Los gozos y las sombras (94 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Las
Ruchas
también acompañaban a su ama: serias, enlutadas, dignas. La casa había quedado sola. Paquito entró en la cocina y se metió en el cuarto en que aquellos días había dormido. Empezó a sacar paquetes escondidos bajo la cama y flores secas. Ató los paquetes unos a otros, y los espacios intermedios los adornó con flores. Decoró, también, el sombrero con guirnaldas de papel, y un último adorno lo ató como pudo a la flauta. La campana de Santa María tocaba a muerto, y Paquito la remedó: «Din-don; din-don». Serían como las cinco y media. El tiempo estaba claro, y la mar, tranquila. Con su carga, Paquito salió a la calle. Permanecían junto al pretil algunos rezagados. Paquito les saludó con un solo de flauta, y ellos le miraron, se rieron, se metieron con él: «Paquito, que tu loca está preñada de otro!». « ¡Paquito, que ya estás viejo para estos trotes!» «¡Paquito, no vayas por el monte, que se te van a enganchar los cuernos en algún pino!» El
Relojero
, sin dejar de sonreír, terminó su tocata y echó a andar por el medio de la calle. Cada tantos pasos llevaba la flauta a la boca y ejecutaba una escala ternísima o unas enérgicas notas sueltas. Los chiquillos le seguían, se reían de él, le arrojaban guijarros. Al llegar al arco de Santa María se detuvo y, en medio de un corro de niños, castañeras, pescadoras y paseantes, anunció un concierto de despedida. Se hizo el silencio, y Paquito empezó a tocar y a bailar al son de su propia música: saltaba, se contoneaba, se mecía, de prisa o despacio; o se detenía ante un espectador y floreaba unas notas por la zona de los agudos, si era niño, o de los graves, si era adulto. De pronto, y sin dejar de tocar, se abrió paso y empezó a subir la calle: iba de una acera a otra, contoneándose, con los paquetes enguirnaldados a rastras, y la melodía saltaba también de lo dulce a lo burlón, de lo estridente a lo acordado. Le detuvieron en el Casino, donde se le obsequió con una copa y se le deseó toda clase de venturas. En la plaza, las gentes del entierro esperaban ante la iglesia, y las campanas seguían doblando. Paquito se guardó la flauta, atravesó la plaza de una carrera, y sólo al entrar en otra calle reanudó la música. Los chiquillos le habían abandonado. Las gentes que se asomaban a mirarle eran ya escasas. La calle se perdía en el campo, y Paquito desapareció entre los setos de los huertos, donde olía a primavera. Se oyó la flauta todavía durante un rato, cada vez más tenue y lejana. Por fin, dejó de oírse. También callaron las campanas, y la gente del entierro se dispersó tranquilamente.

V

La visita de Rosario y sus padres había durado justamente media hora. Venían enlutados, con caras de circunstancias. No habían querido sentarse: «¡De ninguna manera, señor! ¿Cómo vamos a sentarnos delante del señor?». La
Galana
llevaba la voz cantante. Su marido, en segundo término, asentía sin mirar de frente, mientras daba vueltas a la gorra. Rosario, arrimada a la pared, en la penumbra, no había levantado los ojos del suelo. A pesar del buen tiempo, se envolvía en un mantón largo, negro, como su madre.

Media hora de requilorios, de lamentaciones, de letanías. La finada, Dios la tuviera en gloria, había sido la madre de los pobres. El Señor sabría por qué se la había llevado, pero su falta ya se notaría. Tan señora, tan airosa. Siempre había parecido una reina. Tenía que estar en el cielo; por el mucho bien que había hecho en este mundo.

—¿No quieren tomar algo? Unos vasos de vino.

Al
Galán
le brillaron los ojos, pero su mujer dijo que no y que ya era tarde. Y aunque Carlos insistió en invitarles, marcharon sin catar el tinto. Rosario, delante, sin otra despedida que un «Adiós, señor; que usted lo pase bien», dicho entre dientes y con timidez. La
Galana
cerró la marcha: murmuraba las últimas bendiciones, los homenajes póstumos a la finada. Carlos les acompañó hasta la puerta, esperó a que bajasen las escaleras. Al llegar al portal, Rosario se detuvo, dijo que se dejaba algo arriba y subió rápidamente. Carlos no se movió. Al pasar junto a él, murmuró Rosario: «Esta noche, señor, en su casa. Hágame el favor». Entró, recogió un bulto oscuro abandonado en un rincón y volvió a salir. La
Galana
repitió las despedidas y rogó a Carlos que se retirase.

Acababan de dar las siete, y anochecía. Carlos se asomó a una ventana abierta y vio a los tres bultos negros alejarse por la acera; el de Rosario, detrás. Unos chiquillos gritaban en medio de la calle. Sentadas en el pretil del malecón, las ataderas cosían sus redes.

—Ahora bajará Clara.

Fue a una alacena y hurgó entre un montón de llaves, cada una con su marbete colgante. Cogió una, grande, de hierro gastado, y la guardó en el bolsillo.

—¿El señor vendrá a cenar?

—Sí.

—Espere que le alumbre.

La
Rucha
, hija, trajo corriendo una vela encendida.

—Ahora bien podía poner bombillas. Esto de las velas era capricho de la señora, que gloria haya.

Carlos se miró, al pasar, en el espejo. La chaqueta de pana estaba deslucida, vieja. Tendría que comprarse alguna ropa. Pero antes había que buscar el dinero.

—Vendré temprano. He de salir después.

La
Rucha
, hija, dijo que estaba bien y le sonrió. Desde hacía dos días, la
Rucha
, hija, le sonreía abiertamente. Aquella mañana le había pedido permiso para cambiarse de habitación, «porque estaba cansada de dormir en la misma cama que su madre».

Clara le esperaba junto al arco de Santa María.

—No habrás olvidado las llaves.

Subieron, silenciosos, la calle. Al pasar frente al Casino, alguien les miró. Hubo cuchicheos. Dos o tres cabezas se asomaron a la ventana abierta.

—¿Sabes que pronto tendré el dinero? —dijo Clara—. Hoy me ha mandado Cayetano a un sujeto con unos papeles, para que firmase. Me da también un mes de plazo para desalojar la casa, sin cobrarme renta.

—Cayetano es un ángel.

En la plaza vacía resonaron las campanadas de un cuarto.

—Es allí —señaló Clara.

Se acercaron a una de las casas fronteras a la iglesia. De tres plantas, con soportal, y tres luces cada planta. Las de abajo estaban cerradas, menos el portal. Entraron y se detuvieron al fondo, ante una puertecilla pintada de amarillo viejo y chocolate. Carlos abrió y empujó.

—¿Quieres entrar?

—Claro. Para eso hemos venido. Tengo que ver cómo es.

—Está oscuro.

—Traje cerillas y un cabo de vela.

—Eres muy precavida.

Clara sacó una caja del bolsillo y encendió la vela. La llamita hizo las sombras más oscuras. Alzó el brazo y se adelantó por la habitación vacía.

Montones de cascote, roturas en el piso, vidrieras sin cristales, telarañas. Abrió las maderas, y el viento hizo temblar la llama de la vela. Cerró. Con el brazo levantado, recorrió las habitaciones, inspeccionó la cocina, abrió una puerta trasera y echó un vistazo al patio, donde crecía un limonero alto, más alto que las tapias. Todo estaba sucio, oscuro, ingrato, pero espacioso. Clara se arrimó a un quicio, bajó el brazo. La vela iluminó su rostro contento, esperanzado. A lo largo del recorrido había hecho comentarios. Añadió:

—Pero, en cuanto se arregle y se le den dos manos de cal, quedará precioso. Aquí puedo poner mi cama, y la de mi madre, en esa otra habitación, la que da al patio, para que esté bien aireada. Aquí, el comedor, y aún queda este otro cuarto para almacén. Blanco, limpio y con luz eléctrica, dará gusto. Y, en el patio, junto al pozo, pondré unas cuantas macetas.

—Estás contenta —dijo Carlos.

—Sí. Con el tiempo, tantos males serán para bien.

Desde el fregadero, un ratoncillo les miraba con ojos brillantes. Clara lo espantó.

—¿Te da miedo?

—En mi casa los hay como caballos.

Salieron a la calle. Había anochecido, y lucían los faroles en las cuatro esquinas de la plaza. Bajo los soportales paseaban unas parejas.

—Ahora —dijo Clara— tenemos que tratar de los arreglos. Si van por mi cuenta o por la de doña Mariana.

—¿Qué más da?

—¡Ya lo creo que da! Si los hago yo, la renta tiene que ser más baja. Pero prefiero pagar un par de duros más y no cargar con los arreglos. Cuando mande a mis hermanos lo suyo, voy a quedarme con lo justo.

—Entonces, ¿tengo que pagarlos yo?

—¡Tú, no, hijo! Doña Mariana.

Carlos no respondió. Llegaron, en silencio, hasta el extremo de la plaza.

—Y eso, ¿me obligará a tratar con albañiles y demás?

—Claro.

—No me conviene meterme en nada que pueda retenerme aquí. Quiero marchar cuanto antes.

—¿Lo tienes decidido?

—Si.

—Y de lo de la Vieja, ¿quién se hará cargo?

—Supongo que vendrá su sobrina. Ya le ha escrito el padre Eugenio. En cuanto llegue y le entregue todo, marcharé.

—¿Y lo tuyo?

—Quizá venda, también.

—¿Todo?

—El pazo, no. Pero me desharé del resto, que yo mismo no sé qué es ni dónde está. Doña Mariana se cuidaba de administrarlo.

Clara sonrió.

—Te lo han dado todo hecho, como a un niño. Ya veremos cómo te las compones cuando tengas que vivir de tu trabajo.

Carlos se volvió con brusquedad.

—¿Me crees incapaz?

—Creo que te falta la práctica que ya debería tener un hombre de tus años. Como a Juan. Cuando se le acabe el dinero, Inés tendrá que trabajar para los dos.

Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y miró hacia el fondo de la calle, a la ría oscura, allá abajo, confundida con los montes y el cielo en la misma oscuridad.

—Habéis nacido para ricos.

Descendieron sin decir palabra. Al llegar al muelle, Clara preguntó:

—Y a esa sobrina de doña Mariana, ¿la conoces?

—No.

—Pues va a ser un buen partido.

—No olvides que doña Mariana tenía un hijo.

—Era mujer capaz de dejarlo sin un céntimo. De modo que si todo va a parar a la sobrina…

Carlos se acodó en el pretil y contempló la mar. Una leve resaca golpeaba las piedras de la escollera y se rompía en espumas de un verde luminoso. Clara se acodó también y le cogió del brazo.

—¿En qué piensas?

—En mí mismo.

—Y eso, ¿te distrae? —dijo ella, riendo.

—Me preocupa.

Volvió la cabeza hacia Clara.

—Está claro que debo marcharme y que lo deseo. Pero ¿adónde y a qué? Eso ya no está tan claro. Vine a Pueblanueva huyendo; ahora huyo de Pueblanueva, y temo que mi vida será siempre eso, una huida. Pero no sé por qué ni para qué.

La mirada de Clara se perdía en la mar. Había soltado el brazo de Carlos y apoyaba la barbilla en las manos enlazadas.

—Por qué escapas, al menos, yo lo sé. Un hombre está en el mundo para tener un trabajo, una mujer y unos hijos. Pero vosotros, digo Juan y tú, que no queréis ser vulgares y que andáis no sé detrás de qué, a la postre acabaréis descubriendo que no andáis detrás de nada, pero os ha quedado la costumbre de andar, y no hay quien os detenga, porque nada os satisface.

—Yo he tenido una mujer y no me satisfizo. Vine aquí escapándole.

—A lo mejor te hubiera valido más quedarte.

—No.

Carlos encendió un cigarrillo. Al resplandor de la cerilla vio los ojos curiosos, interesados, de Clara.

—Era como un prisionero. Sólo escapando pude ser libre.

—Y ahora, ¿no eres prisionero de nadie?

—De mí mismo, quizá.

Clara le miró y sonrió.

—Eso no lo entiendo. Nadie puede ser prisionero de sí mismo.

—Por el contrario, todos lo somos, en mayor o menor medida, con más o menos dolor. Nuestro modo de ser es nuestra mayor prisión. Tú misma…

Clara le interrumpió:

—En ese caso, yo, al menos, estoy a punto de escaparme y, con un poco de suerte, lo conseguiré.

—Más bien te evades de una prisión a otra.

—Si es de mi gusto… —dio una palmada—. Ya verás cuando tenga mi tienda. ¡Lo que me va a importar a mí Pueblanueva del Conde!

—¿Te basta eso para ser feliz?

—Feliz, no. Pero, al menos, me sentiré digna… Si consigo lo que quiero, no tendré nada que reprocharme, y eso, a mí, me basta. Lo demás…

Tendió las manos hacia la mar, con las palmas hacia arriba, y luego las cerró suavemente.

—¿Qué mujer no ha sido tonta alguna vez? Sin embargo, tendré de ti un buen recuerdo. Si no hubieras venido, Dios sabe cómo acabaría. Me hiciste sentir vergüenza de mí y desear otra cosas, y, aunque no lo creas, me has ayudado mucho, y me sigues ayudando. A veces me dices tonterías que me irritan, como el otro día; pero sé que, en el fondo, apruebas lo que estoy haciendo, porque es bueno. Y como tú distingues lo que está bien de lo que está mal…

Carlos movió lentamente la cabeza.

—No lo distingo, o quizá empiece a no distinguirlo. No consigo poner de acuerdo lo que pienso con lo que veo. Te juro que estoy cada vez más confuso.

—Pues yo no.

—Por eso sabes lo que quieres. También lo sabía la Vieja, y lo sabe Cayetano, y lo sabía tu hermana Inés hasta que su deseo se le desvaneció entre las manos. Yo, en cambio…

Hizo una pausa. Arrojó al mar la colilla.

—Antes dijiste que todo me lo dieron hecho. Pero eso no es lo malo, sino que han querido por mí y para mí, sin dejarme querer personalmente. Primero, mi madre; después, esa mujer de que te hablé antes; por último, la misma doña Mariana. Un día se me despertó el instinto de rebelión y escapé; pero mi instinto es débil. De doña Mariana hubiera escapado también, si no por rebeldía, por miedo. Pero, vuelvo a preguntarme: ¿para qué? Porque, el que hace su vida, descubre en lo que hace la verdad, o la mentira, lo bueno y lo malo. Pero, al dármelo todo hecho, mi cabeza se fue por su lado, y me he acostumbrado a pensar aparte de la realidad y, lo que es peor, a desear. Te aseguro que no quiero nada real, que no me importa nada real, que nada real me atrae lo suficiente como para hacer un esfuerzo continuado. Sólo hay cosas que no me gustan, que me repugnan o que me aburren. Y lo malo es que sé por qué me pasa esto y, aunque a veces pienso que podría remediarlo, luego pierdo la fe en el remedio.

Clara le puso la mano en un hombro y le miró con ternura.

—Hoy estás distinto, Carlos.

—Sí.

Clara dejó resbalar la mano a lo largo del brazo, hasta encontrar la de Carlos. Se la apretó.

—¡Cómo me hubiera gustado ser el remedio! Pero ahora comprendo que las cosas son mejor así. Equivocarse dos es un infierno.

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