Los gozos y las sombras (93 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—No puedo más.

—Vamos, anímese, respire.

Aspiraba fatigosamente el oxígeno de la boquilla, roncaba, se le dilataban las narices, ansiosas; las cuerdas del pescuezo se tendían, pero apenas se levantaba el pecho. Repetía:

—Carlos, no puedo más. Carlos, ayúdame a morir.

Y fray Eugenio asomaba la nariz por el quicio y esperaba, con la cruz en la mano, un «¡Dios mío!» o algo semejante que le permitiera acercarse, hablarle, darle a besar la cruz.

Entró la
Rucha
, hija, de puntillas y se acercó a Carlos. Le habló al oído. Carlos puso cara de extrañeza.

—Yo iré. Aguanta esto. No se lo apartes de la boca.

Carlos salió al pasillo, y la
Rucha
, hija, se sentó donde Carlos estaba. En el vestíbulo esperaba don Jaime Salgado, vestido de oscuro, con bastón y el sombrero en la mano. Delgado, encorvado, trémulo. Titubeó ante Carlos, le ofreció la mano.

—¿Puedo verla? —preguntó.

—Como usted quiera. Pero no le hable. Venga.

Don Jaime fue, cansino, detrás; llegó a la habitación, miró alrededor sin atreverse a entrar.

—Siga, siga.

Carlos le tomó del brazo y le llevó hasta la puerta de la alcoba. Don Jaime se detuvo y quedó mirando a doña Mariana. Estuvo un momento así, inmóviles los ojos, de mirar cobarde, clavados en ella. Después se volvió hacía Carlos, hacia fray Eugenio. No dijo nada.

—A esa distancia no le reconoce. Puede acercarse más.

—No, gracias, gracias.

Se retiró de la alcoba sin apartar la vista de la enferma, y buscó el arrimo de la pared. Carlos acudió a sostenerle.

—No dirá usted a nadie que estuve aquí, ¿verdad? No quiero que lo sepa mi hijo. Pero lo dirán las criadas. No debí venir. Es una locura…

—No se preocupe. Procuraré que sean discretas.

—Hágalo por mí. Gracias. Dígale a ella que estuve a verla.

—Se lo diré.

Carlos le acompañó hasta el vestíbulo.

—Quiero a mi hijo, ¿sabe? —dijo don Jaime—; pero mi hijo no me quiere. A ella la odió siempre. Y yo… Bueno, en fin, tampoco soy malo.

Se volvió con lentitud hacia la salida, adelantó un pie, tanteó en el aire. Carlos le cogió otra vez del brazo y le ayudó a bajar las escaleras. Don Jaime abría los labios para hablar, pero no hablaba. Marchó, calle adelante, con andar torpe y lento. Diez pasos andados, dio un tropezón, se inclinó, se enderezó, siguió andando.

Carlos regresó a la alcoba. Fray Eugenio, en el hueco de la ventana, leía en el breviario. La respiración de doña Mariana se había hecho convulsa; le sacudían temblores, el cuerpo caído.

—Don Carlos —dijo la
Rucha
—, éstas son las boqueadas.

—Todavía no, pero vete corriendo a buscar al médico.

Doña Mariana se perdía en los almohadones. La levantó un poco, la sostuvo por los hombros, le aplicó la boquilla del oxígeno.

—Respire, fuerte, fuerte.

—Carlos.

Abrió los ojos.

—¿Qué quería ése?

—¿Le vio usted?

—Sí.

—Nada más que verla.

—Ayúdame a morir. No puedo más. No me dejes.

—Respire. No hable. Ahora vendrá el médico.

La mano de doña Mariana acarició la de Carlos. Le miró e intentó sonreír. Cerró los ojos.

—Padre Eugenio —llamó Carlos, quedamente.

El padre Eugenio entró en la alcoba.

—¿Qué?

—Esto se acaba. Casi no tiene pulso.

—¡Dios mío!

Salió y volvió en seguida con los Santos óleos.

—¿Se atreve usted? —preguntó Carlos.

—Condicionalmente. Es legítimo.

Destapó la cajita. Hurgaron sus dedos y sacaron unos algodones.

—Carlos; ¿se acuerda usted del Padrenuestro?

Carlos sonrió.

—Entonces rece usted por ella.

Puesta la estola, fray Eugenio comenzó latines y unciones: en la frente, en el pecho, en las manos, en los pies. Bisbiseaba los latines e indicaba a Carlos cuándo debía destapar. En esto, llegó el médico. No dijo nada. Mientras fray Eugenio terminaba, preparó el aceite alcanforado y lo inyectó.

—Es prolongar una agonía.

Del pecho de doña Mariana salía una queja larga sibilante. El poco ánimo que le dio el aceite le permitió abrir los ojos una vez más y mirarlo todo. Fray Eugenio, apresurado, huidizo, concluyó el rito. Carlos tenía cogidas las manos de doña Mariana. El médico aplicaba el oxígeno.

—Carlos…

Quiso adelantar la cabeza. Carlos acercó su cara y doña Mariana movió un poco la suya, hacia arriba, hacia abajo, buscando una caricia: de repente, el rostro se le crispó; se vidriaron los ojos, se agarrotaron las manos, y de su garganta salió un ruido entrecortado. El médico retiró la boquilla de oxígeno y fray Eugenio le acercó el crucifijo a los labios. Se arrodilló y empezó a rezar. El cuerpo de doña Maríana quedó envarado. Carlos lo dejó reposando en los almohadones y salió de la alcoba. El médico cerró los ojos de la muerta, le compuso las manos y se encogió de hombros.

—Allá va la Vieja.

Por la puerta del pasillo asomaban, compungidas, las caras de las
Ruchas
, madre e hija. En el hueco de la ventana, Carlos arrimaba la frente al cristal. De rodillas, en voz alta, solemne, fray Eugenio recitaba el Salmo:
De profundas clamaií ad Te, Domine

La
Chasca
, plantada en medio del corral, daba voces. Acababa de oírse el toque de oración. El aire del crepúsculo era tibio y transparente.

—¡Eh, Clara, Clariña! ¡Clara, sal un momento!

Traía una gran cesta de ropa blanca, llevada a la cabeza: una mano en el borde del canasto y otra en la cintura.

—¡Eh, Clara, Clara! ¿Me oyes?

Clara asomó a la puerta del patinillo y preguntó qué se le había roto para gritar tanto.

—Acaba de morir la Veja y pensé que no estarías enterada.

—Pues no lo estaba.

—¿Vas a ir allá?

—¿Y qué hago de mi madre?

—Si esperas a que lleve esta ropa a casa y dé la cena a mi marido puedo dormir aquí.

—Mi madre da mucho trabajo.

—La mía estuvo encamada y sin sentido años.

—Entonces, te lo agradecería. Si no te das mucha prisa puedo dejarla cenada y cenar yo de paso.

—Cosa de una hora.

Marchó la
Chasca
, erguida y ágil bajo el peso del canasto, y Clara se metió en la cocina. Encendió la lumbre, puso un puchero de agua al fuego y con unas rebanadas de pan seco preparó unas sopas de ajo. Buscó a su madre, le dio de comer y la acostó. Después cenó ella misma, fregó la loza y la dejó en el vasar. La
Chasca
la llamó desde fuera y apareció en la puerta.

—Ya estoy aquí. Mi marido, encantado. Se irá a jugar a la taberna. A los hombres conviene de vez en cuando dejarlos sueltos.

—La cama de Inés tiene un buen colchón. Ahora te daré ropas. Cuando quieras te acuestas.

Trajo las sábanas, acompañó a la
Chasca
con una vela y la dejó haciendo la cama. En su cuarto se vistió.

La
Chasca
había regresado a la cocina.

—Si tienes algo de coser puedo hacértelo. No tengo sueño.

—Ahí, en esa cestilla. Aguja e hilos, en el cajón de la mesa.

—¿No vendrás esta noche?

—Según cómo me reciban.

La noche estaba oscura y venía del Norte un vientecillo fresco. Clara se arrebujó en el mantón y salió al camino. Lo halló desierto. Lo estaban también las calles. Al pasar frente al Casino oyó voces y música en la gramola.

La recibió la
Rucha
y la pasó a la sala sin decirle palabra. Vino en seguida Carlos.

—Pensé que podía hacerte falta. Amortajara la Vieja, y eso.

Ya lo hicieron las Ruchas.

—Entonces…

Hizo ademán de irse, pero Carlos la detuvo.

—No. Quédate, si quieres. No hay mucha gente para velarla. Fray Eugenio y yo, hasta ahora; pero estános cansados.

—Poca más gente ha de haber.

—Ven, si quieres. Deja ahí el mantón.

Carlos estaba pálido y con aire decaído. La cogió del brazo y la llevó al salón. Habían colocado allí el ataúd. Fray Eugenio, en un rincón, rezaba. Se levantó al llegar Clara, le dio la mano y volvió a sus rezos. Clara se arrodilló y rezó también un instante.

—Podemos turnarnos —dijo a Carlos—. Tú, acuéstate. Tienes mala cara.

—Todavía no. Ven.

Volvieron a la sala, y Carlos mandó que trajeran café y coñac. Se sentaron junto a la chimenea y estuvieron en silencio hasta que entró la
Rucha
, hija, con el servicio. Carlos había echado hacia atrás la cabeza, había cerrado los ojos. Clara, desde la penumbra, le miraba.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —le preguntó cuando salió la
Rucha
.

—Me marcharé de Pueblanueva.

—¿Muy pronto?

—Cuando esto haya terminado.

Clara tomó el café y dejó la taza encima de la mesa.

—Haces bien. Yo haría lo mismo, si pudiera.

—Fue un error venir aquí. Fue, más bien, un capricho. Aquí no se me ha perdido nada.

—¿Ya sabes adónde irás?

—No. Lo único que sé, y lo que deseo, es marchar. Quizá me vaya a París.

Allí está la sobrina de la Vieja.

—Pero vendrá, supongo. Quizá tenga que esperar a que ella venga. Ya lo veré.

Carlos hablaba con desgana. Y Clara tenía ganas de hacerle hablar. Espió su silencio, vio que volvía a cerrar los ojos y a desentenderse de ella.

—¿Sabes que, por fin, voy a vender la casa? Hoy vino a verme un empleado de Cayetano. Me da los quince mil duros.

—Sí…

—Cayetano no es tan malo como pensamos. En el fondo, es como cualquiera, pero se cree en la obligación de parecer peor. Pudo haberme dado dos cuartos por la casa o no comprármela ni dejar a nadie que me la comprase, y ya ves, me paga lo que me ofreció.

—Sí…

—Aunque haya muerto doña Mariana, tú podrás arrendarme el bajo ése de la tienda.

—¿Yo?

—Con darme las llaves… El que venga luego no sabrá nunca si fue cosa tuya o de la Vieja. Yo pagaré una renta razonable. No quiero perder esta ocasión.

—Pero yo…

—Tú puedes hacerme este favor, Carlos. No sabes hasta qué punto lo necesito. Me permitirá rehabilitarme en el pueblo y respetarme a mí misma.

Le sonrió tristemente. Carlos dijo que bueno y volvió a cerrar los ojos. Entró la
Rucha
a decir que acababa de llegar el boticario y que quería ver al señor. Clara se levantó.

—Quédate con él. Voy a velar a la Vieja. El padre Eugenio podrá acostarse.

Don Baldomero traía unas copas, pero se mantenía firme. Cantó de plano al entrar:

—Le acepto el café y se lo agradezco; pero bebidas alcohólicas, ni hablar. Ya estoy medio borracho.

Ocupó el sillón donde había estado Clara.

—Mire, don Carlos: hasta ahora, he bebido por vicio, y usted lo sabe; pero las circunstancias por las que atravieso son tan graves que tengo que ayudarme con el aguardiente. Si no, no sé lo que haría.

A Carlos se le cerraban los ojos. Se sirvió más café y dispuso el ánimo para aguantar al boticario.

—Comprendo que mi estado no es para hacer visitas, pero, a la salida del Casino, pensé que mi deber me traía aquí, a su lado. Yo soy su amigo, don Carlos. No me apena la muerte de la Vieja, pero comparto el dolor de usted, que la quería; lo comparto de buena gana, porque sé que también usted comparte el mío.

Carlos liaba un pitillo y sonreía.

—¿Por qué no cree usted que sufro, don Carlos? Necesito que lo crea, se lo aseguro. Usted es la única persona del pueblo que merece mi confianza.

—Yo creo simplemente que exagera.

—Sufro mucho, don Carlos. Me atormento. Tengo que hacerme una gran violencia para salir a la calle como si nada. Tenía usted razón cuando me dijo que lo de mi mujer no lo sabía nadie. Si lo supieran, ya me habría enterado. Pero, aun así, me da vergüenza. Soy un juez implacable de mí mismo.

Se aflojó la cintura y, sin dar explicaciones, se sirvió él mismo coñac y lo bebió. Carraspeó luego fuertemente.

—Buen coñac, sí, señor. La Vieja no se privaba de nada. ¿Quiere usted creer que no deseo que Dios la haya perdonado? Pues tampoco deseo que perdone a mi mujer.

—No mienta.

—¡No miento, se lo juro por mis muertos! Lucía tiene que ser castigada, si hay justicia. Y como yo no puedo hacerlo…

Se detuvo de pronto, y la cara se le oscureció.

—No puedo castigarla, pero puedo fingir que la castigo. ¿Me entiende?

—No.

—Esta noche, en el Casino, casualmente, tuve ocasión de decir que sí, que moriría pronto, pero no de su tuberculosis… Lo dejé caer, así, como si nada. Y otro día insinuaré otra cosa… Poco a poco haré creer a la gente que la estoy envenenando con arsénico, con la complicidad de la criada, que está con ella. Sin decirlo, pero dándolo a entender para que la gente lo sospeche.

—¡Don Baldomero!

Carlos rió estrepitosamente.

—¿Por qué hace usted esas tonterías?

—Tengo mis razones, mis graves razones. Lo he pensado mucho, don Carlos, y estoy decidido. Y también castigaré a Cayetano. En secreto, ¿comprende? La fórmula, ya la conoce usted: a
secreto agravio, secreta venganza
.

Se levantó y adoptó un aire solemne. Le flaqueaban las piernas y se arrimó a la pared, pero no perdió la compostura. Empezó a hablar; su mano, tajante, subrayaba las palabras.

—Escuche lo que le digo. Esta mañana escribí un anónimo a Cayetano.

Le amenazaba con las penas del infierno. Mañana le escribiré otro. Un anónimo cada día. Ya sé que se reirá al principio, pero acabará por no reírse. Aunque se trate de mi venganza personal, quiero que Cayetano llegue a temer la venganza de todo el pueblo. ¿Lo imagina usted, don Carlos? La venganza de tantos padres y maridos ultrajados, de tantas doncellas deshonradas… Un levantamiento general del pueblo contra el tirano, como en
Fuenteovejuna
.

Dejó la mano en el aire, suspensa, y luego trazó con ella una lenta señal interrogante.

—¿No le parece, don Carlos, que eso no hay quien lo soporte? Si a mí me sucediera, acabaría por arrojarme a la mar.

La mano se cerró bruscamente, y el puño golpeó el espacio.

—Pues eso hará Cayetano. Si no, al tiempo.

Paquito el
Relojero
no asistió al entierro de doña Mariana. Se limitó a presenciar su salida. Eran las cinco de la tarde, y, frente a la casa, junto al pretil, esperaban grupos de marineros, de mujeres enlutadas, de curiosos. Paquito se mezcló entre ellos, fue de uno en otro. Cuando llegó el cura, se instaló en primera fila. Cuatro marineros jóvenes sacaron el ataúd. Carlos iba en el duelo, con Clara y el padre Eugenio. «Es todo lo que queda de los Churruchaos: un fraile, un loco y una zorra», dijo alguien; y Paquito le mentó a la madre. Los marineros y las mujeres siguieron al cortejo: ellos, serios; ellas, llorosas. «¡Bah! No es de pena. Las mujeres lloran siempre en estos casos.» Había gente en puertas y ventanas. Miraban, pero no se santiguaban. Muchos hombres, por no sacar la gorra, se escondían, al paso del entierro, en los portales.

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