y sonidos mientras entresoñaba espacios y colores. Consideró todas esas sensaciones como, una forma de aprender a no estar vivo y trató de imaginarse en qué idioma hablaban los difuntos.
La debilidad tiene esas ventajas. Al día siguiente se despertó obsesionado por escribir otra vez a su hermano.
Sabía cómo encontrar lápiz y papel para escribir otra carta a su hermano. Intuía, sin saber por qué, que disponía de más tiempo y encontró de repente cierto parecido entre la escritura y las caricias, entre las palabras y el afecto, entre la memoria y la complicidad. Había en aquella prisión de derrotados dos vencedores. Convivían con los presos, pero no iban a ser juzgados. Vestían ambos uniforme del ejército insurrecto y tenían a gala ir siempre tocados con el gorro cuartelero de ordenanza y una borla roja que, cuando andaban, marcaba siempre el ritmo marcial de sus pasos. Aunque tan delgados como el resto, había un brío en sus movimientos que los diferenciaba claramente de los demás presos. Un anciano profesor de instituto, amigo de Negrín, que no pudo soportar ni el hambre ni el invierno, les apodó Espoz y Mina porque, aunque eran dos, se comportaban siempre como si fueran uno solo.