Los gozos y las sombras (89 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Clara le dio un bofetón. Saltó la pipa de los labios y rodó por las escaleras del patinillo. Cayetano se llevó la mano a la cara, sonriente.

—Perdona. Me acostaré contigo sin darte dinero. No me daba cuenta de que, entre paisanos, las cosas cambian mucho.

Bajó las escaleras, se agachó para recoger la pipa y atravesó el fango sin cuidarse en dónde ponía los pies. Al llegar al coche se volvió e hizo un saludo. Clara había cerrado la puerta.

—¡Acuérdate! ¡La próxima vez serán doce mil duros!

Se metió en el coche y arrancó. Seguía lloviendo, pero el viento amainaba. Hacia el Sudoeste, el cielo empezaba a clarear.

—La señora está ahora con el notario. No puede recibirte.

—Esperaré.

—Es que, después, vendrá el practicante a ponerle unas ventosas.

—Esperaré a que se vaya el practicante.

—Por mí, espera hasta mañana.

La
Rucha
, hija, intentó cerrar la puerta, pero Clara se interpuso.

—No pretenderás que me quede en el portal.

—Pues yo no meto a nadie en casa sin que lo mande la señora.

Clara le echó mano a la muñeca.

—Un día te arrancaré los pelos. No estoy dispuesta a aguardar en la calle, como una criada. Conque, adelante.

Dejó las zuecas en un rincón y empezó a subir las escaleras, agarrada al brazo de la
Rucha
, empujándola delante.

—Me llevas a la sala o a la cocina, me da igual. Y le dices a la señora que estoy aquí y que quiero verla.

La soltó. La
Rucha
se retiró unos pasos.

—Diré a la señora que entraste a la fuerza.

—Dile lo que quieras.

—A la sala no te paso. ¡Pues no faltaba más! Ahí te quedas.

Marchó corriendo. Clara se quitó el mantón y lo dejó colgado en el perchero. Después se acercó al espejo y se miró. Se le había endurecido el gesto y miraba rabiosamente.

—¡Ese hijo de gran zorra!

Sacó del bolsillo una polverita y se dio unos toques en los párpados enrojecidos. Sentía deseos de romper algo. Le dolían, en el fondo del alma, las palabras de Cayetano. Le quemaban el corazón desde que las había escuchado. Ante el espejo cerró los puños y repitió el insulto.

—En una cosa tiene razón: en mi casa no hay hombres. Ni fuera de ella, tampoco.

Recordó a Carlos: «¡Otro bueno! —pensó—. Es tan despreciable como cualquiera y más cobarde que todos».

Entró la
Rucha
, madre.

—La señora lleva una hora encerrada con el notario.

—Ya dije que esperaré.

—Como quiera. Pero con mi hija no tiene por qué meterse. Siéntese.

«Bueno. Y ahora a cantar la palinodia a la Vieja y a pedirle que me compre la casa. Y, si no me la compra, mi gozo, en un pozo, y todas mis esperanzas, a paseo.»

La casa estaba silenciosa. El aire era tibio. Se sentía fatigada y con ganas de dormir. Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Se oyó, lejano, un timbre. La
Rucha
, hija, pasó corriendo, de puntillas; abrió y cerró una puerta sin ruido. Salió en seguida. Tras ella, el notario y su escribano. Dijeron: «¡Buenos días!», y bajaron las escaleras.

—Ahora diré a la señora que estás aquí.

Sonó, otra vez, el timbre. La
Rucha
, hija, salió corriendo. Después pasó la
Rucha
, madre. Cerraron la puerta, la abrieron. Entraron y salieron en el cuarto de baño. Las oyó protestar a media voz. La
Rucha
, madre, salió de la cocina con un sahumerio. Dejó el pasillo oliendo a espliego quemado.

Un rato después, la
Rucha
, hija, regresó.

—Que pases.

La acompañó hasta una puerta abierta. Clara entró y se detuvo. Estaban entornadas las maderas, y en un rincón humeaba el espliego. A1 fondo, en la alcoba, había una luz muy tenue. Atravesó la habitación y se asomó a la alcoba. Doña Mariana respiraba fatigosamente. Parecía mucho más vieja, pero su rostro conservaba la fuerza. Clara se sintió enternecida. Alargó el brazo y le acarició una mano. Doña Mariana abrió los ojos.

—¿Qué me quieres?

Clara retrocedió. Un escalofrío le sacudió la espalda; tina repentina cobardía frenó sus palabras.

—Supe que estaba usted enferma…

—Sí, hija. En las últimas.

—Ya me contaron lo del muelle. No debió hacerlo.

—Fue una hombrada, ¿sabes? Como en nuestra familia no hay hombres, las hombradas tenemos que hacerlas las mujeres.

—Que lo diga.

—¿Quieres arreglarme estas almohadas? Estoy cansada. Este notario es bastante burro. Me ha sacado una semana de vida. Gracias. Dame también un poco de coñac. Ahí, en esa mesa…

Bebió un par de tragos. Pidió que apartase la luz para que no le diera en los ojos. Después sonrió.

—Bueno. ¿Y qué?

—Puedo echarle una mano, si quiere. Ese par de bestias que tiene usted de criadas no me parecen muy listas para cuidarla y, además, lo hacen de mala gana. Yo estoy acostumbrada. No me da reparo nada. Ya sabe, mi madre… Es un cuerpo muerto.

—¿Era a eso a lo que venías?

—No. Se me ocurrió ahora. Venía sólo a verla.

Bajó los ojos. Doña Mariana respiraba con la boca abierta: la respiración era como un ronquido sibilante, entrecortado. Tosió un poco.

—Estoy muy mal.

—Si quiere, me voy.

—No. Espera. Siéntate ahí y espera.

Hizo una seña vaga con la mano y la dejó caer sobre el embozo. Clara se sentó y cruzó los brazos.

—¿Cómo van tus cosas?

—Como siempre.

—Es una pena que no podamos marchar de acuerdo, pero tus intereses y los míos no van por el mismo camino. Lo siento. Lo siento de veras, porque te tengo simpatía. Eres la única persona de la familia que vale para algo.

—Gracias.

—Te agradezco el ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo. Carlos está conmigo. Hoy lo he mandado a La Coruña, pero me acompañará hasta que me muera. Lo quiero mucho, ¿sabes?

—Yo también.

—Por eso no me conviene que estés a su lado. Una mujer, incluso una mujer leal como tú, tiene muchos, recursos. Y yo debo evitar que te cases con Carlos. Me hace falta para otras cosas.

Volvió hacia Clara la cabeza y la miró fijamente.

—Tú, naturalmente, no estarás de acuerdo conmigo. Te será difícil comprenderme. Para ti, todo está perdido; pero yo no me resigno a que se pierda todo.

—¿Y espera que Carlos le salve algo?

—Estoy segura de que lo conseguiré. Ya he tomado mis medidas. Y quizá consiga de muerta lo que no conseguí de viva.

Clara se levantó.

—Pues ya pasaré por aquí a ver cómo se encuentra, y si en algo puedo ayudarla…

—Y yo, ¿puedo hacer algo por ti?

—No, señora. Gracias.

—¿Es cierto que vendes tu casa? Algo de eso me dijo Carlos, en secreto, claro. No me descubras.

—Lo he pensado mejor. Mientras mi madre viva…

Acarició otra vez la mano de doña Mariana.

—Lo que sí le agradeceré es que diga a su criada que no me trate como a una mendiga. Hoy, a poco le rompo el alma. No lo hice por respeto a usted.

Salió rápidamente, sin volver la cabeza. Cogió al paso el mantón, bajó las escaleras, se puso las zuecas. Una pareja de golondrinas se había metido en el portal y se perseguían chillando. Fuera había escampado. Clara se embozó en el mantón y marchó de prisa. Entró en el estanco, compró un pliego de papel, un sobre y un sello. Pidió prestada una pluma y escribió: «Cayetano: te vendo la casa en el precio que quieras, pero, por favor, no lo trates conmigo. Mándame a quien sea. Clara Aldán». Fue, luego, al correo y echó la carta. La plaza empezaba a despoblarse de vendedoras. Paquito el
Relojero
cerraba su puesto.

—¡Clara, mañana me marcho! —le gritó alegremente.

Clara atravesó la plaza y entró en Santa María. La iglesia estaba vacía; el ruido de los zuecos, al llenarla, se agrandaba.

Se santiguó, buscó un rincón. Hacía frío y, al fondo, la lámpara del altar brillaba en la penumbra. No sentía deseos de rezar, ni de pedir ayuda a Dios, sino sólo de desahogar la rabia, la pena y la vergüenza, de gritar acaso. Entró en la capilla de los Churruchaos, se sentó encima de un sepulcro y empezó a llorar.

El médico llegó a las diez. Doña Mariana se había amodorrado. Gemía a ratos, o tosía. Carlos le dio algo de comer, y unas pastillas para que se durmiera. El médico anunció que a las doce, cuando saliera del casino, vendría a echar un vistazo a la enferma. Pronosticó empeoramiento. Carlos le preguntó si sería oportuno traer de Santiago algún primer espada.

—Como usted quiera, pero va a ser igual.

Paquito el
Relojero
bromeaba en la cocina con las
Ruchas
. Carlos le hizo venir al cuarto de estar. Le preguntó si había cenado y si se encontraba bien.

—Quiero pedirte que vayas a casa de Rosario y le digas que a las once en punto la esperaré en el cruce. Llevaré el carricoche.

Paquito salió a dar el recado y regresó antes de media hora.

—Que bueno.

—Quédate a dormir aquí. Pero no te acuestes antes de que regrese. Si la Vieja empeora vas corriendo a avisarme. No me moveré del cruce.

Encomendó a la
Rucha
que vigilase a la enferma. Salió a las once menos diez. Rosario esperaba. Se desprendió de las sombras, subió al carricoche silenciosa, cogió a Carlos del brazo.

—¡Señor, ya me tardaba!

Se abrazó a él y le besó en la boca.

—¿Vamos a quedar aquí parados? Por qué me hizo venir aquí y no a su casa?

Carlos explicó la enfermedad de doña Mariana y la obligación que tenía de acompañarla.

—Entonces, mientras ella está enferma, ¿no vamos a vernos?

—Como ahora.

—¡Ay, señor!

Volvió a abrazarle y sollozó unos instantes.

—Ya no puedo pasarme sin la compañía del señor. Ayer noche, cuando Paquito me dijo que no estaba, creía que me daba algo. Fui a verle con el viento y la lluvia.

—Ya lo sé.

Le cogía las manos, las apretaba con faena. Se las besó.

—Señor, no sé qué haría si usted me faltase.

Carlos hizo un esfuerzo para decir:

—Si doña Mariana muere tendré que marchar de Pueblanueva.

—¿Para siempre?

—Por una temporada. Unos meses. Ya sabes: ella tiene parientes en Francia…

—¿Y qué va a ser de mí?

—No son más que unos meses.

Bonito
parecía inquieto. Pataleaba, quería arrancar. Carlos tuvo que sujetar las riendas con fuerza.

—El señor tendrá el tiempo contado para estar conmigo.

—Puedo esperar un poco.

—¡Qué pena me da todo! ¡Estoy tan desamparada…! Y en mi casa que me tratan cada vez peor.

Se abrazó fuertemente a Carlos.

—Si el señor tiene que marcharse, como dice, sería mejor que dejase arreglado lo del alquiler de la finca. Ponerlo a mi nombre. Mientras sean mis padres los que la llevan, no me dejarán vivir.

—Pero ¿cómo quieres que haga eso? Son caseros desde hace muchos años.

—El señor es el dueño y puede hacerlo si quiere.

Suspiró hondamente.

—Así me dejará protegida.

Había muchas maneras de plantear la cuestión: llegar, una mañana, a la granja, hablar con el
Galán
y exigir más renta. El
Galán
se quejaría: que no podía pagar, que la tierra no daba lo bastante. Mentiras todo. Entonces, ella intervendría para decir que pagaría la renta nueva con el producto de su trabajo, a condición de ser ella la casera, y entonces Carlos…

—Iré un día de éstos.

—El señor no tiene por qué apurarse. Cuando sepa el día del viaje…

Convinieron que, al día siguiente, se verían del mismo modo y a la misma hora, y que si Carlos tardaba Rosario se marcharía.

—Pero haga el señor por venir, aunque la señora se muera…

Le echó los brazos al cuello y le besó furiosamente.

—Señor, haga por estar conmigo, aunque no sea más que un ratito. Yo subiré al pazo a la hora que sea. No me importa que me vea la gente…

Saltó del coche y se abrazó a sus piernas.

—Voy a llorar mucho, señor.

Apretó el abrazo y se metió en las sombras. Carlos arreó el caballo.

—Hasta mañana.

Se sentía confuso. «Me quiere y cometo una felonía al abandonarla.» O bien: «No es más que una mujer lista que comprendió a tiempo que de mí sacaría más que de Cayetano». «Le he descubierto el amor.» O «No soy más que un imbécil».

Doña Mariana no se había despertado. Carlos dispuso que trajeran almohadas y una manta, y mandó a las
Ruchas
que se acostasen. «Si me hacéis falta os llamaré.» A las doce, pasadas, llegó el médico, escuchó la respiración de doña Mariana, le tomó el pulso, le palpó el hígado y los tobillos. «Esto se complica inesperadamente. Habrá que deshidratarla, y no sé si lo resistirá. Tiene muy pocas carnes y el corazón está muy fatigado.» Levantó un poco las ropas y enseñó a Carlos los tobillos hinchados. Carlos se encogió de hombros. «No olvide que no sé una palabra de medicina.» El médico se lo llevó a la salita y empezó a explicarle algo de la respiración, del corazón, del hígado y del agua acumulada. «Volveré mañana a primera hora. Déle el piramidón y que le pongan las ventosas. l cardiazol, cada tanto tiempo…»

Al quedarse solo sintió Carlos deseos de tocar el piano. Descubrió entonces que, durante todo el día, una melodía le había andado por el recuerdo. Fue al salón, cerró las puertas, corrió las cortinas y tocó suavemente. Se interrumpía a ratos, escuchaba y volvía a tocar, hasta que sintió frío y regresó a la salita. Doña Mariana dormía y él no tenía sueño, sino frío. Se acostó en el sofá y encogió las piernas. El ruido de las olas al golpear el pretil llegaba como un rumor suave y repetido. «Como quedaría bien sería regalándole a Rosario la granja. Si me voy, se casará con ese labrador, y la granja podría ser mi regalo de boda. Es un modo de pagarle…»

«… y si le pago de alguna manera, la envilezco, la prostituyo. Su entrega deja de ser amor. Me pongo a la altura de Cayetano…»

«… pero Cayetano da el tono moral al pueblo. Arrebata o compra. En el fondo todo el mundo cree que lo que él hace es lo que está bien, y Rosario también lo cree…»

«… no volveré más. Tendré que venderlo todo, antes, y nadie lo podrá comprar si Cayetano se empeña. Él pondrá el precio. —¿Y la Granja de Freame? —Ésa la he regalado a Rosario la
Galana
. Va a casarse, ¿sabes? Si Cayetano llegase a ser su dueño se vengaría de Rosario; yo mismo pondría en su mano el modo y la ocasión de vengarse…»

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