Los gozos y las sombras (43 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Tenía hermosa voz el cura —¿sería fray Ossorio?—, pero ella no le entendía. Y las palabras del fraile, conforme iba explicando, llenaban la cripta, entraban —seguramente— en el corazón de aquellas mujeres silenciosas y recogidas, lo alumbraban y llenaban de alegría; pero a Clara no la alumbraban, ni siquiera entraban en ella, sino que permanecían fuera, y la empujaban, la apretaban contra la pared como si quisieran expulsarla. Se esforzó en escuchar; en meter, a la fuerza, las palabras en su cabeza. ¿Qué era aquello, escondido por una mujer, que lo transformaba todo? El fraile hablaba del reino de los cielos, pero Clara se sintió señalada, como si el fermento fuese su pecado, e hiciese hervir todo su cuerpo y toda su alma en podredumbre. Esto le sucedía sólo a ella: ninguna de las otras guardaba nada en su corazón que pudiera pudrirse; y si el fraile seguía hablando así, comprenderían que se refería a la intrusa, que la señalaba; volverían las cabezas, la descubrirían en su rincón, acosada y acusada. Le dio vergüenza de que pudieran descubrirla y reconocerla como pecadora. Se levantó y fue hacia la puerta, pegada a las sombras, y subió la escalera. La voz del fraile quedaba lejos: ya no era más que voz. En seguida, volvieron a cantar.

Subió rápidamente, con las zuecas en la mano, sin respirar, como si los versillos del
Credo
la golpeasen como látigos y fuesen a dejarla, desnuda y lastimada, sobre las escaleras de piedra. Entró en la iglesia y se sintió más tranquila. Había unas cuantas personas —aldeanas, envueltas en sus mantones, arrodilladas, con las cestas a su lado y las zuecas junto a las cestas—. No sabían, seguramente, cantar ni responder a los latines del cura; probablemente también tenían pecados. Eran como ella. Si les dijese: «Yo hago esto», le responderían: «Bueno, mujer; no haces daño a nadie». Se acercó, reconfortada. Una detrás de otra, esperaban el turno de la confesión. Avanzaban sin levantarse y arrastraban consigo las cestas, como temiendo que alguien metiese la mano bajo la cubierta y robase, quizá unos huevos, quizá uno de los pollos que alborotaban y que su dueña no conseguía hacer callar. Clara se arrodilló, última en la fila, y esperó también. El mismo movimiento de ánimo que le hizo sentirse igual a ellas, la empujó a hacer lo mismo que ellas. No tuvo que aguardar mucho, porque el fraile las despachaba rápidamente, con cortas penitencias que iban a cumplir junto a la columna más cercana, o frente al altar de la Dolorosa. Después, se colocaban las cestas en la cabeza, sobre un
molido
húmedo, y salían rápidas. El mercado empezaba hacia las nueve.

Hacía muchos años que Clara no se había confesado. Cinco, o quizá diez. Y no recordaba el rito previo. Hizo lo que había visto hacer a sus predecesoras: se arrodilló junto a la celosía, se santiguó en voz alta, para que el fraile la oyese. Y cuando le preguntó algo relativo al tiempo, no supo qué contestar. El fraile repitió la pregunta.

—No sé. Mucho.

—¿No eres de las que vienen a la cripta?

—Ésa es mi hermana.

—Entonces, traerás sin hacer el examen de conciencia.

—¿Qué es eso?

Se arrepintió de haberlo preguntado. Quizá el fraile la mandase a paseo.

—Es traer el recuerdo de los pecados.

—¡Ah! Entonces, no hace falta. No tengo más que uno, y no lo olvido.

Lo dijo. Precisó, requerida por el fraile, frecuencias y circunstancias. Esperó luego a que el fraile la increpase, al menos que le riñese. Pero el fraile no dijo nada:

—¿Me ha entendido usted? —se atrevió a preguntar.

—Sí. Te he entendido perfectamente.

—Y… ¿no quiere saber también cómo empezó?

—Si quieres decirlo…

—Claro que sí. Hace bastante tiempo, cuando yo tenía catorce o quince años, me lo enseñó la hija de la portera, que era una niña escuchimizada que después murió tuberculosa. Entonces, no lo l hice, porque no me importaba. Pero, después, era yo mayorcita, lo recordé. Desde entonces…

—Sí. Ya entiendo.

—¿Tengo que contarle más?

—No.

—Y, ¿no me riñe?

—¿Por qué he de reñirte? Estoy aquí para perdonarte en nombre del Señor. Tienes que arrepentirte. Entenderás lo que es eso: un dolor de haber ofendido a Dios y un deseo de no ofenderle más.

—Pero ¿Dios se preocupa de mí?

—Naturalmente.

—No lo he notado nunca, ni me atreví a pensarlo. Claro que se cuida de mi hermana, pero mi hermana es buena. Yo, no. Nunca creí que pudiera importarle a Dios ni tampoco que pudiera ofenderle gran cosa, ¿me entiende? Como si no supiese que existo.

—Si es así, ¿por qué has venido a confesarte?

—En realidad, no vine a confesarme. Eso se me ocurrió luego. Yo quería meterme en el grupo de las que oyen misa abajo, y ser como ellas: me levanté temprano, vine aquí, y esperé. Pero tuve miedo, allá abajo, y escapé.

—¿Por qué tuviste miedo?

—¡Oh! Aquello es una especie de misa para santas, y yo no lo soy. No sabe usted cómo rezan y cómo cantan: parecen ángeles. No tenía nada que hacer allí. Además, el cura se dio cuenta de que había una pecadora, y empezó a hablar de mí. Me dio vergüenza.

—Y, cuando te acercaste al confesonario, ¿qué esperabas?

—Que usted me riñese; pero, no sé por qué, nadie me riñe. Yo pienso que si contase a Jesucristo lo que le he contado a usted, me echaría de su presencia.

—Por el contrario, Jesucristo te perdonaría.

—Entonces, tampoco me sirve.

—¿Cómo dices eso?

—Es la verdad. Necesito que alguien me saque los colores. Si no, seguiré lo mismo.

—Hay algo que quiero saber. Si no piensas en el Señor, ¿para qué necesitas que te perdonen tus pecados? Lo que tú haces, sólo es pecado delante del Señor.

Clara sonrió.

—Usted no entiende bien lo que me pasa. Hay un hombre, ¿sabe?, y quiero ser digna de él.

—Y, para eso, ¿vienes a buscar el perdón de Jesucristo?

—Así debe de ser.

—Tienes que desear ser digna de Jesucristo. Justamente lo que esperas de ese hombre podría ayudarte a ser grata a los ojos del Señor.

Clara no respondió. El fraile preguntó en seguida:

—¿Me entiendes?

—No muy bien. Lo otro, sí lo entiendo. Si usted me perdona, me siento mejor. Hoy, cuando me encuentre con él, iré bien vestida, y le pareceré bonita; pero, si además de eso, estoy perdonada… En fin: no sé explicarme. Él también sabe que hago eso; se lo dije yo misma. Claro que, cuando se lo dije, no me importaba que lo supiera.

—Y él, ¿no hizo nada por curarte?

Clara se estremeció.

—¿Sabe usted quién es?

—Lo sospecho.

—Y… ¿a mí, también me conoce?

—No, pero…

Clara se echó atrás.

—¿Qué te sucede?

—Tengo miedo. No le dirá usted nada.

—No puedo hacerlo, ni lo haría aunque pudiera. ¿No lo comprendes?

Todo. lo que has dicho aquí, se lo has dicho a Dios. Pero…

—¿Qué?

—Me gustaría ayudarte.

—¿Por qué?

El fraile retrasó unos segundos la respuesta.

—Debes saber que el Señor Jesucristo nos redimió conjuntamente y nos unió en su Cuerpo, y esto nos hace hermanos.

—Eso lo oí muchas veces, pero, lo que se dice hermanos, no los tuve nunca, ni aun los hijos de mi madre. De Inés, se explica: es una santa y tiene otras cosas en qué ocuparse, pero, el otro, no es un santo, ni mucho menos y tampoco hizo jamás nada por mí. Ya ve usted: si me hubiese dado unas buenas bofetadas a tiempo…

—O si te hubiese escuchado con amor.

—¡Quién piensa en el amor! De eso se habla, pero de boquilla. A mí me dijeron muchas veces que me querían, pero las trazas no eran de quererme.

—¿Tampoco él?

—Él no me da importancia, y esto es lo malo: si yo le importase, me hubiera avergonzado, me hubiera insultado. Pero me escuchó sonriente, y ni siquiera se le ocurrió lo que a usted, perdonarme. Por eso, lo que tengo que hacer es cambiar.

—Yo podía ayudarte.

—¿A que él me quiera?

A ser digna de Dios —y, como Clara no respondiese, el fraile continuó—: Puedo ayudarte a ser como tu hermana.

—No me interesa.

—No sabes lo que dices.

—Pero sé lo que quiero, y si fuera como mi hermana, le perdería para siempre.

Clara se levantó.

—Espera aún. No te he dado la absolución.

Pero Clara no le escuchaba. Caminaba ya, con paso firme, hacia la puerta.

El fraile asomó la cabeza, la miró con ojos angustiados. Cuando Clara salía, abandonó el confesonario y corrió tras ella. La alcanzó en el atrio.

—Escucha. Quiero ayudarte como sea. Soy… soy algo pariente tuyo.

Ella le miró con ojos entristecidos.

—No me fío de usted.

—¿Por qué?

Clara se encogió de hombros.

—¿Qué sé yo? Una corazonada.

El fraile fue tras ella hasta el camino. Allí le dijo:

—Puedes volver cuando quieras.

Clara bajaba la cuesta, apresurada. No volvió la cabeza ni dijo adiós. Ya en la playa, pensó que había perdido la mañana, y que la ocurrencia de venir al monasterio había sido estúpida. Sin embargo, se sentía apenada. No sabía bien por qué, pero la pena estaba allí, en el corazón, le subía a la garganta, y le daba ganas de llorar.

Cuando llegó a casa, Juan se había alborotado: gritaba desde la cama que eran las nueve y media y que el café no estaba hecho. Silenciosamente, Clara fue a la cocina y encendió el fuego.

—¿A dónde has ido esta mañana? —le preguntó.

—Por ahí…

Clara abrió la puerta de la sala, y entró —la sala enorme, vacía, desolada: no había en ella más que una cómoda vieja, y unas sillas desvencijadas—. El espejo de la cómoda era demasiado pequeño y estaba demasiado sucio para mirarse en él, pero le servía de pretexto. Entró y fue derecha al rincón de la cómoda; Inés, sentada junto a la ventana, leía o rezaba. No se movió ni alzó los ojos.

—Voy a salir.

Se plantó delante del espejo. Sólo veía en él un pedazo de su cuerpo que parecía el pedazo de un fantasma. Y no valía de nada acercarse o retirarse, porque, aunque el pedazo de cuerpo variase, el espejo daba la misma versión borrosa.

Se decidió.

—¿Quieres ver qué tal me sienta el abrigo?

—Bien.

La mirada de Inés la había rozado apenas, y volvía al libro de rezos. No había nada que hacer. Bien mirado, rezar era más importante, y ella no tenía derecho a estorbar, a interrumpir a su hermana; pero sentía necesidad de que alguien le dijera que estaba guapa, que el traje y el abrigo le sentaban bien y que no se notaba que fuese un arreglo. Una persona de sensibilidad añadiría que las telas eran ricas. ¡Oh, cómo crujía la seda del vestido, cómo se había deleitado en el crujido mientras la vestía! Metida en aquel traje se sentía distinta.

Y los guantes. Inés no se había fijado, seguramente, en los guantes. Los había comprado el día anterior, le habían costado siete pesetas con cincuenta céntimos. No los había mejores, ni más finos. Negros, con un pespunte blanco. Le venían algo estrechos, pero la presión de su piel sobre los dedos ásperos le recordaba algo así como un triunfo.

Había comprado otro par más: pardos, bastos, baratos; y se los había puesto en la cocina, mientras hacía la comida, y, sin quitárselos, había fregado la loza. Ahora estaban junto al rescoldo, colgados de unas astillas, a secar. Por tres pesetas con tres reales protegía sus manos de la suciedad. Quizá llegase a tenerlas finas.

Y unas medias de seda. No se atreviera a mostrárselas a Inés, menos aún a enseñarle las piernas así calzadas. Pero, en su cuarto, se había mirado mucho tiempo, había puesto el espejito en un rincón, a ras del suelo, y había caminado hacia atrás y hacia delante. En el espejo se veían los tobillos y las piernas hasta media pantorrilla. Estaba todo bien. Las medias de seda, saliendo de los zapatos negros de tafilete, altos de tacón, hacían linda la pierna y mejoraban la figura. Los zapatos le habían costado cinco duros.

—¡Dios mío, cuánto dinero en estas pocas cosas! ¡Y, a lo mejor, la semana que viene no hay qué comer!

Horquillas, un peinecillo y una cinta de seda para el pelo. El gasto total había ascendido a cincuenta y tres pesetas —hay que decirlo todo: se había comprado también unos sostenes blancos, con entredós. Los había azules y rosa, pero le parecieron exagerados y, sobre todo, no iban bien con el resto de su ropa interior. Cuando se los puso y se miró, sintió un cierto desencanto, porque no mejoraban nada: comparaba, de memoria, el perfil de su pecho con lo visto en los anuncios de algunas revistas: tan perfecto, que parecía imposible.

Cincuenta y tres pesetas, un disparate. Por la ropa sobrante de doña Matilde le habían dado, en el mercado, veinte duros.

Salió al pasillo. En su madre no había que pensar. Dormiría la mona, como siempre, o, si no dormía, peor, porque se irritaba y chillaba. tY si, por casualidad, prestaba atención un momento? Entró.

—Mamá, voy a salir.

La madre estaba sentada en el sofá, arropada de una manta. Miró con ojos turbios y dijo algo que Clara no entendió. Olía mal.

—Mamá, si quisieras entrar en la alcoba, se ventilaría esto.

No valía la pena insinuarlo. La madre se incorporó y señaló el vaso y la botella.

—Te vas a morir, mamá. Estás muy mal.

Sirvió, sin embargo, un dedo de aguardiente y lo alargó a la vieja. Vio cómo lo bebía y escuchó su ronquido casi animal.

A una persona así no se le puede preguntar si una está guapa y si le sienta bien un traje.

Quedaba Juan. No se había levantado todavía, y quizá no se levantase. A juzgar por su humor de la mañana no debía de tener ni una perra. Juan era muy pundonoroso: jamás aceptaba una invitación. Pagaba su vino, y si no tenía con qué pagarlo, no salía de casa. Si tenía pitillos, menos mal; pero si no los tenía, gritaba con cualquier pretexto.

Probablemente no tenía pitillos.

Sin embargo, se acercó a la puerta y escuchó, y después de unos instantes la empujó suavemente.

—¿Qué se te pierde aquí? —gritó Juan.

En pernetas, arrodillado, recogía del suelo colillas y las colocaba sobre un trozo de periódico. Al entrar Clara, saltó a la cama y se tapó: todas las colillas cayeron.

—¿Ves? ¿Por qué no llamas al entrar?

—Perdona. Yo las recogeré.

Se agachó, pero no llegó a tocarlas.

—Huelen mal.

Juan la miró con desprecio.

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