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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras

 

«En Pueblanueva del Conde, imaginaria villa marinera gallega, todo se agita por el regreso de Carlos Deza, último de los Churruchaos, antiguos señores de la villa. Cayetano Salgado, amigo de la infancia de Carlos y nuevo señor, ve peligrar su posición, y hará lo posible por mantener su poder sobre el pueblo. Doña Mariana, última representante de los Churruchaos hasta la llegada de Carlos, pretende que éste acepte su herencia de sangre, para mantener las cosas como siempre frente al nuevo poder, pero Carlos no quiere inmiscuirse. Tiempo después, el pulso entre el viejo y el nuevo poder continúa. Rosario, amante de Cayetano, lo abandona y se va con Carlos. Lo que parecía una lucha por el poder social y económico baja al terreno de las pasiones, y ahí Cayetano es menos poderoso. El enfrentamiento parece decantarse del lado de Carlos, pero Cayetano no tiene prisa. Clara Aldán, otra Churruchao venida a menos, pobre y desesperada, pasa a llenar un nuevo campo de batalla entre ambos contendientes, a los que se une Juan Aldán, hermano de Clara. Y en la Pascua vendrá la tristeza. Excelente retrato de la realidad de la sociedad gallega de preguerra, LOS GOZOS Y LAS SOMBRAS presenta un análisis profundo de las características de esa sociedad y de su paso del siglo XIX al capitalismo, en el que todo cambia para que todo siga igual. Publicada sin apenas repercusión, la primera parte, “El señor llega”, obtuvo el premio de Novela de la Fundación Juan March, justo cuando GTB se planteaba dejar de escribir. 25 años después, la adaptación a la televisión le dio al autor el espaldarazo de popularidad que le faltaba.»

Gonzalo Torrente Ballester

Los gozos y las sombras

ePUB v1.0

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19.03.12

Autor:
Gonzalo Torrente Ballester
.

Editorial: Alianza Editorial S.A.

Primera edición en "El libro de Bolsillo": 1971.

LIBRO I
EL SEÑOR LLEGA

A quien más dolor me causa

La venida de Carlos Deza a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fué venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso como de acuerdo, rodearla de importancia; y hubiera estado bien si las esperanzas levantadas con tanta música no hubieran de ser desbaratadas luego por el propio interesado. Pero la música y la bambolla estuvieron de más. Carlos se fue, o más bien se lo llevaron, cuando era muchacho, y más tarde regresó. El número de los que vuelven nunca es tan grande como el de los que se van, y no puede decirse que todos los que regresan hayan de ser considerados como personajes. Unos traen dinero, automóvil y una leontina; otros, más modestos, un sombrero de paja y un acordeón; los más, una enfermedad de la que mueren, y todos, todos, el acento cambiado y cierta afición a hablar de los que todavía quedan en la emigración, de los que han de volver y de los que ya no volverán, por vergüenza de su mala suerte o porque se han muerto. En cierto modo, todos éstos forman grupo; en la calle, los días de feria, o en el Casino, si son socios; por haber estado lejos y haber visto mundo, se les considera, y por la experiencia que tienen, se les consulta sobre las elecciones, o si conviene poner la fuente nueva aquí o allá, o si verdaderamente importa mantener las líneas de autobuses con La Coruña o pedir al Gobierno que de una vez haga el prometido ferrocarril. Pero Carlos, ni estuvo tan lejos, ni se ha traído automóvil, ni una leontina, ni siquiera un acordeón; y si se le pregunta sobre la fuente nueva, se encoge de hombros y sonríe.

Quedamos en que, más que venida, fue regreso el suyo y que no había para qué ponerse así. Pero si sobraban los anuncios y las profecías, hay que reconocer que no era difícil haberlas hecho. Porque, sin ser de los que vana América, donde hay que pelear con la suerte y con la muerte, otros como él también se fueron, y volvieron. De unos, nadie lo recuerda, apenas: así de don Fernando, padre de Carlos, que llegó a diputado, y un día regresó, se casó y vivió en su pato, hasta que marchó de nuevo sin que se haya sabido a dónde, ni cómo, ni por qué. Doña Mariana también se había marchado, puesto que regresó, y esto es también historia antigua, pero sabido de todos. Que el padre de Carlos y doña Mariana se hubieran ido y hubieran regresado, nada prejuzga. Pero también se fue y regresó Eugenio Quiroga, y, más tarde, Juanito Aldán; y lo de estos dos ya supone algo. Era fácil decir: también volverá Carlos. Era fácil. Y no había para qué ponerse así. La primera en sacar las cosas de quicio fue doña Matilde, su madre. Que la pobre lo hiciera no tiene nada de extraño. Le llegaban con cuentos de Cayetano Salgado. Le decían, por ejemplo: «Cayetano hace, o tiene, o puede»; y ella respondía: «Ya verán cuando venga mi hijo». O bien alguien aseguraba que Cayetano era muy guapo; y entonces ella mostraba el retrato de Carlos, que siempre fue feo hasta en fotografía. O se hacían las amilagradas de que Cayetano estuviese en Londres, y ella hablaba de Viena como de ciudad más importante, en la que nadie de Pueblanueva había estado ni había oído hablar, porque decir de los valses que eran de Viena era como decirlo del pan. Quién, creyó que Viena era una panadería, y cuando doña Matilde mostraba las tarjetas postales con palacios, iglesias y parques, abría la boca de una cuarta: «¡Ah! ¿Es que el pan viene de ahí?».

La pobre doña Matilde se pasó varios años hablando de la vuelta de su hijo, casi amenazando con ella, y se murió sin verla, pero segura de que un día había de acontecer. Todas las disposiciones del testamento la daban por segura. Hubiera sido un mal hijo Carlos de quedarse en el extranjero, o de irse a Madrid directamente sin pasar por Pueblanueva. ¡Si hasta el lugar del cementerio donde yacía doña Matilde era provisional, porque había dispuesto que su hijo eligiese la huesa definitiva! ¡Bah! ¡Tanto preocuparse por lo que pase después de muerta!…

Lo de que amenazaba con el regreso de Carlos es la pura verdad. No es que las cosas de Pueblanueva marchen tan bien que sean perfectas, pero no están como para amenazas. Es cierto que Cayetano manda, pero alguien ha de mandar. Si a todas las madres se les ocurriese que habían de ser sus hijos los mandones, ¡menudo berenjenal se armaría entre ellas! Doña Matilde había cogido esa perra como pudo coger otra cualquiera: cosas de vieja. Por otra parte, hay razones para explicarlo. El mandón había sido siempre un Churruchao: Deza o Sarmiento, Aldán o Quiroga, y por primera vez alguien mandaba, ajeno al clan. Pero mandaba por conquista, no por herencia; por la fuerza de su dinero, no de bóbilis, bóbilis; mandaba por redaños y nadie se movía. El cisma se armó con los anuncios y profecías, pero fue poco duradero. «Mi hijo va a venir pronto y ya veréis cómo pone en orden las cosas», decía doña Matilde. Y alguien bajaba del pazo con el cuento, pasaba de unos a otros, y la amenaza tuvo eco, y el cisma, partidarios. Nunca faltan amigos de novedades, y revoltosos atosigados, y descontentos silenciosos: para éstos, cualquier ocasión es buena, aunque sea cambiar de amo. Si por un lado les han tundido las costillas, buscan quien se las tunda por el otro, y tan contentos.

Eugenio Quiroga regresó calladamente, ya va para veinte años; quiso pintar a una moza desnuda y le armaron un lío; luego se fue al convento y se metió a fraile: a nadie se le ocurrió pensar que pretendiese echar a los Salgado del mando, y menos del mundo. Y Juanito Aldán volvió tan desacreditado, que cuando empezó a hablar del anarquismo y de todo eso, lo enviaron a paseo. Los dos predican, uno en la iglesia, el otro en la taberna, pero nadie les toma en serio lo que dicen: porque Pueblanueva no será capital de provincia, ni cabeza de partido, pero no faltan en el Casino gentes ilustradas y entendidas: don Lino, el maestro, republicano de siempre, o don Casto, que fue en Buenos Aires presidente de la Sociedad de Hijos de Pueblanueva, y aunque vive en La Coruña, pasa aquí los veranos; y algunos más. Ya sin hablar de Cayetano.

Contando con esto, doña Matilde debió callar la boca. Pero habló, y ése fue su mal. Los que perdían al mus, se hicieron partidarios de Carlos, sólo porque Cayetano ganaba siempre. Los propietarios de tiendas sin clientela se pasaron a Carlos sólo porque el astillero de Cayetano es un negocio de millones. Los que tenían hijas mozas de buen ver cambiaron de chaqueta sólo porque Cayetano se había acostado con ellas o acabaría acostándose. Y así los demás. Nadie sabe qué esperaban, ni por qué. Hubiera sido razonable de un ingeniero o de un ricacho, pero Carlos era médico de locos, y nada más. Un médico de locos es la misma persona, que estudie en Viena o en Santiago de Compostela. Podrá curar a los imbéciles, pero el mangoneo de Pueblanueva es otro cantar, y nada fácil, por cierto. Para mandar en Pueblanueva, hoy por hoy, se necesitan riñones y dinero.

Doña Matilde describía a su hijo a su manera, el auditorio interpretaba a la suya, y la especie, llegada a los corrillos, se transformaba al gusto de cada cual. Ya se sabe lo que pasa con los cuentos. Y como lo que doña Matilde contaba de su hijo, inventado por ella, tocaba en el milagro, se tuvo a Carlos por una especie de curalotodo que así levantaba la paletilla como sacaba los demonios. Esto último no hacía mucha gracia a los curas, porque, desde siempre, los demonios no salen del cuerpo más que yendo en romería a la ermita de San Andrés, conforme se sale de la ría, a la derecha; y si Carlos los expulsaba de los cuerpos sin el concurso del santo, la ermita quedaría sin clientela. De los curas viene el cuento de la brujería de Carlos. El día que don Julián disputó con don Lino, éste se puso de la parte de Carlos y de la ciencia, y el cura le respondió que, fuera de Dios Nuestro Señor y de sus santos, sólo el demonio puede hacer curaciones, y que si Carlos las hacía, el demonio tendría que ver con sus artes. En aquella ocasión don Lino tuvo pocos partidarios. La gente se inclinó por don Julián, y si hasta entonces la reputación de Carlos permanecía en cierto modo vaga, desde entonces se concretó como profesional del meigallo científico. Es posible que algunos esperasen que apareciera vestido con un batón negro bordado de estrellas; un cucurucho en la cabeza, y en la mano la vara de las virtudes. Pero, así o de otro modo, los cismáticos no dudaron que podría desbancara Cayetano y mandar en Pueblanueva.

El padre Eugenio tuvo también su parte. El padre Eugenio, desde que se ordenó, venía todos los domingos a predicar el Evangelio, si no es durante la Semana Santa, que permanecía en el Monasterio. Se empezó a decir que Carlos llegaría para Navidades. El padre Eugenio, así como un mes antes, comenzó las profecías desde el púlpito, y aunque no se nombró a Carlos para nada, todo el mundo lo entendió desde el principio. «Y entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y majestad. » La gente se miraba, y don Julián, que medio se había dormido en el presbiterio, levantó la cabeza, asustado. Fue por el tono con que el padre Eugenio lo dijo; que las palabras, según se supo luego, eran del Evangelio. Al domingo siguiente, lo que gritó fue esto otro, comentado después: «Excita, Señor, nuestros corazones, a preparar el camino de tu Unigénito», y todo se le volvía luego hablar de esperanzas y redenciones, como si Carlos, cuando viniese, fuera a repartir las tierras, a curar a los tísicos y hacernos iguales a todos. Andaba la gente revuelta, después de este domingo, y taciturna, y aunque pocos se hablaban, todos, al mirarse, se entendían; más o menos como cuando vino la República, que nadie osaba hablar de ella claramente, pero se comunicaban las esperanzas con escasas palabras; y si esta de Carlos sucedió en los mismos términos, fue, seguramente, por el poco tiempo que la República llevaba, y porque la gente no estaba muy contenta y creía que Carlos iba a traer lo que la República no les había dado: lo cual sucede por culpa de los que prometen sin discreción cosas que luego no podrán cumplir. El tercer domingo, el padre Eugenio habló del Precursor, y empezó a decir cómo era, y todos vimos que estaba retratando a Juanito Aldán, tan largo y seco como el propio padre Eugenio, y al referirse a sus discípulos, era verdaderamente a los pescadores a quienes se refería, por que Aldán hablaba en las tabernas a los pescadores y de la revolución social y de todas esas gaitas. Hasta entonces, el revoltijo no había bajado a las tabernas, pero, aunque los pescadores no van a Misa, no faltó quien les refiriese lo del sermón, y así se alborotaron. Se alegraban, además, de que alguien contase con ellos, aunque fuese el padre Eugenio. Y Aldán les predicó aquel día que el nuevo mundo no podría hacer nada sin el proletariado. Por último, el domingo cuarto, el fraile repitió muchas veces que «el Señor está cerca de todos los que le invocan, de todos los que le invocan de verdad», y explicó también que en otros tiempos los cristianos saludaban, diciendo: «El Señor viene, el Señor llega», y que para los cristianos el Señor estaba siempre llegando de verdad, y que ahora iba a llegar a Pueblanueva y, con Él, su reino y su justicia. Cayetano tuvo que tomar cartas en el asunto. Dijo en el Casino que el padre Eugenio estaba loco, y que si seguía por aquel camino, hablaría a las autoridades. El propio don Lino, que hasta entonces se había mantenido a la expectativa, más que nada por ser Carlos hombre de ciencia se pasó al bando de Cayetano, porque él no podía estar con los fomentadores de la superchería. Estas palabras fueron de gran efecto en el Casino, ya que don Lino tenía con Cayetano un antiguo resentimiento a causa de su mujer, con la que Cayetano había andado un par de años antes; y la reputación de don Lino ganó mucho al ver los socios del Casino y demás gentes de bien cómo sacrificaban sus rencores a sus convicciones. Aquella tarde, el maestro ganó al
tresillo
más de lo corriente, en parte por la suerte, ya que juntó espada-mala-basto dos o tres veces, en parte porque los otros le dejaban jugar siempre y ganar, en atención al sacrificio. Que a los pocos días su hijo mayor, un mangante sin oficio ni beneficio, entrase en las oficinas del astillero con sueldo de meritorio, fue una galantería particular de Cayetano. La verdad es que, si antes no lo había hecho, la culpa fuera de don Lino, porque Cayetano se portó siempre bien con las mujeres, y el astillero está lleno de padres, hermanos y maridos de sus queridas. Don Lino se mosqueó lo suyo cuando lo del lío, y alardeó contra Cayetano, pensando que por tener un sueldo del Estado podría mantenerse independiente; y cuando vino la República, trabajó por ella como si trabajase contra Cayetano; pero éste, desde sus viajes, renegaba del Rey por lo bajo, y poco antes de las elecciones mandó a todos sus obreros que votasen por los republicanos; y él mismo se hizo socialista, con lo cual sacó a los concejales que quiso y dejó a don Lino en el aire. Era una pena el malentendido entre los dos, y todos lo lamentaban, y no faltó quien dijese al maestro —o, al menos, así se cuenta—, que la culpa de que Cayetano se hubiese acostado con su mujer sólo la tenía ella. Afortunadamente, la llegada de Carlos, o, mejor, los disparates de fray Eugenio, volvieron a la amistad a estos dos hombres, y entre las personas sensatas hubo un respiro como de alivio, porque hubiera sido un contratiempo que don Lino se convirtiese al cisma. Conviene recordar que por estos días, antes de Nochebuena, hacía muy mal tiempo, y se habían perdido dos barcos con sus tripulaciones: uno, estrellado en los acantilados, y el otro, hundido Dios sabe dónde, sin dejar rastro; y esta circunstancia patética favorecía los disparates, sobre todo entre las clases más afectadas por la desgracia o más temerosas de que se repitiese. Por fortuna, el cuarto domingo de Adviento roló hacia el nordés, y luego vinieron las nieblas y el orballo, con mejor temperatura y mar llana. Pero el temporal de las almas tardó más tiempo en amainar. Es el caso que todos tenían algo que ganar y nada que perder, andaban por aquellos días alucinados como cuando vienen los misioneros y arman esos pitotes con amenazas de infierno. Como hubo buena pesca, los taberneros vendieron vino en abundancia. Pero en todos esos lugares, los espías de Cayetano tomaron nota de cuanto se decía, y por quién: en el astillero despidieron a diez o doce, por traidores.

Nadie sabrá jamás la parte habida por doña Mariana Sarmiento en el jaleo. Doña Mariana apenas era pariente de Carlos, y, sin embargo, le escribía desde la muerte de doña Matilde, le administraba las tierras y le cobraba los cuatro cuartos que rentaban. Que el padre Eugenio no le habló, está probado. Que ella se dormía durante los sermones del domingo, todo el mundo pudo verlo, y no es nada nuevo, porque se dormía siempre. Tampoco dijo a nadie cuándo llegaba Carlos, pero se pudo colegir de la visita que hizo una tarde al pazo, y del tiempo que pasó en él, recorriéndolo todo, y de las órdenes que dio para que lo limpiasen y adecentasen un poco. Pero aquello no había manera de adecentarlo, aunque vinieran treinta mujeres y fregasen durante quince días seguidos, porque lo que necesitaba, más que treinta mujeres, eran treinta albañiles y carpinteros, y algunos meses de trabajo. Por lo cual, doña Mariana dejó el pato cerrado y dispuso en su casa habitación para Carlos. Eso sucedía cosa de una semana antes de la llegada. Las noticias venían por Aurora la Rucha, hija de Manuela la Rañesa y de un patrón de pesca llamado el Rucho, que había dejado hijos por un lado y por otro. Manuela cocinaba para doña Mariana y Aurora servía de doncella, y no podía ver a su ama porque la obligaba a vestirse de negro, con cofia y delantal, como en las capitales, sin que pudiera quitárselos cuando salía a la calle, y así todo el mundo conocía que era sirvienta; aunque en este punto nadie dio la razón a la Rucha, porque es natural que todo el mundo manifieste por el traje la condición. Lo que sucedía es que entre Aurora y doña Mariana existían otros resentimientos. Aurora nació en la casa, que doña Mariana se portó bien con Manuela cuando quedó preñada. Pero, a los quince o dieciséis años, la Rucha empezó a verse con los mozos, y a escaparse por las noches, y doña Mariana, que andaba sobre aviso, la metió en cintura con buenas broncas y amenazas deponer en la calle a la madre y a la hija, si seguía en aquellos pasos. Y aquí sí que la gente estuvo departe de la Rucha, porque ni doña Mariana era quién para meterse en esto y en lo otro, que para eso estaba la madre de la Rucha, ni tenía autoridad moral para hacerlo, por lo de ese hijo que doña Mariana tuvo, de soltera, como todo el mundo sabe. Una mujer no puede reprochar a las demás sus propios pecados.

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