Los gozos y las sombras (92 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Cogió el breviario y salió. Carlos entró en la alcoba. Doña Mariana permanecía vuelta hacia la pared.

—Carlos. Esa luz. Apágala. Así. Carlos…

Carlos se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano.

—Sí.

—En mi escritorio… Busca. Hay unas instrucciones para mi entierro.

—Sí.

—No puedo más. Carlos. No puedo respirar. Me duele todo. Dame una de esas pastillas que me atontan.

—Ahora vendrá el médico.

—Que me deje morir en paz. No vale la pena seguir haciéndome daño.

El sobre venía dirigido a Cayetano y no traía sello sino simplemente matasellos. Los sobres así no se detenían en secretaría, sino que pasaban directamente al despacho privado del jefe. Cayetano lo abrió y leyó la copia de la carta que Juan Aldán escribía a Clara y la de la carta que Clara escribía a Juan. Encima de la mesa estaba la carta escrita por Clara a Cayetano —los sobres con letra de mujer tampoco hacían estación en secretaría.

Descolgó el teléfono interior.

—Que se enteren cuanto antes del estado de doña Mariana Sarmiento.

Colgó y releyó las cartas. Después se sentó en un sillón y cerró los ojos.

Sonó el teléfono. Alguien le dijo que doña Mariana Sarmiento estaba muriendo.

—Bien. Gracias. Que venga Martínez Couto.

El empleado llegó rápidamente; llamó quedo y entró sin esperar.

—Mire usted: se va ahora mismo al pazo de los Aldán, habla con Clara y le dice que le compro la finca en los quince mil duros. Que si está conforme, la avisaré cuando venga el notario. Que tenga los papeles preparados. Los derechos reales y demás gastos, de su cuenta. Explíquele lo que son los derechos reales. Para que no monte mucho haremos la escritura por la mitad. Explíqueselo todo claramente.

—Sí, señor.

Martínez Couto había permanecido de pie, con los zapatos en ángulo de cuarenta y cinco grados, el torso un poco inclinado, la cabeza baja y en la boca una sonrisa.

—Puede marcharse. Dése prisa.

—Sí, señor.

Salió.

Frente al cuadro de Reynolds, el revestimiento de madera traída de un castillo inglés disimulaba una puerta que no se abría desde muchos años atrás; una puerta que no había vuelto a abrirse desde que fuera instalada y probada. Cayetano buscó en un cajón una llavecita y la abrió. Al otro lado del hueco de la pared había otra puerta y estaba cerrada con un cerrojo. Cayetano lo corrió y abrió la segunda puerta. Don Jaime, sentado ante la mesa de su despacho, hacía pajaritas: treinta, cuarenta, cincuenta pajaritas blancas, todas iguales, formaban en pelotón sobre la mesa; a su frente figuraban pajaritas mayores, cabos, sargentos, capitanes de aquel ejército. En el cesto de los papeles había pajaritas rotas, pajaritas estrujadas, pajaritas inconclusas.

Don Jaime Salgado se sobresaltó al oír el ruido. La puerta estaba detrás de su mesa, detrás de su espalda. Quizá la hubiera olvidado. Dio un grito, se levantó y corrió a refugiarse tras la mesa. Buena parte del ejército quedó derribado.

Cayetano entró y cerró.

—Buenos días, papá.

Don Jaime retrocedía. Tropezó con una butaca y se tambaleó.

—¿Qué quieres?

—Verte. Siéntate. Quiero hablar contigo.

Atravesó el despacho hasta el sofá y señaló a su padre un sillón. Don Jaime se sentó. Le miraba con extrañeza, con miedo.

—Vengo a hablarte de negocios.

Don Jaime mantenía los ojos muy abiertos. Le temblaban las manos y los párpados. Respondió algo ininteligible.

—Tú eres el jefe, papá, el dueño de la firma. Yo no soy más que tu apoderado general —cambió de tono—. ¿Sabes que está muriendo doña Mariana?

—¿Cómo?

Algo así como el residuo de una emoción, o su eco, le conmovió un instante.

—¿Doña Mariana? ¿Muriendo?

—Sí. De una pulmonía que cogió por desafiarme. Está muriendo y debo recordarte que posee un buen paquete de acciones de nuestra Empresa. Vendidas por ti hace treinta años o más.

—Sí…

—Era un gran momento aquél, ¿verdad? Dinero fresco para ampliar el negocio. Entonces eras joven y veías claro. Un buen paquete de acciones, pero el negocio fue arriba. Hiciste bien.

—Sí…

Don Jaime no había entrado en la situación. Le erraba el mirar, desconfiado, incierto.

—Ahora esas acciones irán a parar a manos de sus herederos. ¿Tú sabes quiénes son?

—¿Yo? ¿Sus herederos? No sé…

—Durante muchos años fuiste el confidente y el guía de doña Mariana en sus negocios. Tienes que saber algo.

—No sé. No me acuerdo.

—Algo de su hijo. ¿No recuerdas? Doña Mariana es soltera, pero tiene un hijo. Doña Mariana es una zorra mala: Tiene un hijo de soltera. Está en la Argentina, y supongo que la heredará. El hijo de doña Mariana pasará a ser el propietario de ese paquete de acciones.

—Sí…

—Y he pensado que es una buena ocasión para que los astilleros sean enteramente de nuestra propiedad. Voy a escribir al hijo de doña Mariana para que venga y comprarle esas acciones.

—Bueno.

—A no ser que exista alguna razón por la que hayamos de respetar la propiedad y el propietario.

—¿Razones? ¿Cuáles? No sé…

Cayetano cogió violentamente un pliego de papel y se lo entregó a su padre.

—Toma. Haz pajaritas y deja de temblar. Me refiero a razones de conciencia.

Don Jaime miró el papel y quedó con él en la mano.

—¿De conciencia? ¿Por qué?

Plegó el papel y lo cortó en dos. Empezó a cuadricular el primer trozo; torpemente, con prisa.

—¿Por qué? Yo ya no entiendo de eso. Haz tú…

Cayetano se corrió un poco en el sofá, hasta quedar al lado de su padre, rodilla contra rodilla.

—Todo el mundo sabe en Pueblanueva que fuiste amante de doña Mariana, y todo el mundo cree, incluso yo, que su hijo es mi hermano.

El viejo dio un salto en el sillón, se echó atrás, soltó el papel, alzó las manos.

—¿Tu hermano? ¡No! Yo no he sido su amante.

Cayetano le palmoteó las rodillas.

—Bueno, papá, lo pasado, pasado. Lo hecho ya no tiene remedio. No me importa que me confieses lo que sé hace mucho tiempo.

Se le ensombreció la voz; las palabras le temblaron en la garganta.

—Cuando lo supe, sí me importó. Me lo dijo mi madre, y te hubiera matado. Pero ahora…

Recobró el tono jovial, la sonrisa abierta. Añadió a la sonrisa y al tono un punto de picardía.

—Incluso soy comprensivo. Tengo mi historia de hombre y sé lo que le pasa a un hombre cuando pierde la cabeza. Y tú, indudablemente, la perdiste en aquella ocasión.

Don Jaime había inclinado la frente, y sus manos caían, desmayadas, ya sin temblor.

—¿Me has odiado por eso siempre?

—Por el daño que hiciste a mi madre.

Don Jaime hizo un gran esfuerzo y cogió la mano de su hijo. Buscó sus ojos con mirada sincera, dolorida, implorante. Le asomó una lágrima.

—No he sido nunca el amante de doña Mariana; no soy el padre de su hijo.

Cayetano le apartó de un empellón violento que dejó al viejo aplastado contra el sillón, anonadado.

—¿Qué dices?

Se levantó. Apretaba los puños y los dientes, miraba con furia, con desprecio, con enojo.

—¡Repítelo! ¡Dilo otra vez!

—¡Yo no fui nunca…!

La escribanía de don Jaime figuraba un transatlántico de plata: servían de tinteros las chimeneas, y las plumas nunca usadas se apoyaban en los mástiles. La escribanía de don Jaime pesaba su buen medio kilo. Cayetano la agarró y alzó por encima de su cabeza: la tinta roja y la tirita azul, mezcladas, le resbalaron por la mano y la muñeca, salpicaron la alfombra y los cabellos blancos de don Jaime, y mancharon la pared.

¡Repítelo!

Don Jaime, acoquinado en el sillón, miraba la escribanía que amenazaba su cabeza. Sus manos se levantaron, se juntaron, se enlazaron.

—Perdón.

—¡Imbécil! ¿Es que no sabes mentir?

La escribanía salió disparada contra la vidriera, rompió los cristales y cayó en un montón de chatarra herrumbrosa. Un rayo de sol hizo relucir la plata. Al estrépito de cristales quebrados algunos trabajadores miraron y se preguntaron con la mirada qué había sucedido.

Cayetano dio dos portazos sucesivos, entró en su despacho y se dejó caer en un sillón, la frente apoyada en los puños crispados. Uno de sus pies golpeaba furiosamente la alfombra. Se le había alborotado el pelo, y la tinta de su mano le embadurnaba el rostro.

—¡Imbécil, imbécil, imbécil!

No sabía ya si insultaba a su, padre o se insultaba a sí mismo. Sentía el alma aplastada, y que el suelo pisado, hasta entonces firme, se hundía bajo sus pies. Estaba colorado de vergüenza, de rabia, hasta la raíz del pelo. Le parecía que todo Pueblanueva se reiría de él, que una carcajada unánime se levantaba para ofenderlo, que en aquella carcajada todos los hombres y las mujeres de Pueblanueva expresaban su burla y su venganza. Oía los cuchicheos del Casino, las medias risas cobardes que cesaban al entrar él, las frases comunicadas al oído, regocijadas, cortantes. «Pues ahora resulta que don Jaime nunca…» «… Y ya se sabe que el hijo no es hermano…» «Y tanto presumir de que su padre…» No le cabía en la cabeza el que, durante casi treinta años, don Jaime hubiera adorado en silencio a doña Mariana, la hubiera obedecido y servido, mientras doña Angustias suspiraba y lloraba en su confortable soledad. Ahora Carlos Deza se reiría también, se reiría con motivo; quizá no se lo dijera a nadie y lo guardase como un as de trampa escondido en el puño, esperando la jugada; pero seguramente lo diría, lo contaría en el Casino, si en los papeles de doña Mariana aparecía algún indicio de quién había sido su amante, de quién era el padre de su hijo. Aunque sólo se limitase a mirarle con mirada de estar en el secreto, de estar efectivamente por encima, le tendría en sus manos. Cayetano se sentiría privado de libertad.

Al pensarlo, se le revolvió la sangre, se le sublevó la conciencia y sintió necesidad inmediata de superar el trance, de apartar de sí la amenaza; de no admitir, ni aun imaginativamente, que él, el único hombre libre de Pueblanueva, pudiera dejar de serlo.

Se sirvió un coñac y lo bebió de un solo trago. «¡Bah! Estoy desbarrando. La estupidez del viejo me ha sacado de quicio, me hace pensar disparates. No basta saber: hay que tener pruebas, y, ¿quién me dice que Carlos las tenga o llegue a tenerlas? Haría falta mucho para convencer al pueblo de que no es cierto lo que se viene creyendo como el evangelio. Y la gente no creerá a Carlos, por mucho que asegure, si no presenta pruebas. En el fondo, todo el mundo está contento de que mi padre se haya acostado con la Vieja, porque mi padre fue uno de ellos, aunque con más suerte.»

Vio sus manos manchadas, se levantó y buscó donde mirarse la cara. Se rió y salió del despacho, pero a la mitad de la escalera su razonamiento había caído por tierra, derribado por el temor de que, a pesar de todo, la cosa llegara a saberse. «¡Y pensar que esta misma mañana fui generoso con esa puta de Clara!» Entró en el cuarto de baño y se lavó. Al mirarse en el espejo, sorprendió algo nuevo en su mirada, algo débil, inseguro, y volvió a sentir rabia. Todo el rencor acumulado contra su padre renacía y le culpaba. «¡Hizo sufrir a mi madre para eso…!» Y su padre estaba allí, en el espejo, en su propio rostro, tan escasamente parecido a doña Angustias, tan «Salgado»: el rostro de su padre, metido dentro del suyo y que cada día le ganaba una milésima de milímetro, que inexorablemente se apoderaría de él.

Bajó a la oficina. Antes de entrar se recompuso, se dominó. Martínez Couto estaba ya ante su mesa y trabajaba. Lo llamó.

—¿Qué le dijo ésa?

—Que bueno.

—Esperaba que no la hubiera encontrado.

Se le escapó, contra su voluntad, un «¡Lo deseaba!» mascullado.

—¿Por qué? ¿Se ha vuelto atrás?

—Quizá.

—Pues vuélvase. No hay nada escrito.

—Hay mi palabra, ¿no? Mi palabra vale por todos los notarios.

—Fue mi palabra, no la de usted.

Martínez Couto sonreía con sonrisa de ratón; ofrecía sus espaldas para dar una salida.

—Piénselo. Yo fui el que hablé y puedo desdecirme. Mi palabra no es como la suya…

Cayetano salió de la oficina y marchó al Casino. Cubeiro paseaba de un extremo a otro, a grandes zancadas mientras en la gramola sonaba un vals: «Las tres de la madrugada».

—Me estoy calentando, ¿sabe? Me cogió el frío en la gasolinera. Ya hay que andarse con cuidado con los resfriados. Uno ya no está para gaitas.

—¿Qué sabe de la Vieja?

—¡Bah! ¿Quién piensa en ella? Si no la diñó, está para diñarla de un momento a otro. Prácticamente, muerta.

Cayetano se sentó, y Cubeiro se plantó frente a él.

—¿Irá usted al entierro?

—¿Yo? ¿Por qué?

—Hay lazos de sangre…

Cayetano agarró la muñeca de Cubeiro y lo sentó de un tirón violento.

—¿Usted cree, de veras, que mi padre y la Vieja…?

—Pero ¡hombre! ¡Con qué cosas me sale ahora! Lo saben hasta los niños de teta.

—Yo nunca estuve muy seguro.

—¡Así lo estuviera yo de que me iba a tocar la lotería! De modo que prepárese. Muerta la Vieja, el hijo vendrá a hacerse cargo de todo. Y a ver si sabemos de una vez quién manda en este pueblo y si tenemos paz.

Entró don Baldomero, con el cuello del abrigo subido.

—Ha vuelto a enfriar el tiempo. ¡Qué primavera tenemos! Buenos días.

Miró a Cayetano con desconfianza. Cubeiro se levantó, fue hacia la gramola y quitó el vals.

—¿Tiene noticias de su señora? —preguntó Cayetano—. ¿Se encuentra mejor en la montaña?

Don Baldomero alzó la mano y miró a Cayetano de manera misteriosa.

—La montaña es el lugar donde el Señor se manifiesta. El Señor dio su ley en la montaña, y en la montaña se cumple su justicia. ¡Ay de los que la burlaron!

—Pero ¿qué dice?

Cubeiro había cambiado de disco. Se oyó la voz tangosa de Gardel:

¡Victoria! ¡Ataca, victoria!

¡Estoy en la gloria! ¡Se fue mi mujer!

Habían instalado un balón de oxígeno cerca de doña Mariana. Don Baldomero no disponía de repuestos suficientes; un camión saliera de madrugada a traer, de La Coruña, el armatoste completo, con oxígeno de sobra. Respirarlo aliviaba un poco la disnea de la enferma. Cuando se fatigaba de aguantar la boquilla, Carlos la sostenía. Estaba sentada en la cama, apoyada en almohadones: escasa ya de carne, sin más que el pellejo agarrado al hueso. Los ojos se le habían agrandado, y los cuatro pelos del bigote le negreaban cada vez más. Las cuerdas de la garganta, tensas sobre cavernas oscuras, se perdían en el pecho despellejado por cataplasmas y ventosas. Los brazos y las manos eran puro hueso casi inerte. Y toda la color blanca, exangüe.

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