Los gozos y las sombras (142 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Germaine daba vueltas al sobre, lo acariciaba. El fraile dijo:

—Entonces, ¿es ése su consejo?

—¡Vale más pájaro en mano que ciento volando! Medio millón. ¿Y si se queda sin nada?

El fraile se levantó, alarmado.

—¿Lo cree usted posible?

El notario alargó la mano, cogió el sobre, lo miró a trasluz. Sonrió y se lo devolvió a Germaine.

—Quizá me equivoque. ¡Quién pudiera saber lo que hay aquí! Pero dado el carácter de doña Mariana, que en paz descanse, si puede, y lo que sé de ella, y el trabajo que me dio en los últimos tiempos haciendo y deshaciendo testamentos, hasta ese último, que no lo reformó porque la muerte no le dio tiempo, me dejo cortar la mano derecha a que en este sobre se constituye a don Carlos Deza heredero universal.

Germaine casi gritó:

—¿Será posible?

—Si le interesa saberlo, ahí está el sobre. Ábralo. Pero bajo su responsabilidad. Insisto en esto, ¿eh? Y conste que, después de abierto, la cosa no tiene remedio.

—Y Carlos, ¿puede también abrirlo?

—¿Quién lo duda? Expresamente se le atribuye ese derecho, como a usted.

—Carlos no lo abrirá —intervino el fraile—. De eso estoy seguro.

Germáine se levantó. Quedaba el sobre encima de la mesilla, con sus cinco manchones rojos. No apartaba los ojos de él. Cuando el notario lo recogió, los ojos de Germaine lo siguieron.

—Entonces, lo guardamos, ¿verdad?

—¿No puede usted destruirlo?

—No. Pero no pase cuidado. Si el señor Deza se vuelve atrás algún día, nada podrá reclamarle. Lo hecho, hecho está. Como, en caso contrario, tampoco podría usted pedirle cuentas de los barcos ni de ningún otro disparate. Así lo quiso doña Mariana.

Germaine tenía los ojos húmedos, a punto de sollozar. El notario se acercó a ella, se empinó un poco sobre los pies e intentó rodearle los hombros con su brazo.

—Tenga paciencia y espere. Medio millón, de momento, es mucho dinero. Y cuando pasen cinco años…

Germaine le devolvió el abrazo y se echó a llorar. El padre Eugenio, un poco aparte, parecía examinar con atención las escayolas del techo.

Don Baldomero llegó a mediodía, en un automóvil grande y negro. La criada venía sentada junto al chófer, y él, detrás, con el cadáver de doña Lucía envuelto en mantas. El mozo de la botica salió a recibirlo. Se juntó un corrillo de mujeres condolidas y algún que otro chaval curioso. En seguida se ofrecieron dos para bajar a la finada y meterla en casa. Don Baldomero dejó el asunto en manos de la criada y de las más oficiosas: entró en la botica, pintó un cartel, lo colgó en la puerta y cerró. El cartel decía:

CERRADO POR DEFUNCIÓN.

LAS RECETAS URGENTES,

POR LA PUERTA INTERIOR.

Cuando subió al piso, doña Lucía, estirada en el lecho nupcial, estaba casi amortajada con una sábana. La criada andaba en busca de un rosario para ponerle en las manos, y las mujeres que habían ayudado apartaban los muebles de la sala para instalar la capilla ardiente. Don Baldomero dio dos o tres órdenes y se equivocó. «¡Váyase de ahí, no estorbe!», le gritó la criada, y lo metió en el comedor. De allí le sacaron los de la funeraria, que venían a tomar medidas. « ¿Estará pronto?» «Son medidas corrientes —le respondieron—; seguramente tendremos alguno hecho y lo traeremos antes de media hora.» Apareció el mancebo a preguntar si podía servir de algo, y don Baldomero lo despachó con recado para Carlos de que viniera cuando pudiese. Al comedor llegaban voces quedas, cautelosas, de las mujeres que andaban por la casa, ruidos apagados, pasos de las que subían y se juntaban alrededor de la muerta. Por la ventana se veía la niebla, enredada en los árboles de los huertos. Don Baldomero buscó el anís en el aparador y se sirvió una copa. Casi en seguida llegó don Julián: le dio el pésame, trató del entierro. «¡Nada de lujos, don Julián! Un entierro muy modesto, así fue su voluntad.» «Pero, hombre, una persona de posibles como usted, ¿va a enterrar a su señora como la mujer de un pobre?» Don Julián había aceptado una copa: al terminarla, se despidió, concertada ya la hora, al caer de la tarde. Habían quedado en que tres curas. Carlos llegó poco después: traía puesta la gabardina y una boina en la mano. Don Baldomero se le abrazó llorando. Mientras Carlos se quitaba la gabardina, le preguntó si prefería anís o aguardiente. —Del de hierbas —respondió Carlos, y se sentó. Don Baldomero le tendió la copa: las lágrimas le resbalaban por el rostro sin afeitar.

—¡Llegué a las últimas, don Carlos; llegué para recoger su postrer suspiro! ¡A tiempo de que no muriese sola, como una repudiada! Todavía le quedaba en el fuelle aire para unas palabras. Me confesó que no me había faltado nunca, y que aquello había sido un desahogo de esposa ofendida. ¿Verdad que debo de creerla? Porque nadie miente cuando va a comparecer ante el tribunal divino. A no ser que…

—¡Hágame el favor, don Baldomero, de no dar más vueltas al asunto! Le aseguré muchas veces que doña Lucía le había sido fiel.

—Sí, don Carlos, y siempre se lo he creído, y su confianza me hizo mucho bien. Pero pienso si esa declaración de la pobre Lucía no habrá sido una mentira piadosa para tranquilizarme.

—¿No dice usted mismo que nadie miente cuando va a comparecer ante el tribunal de Dios?

—Sí, don Carlos, pero hay mentiras que no lo son propiamente, sino verdaderas obras de caridad. Los casuistas…

La criada le cortó la palabra. Venía a decir que los de la funeraria acababan de traer el ataúd, y que si quería él estar presente.

—No, no. Arregladlo vosotras: En la sala, y que pongan el Cristo grande, el de mi despacho, y las velas de Jueves Santo. Están en el cajón de la cómoda.

Arrojó a la criada un manojo de llaves. La criada cerró la puerta sin ruido.

Un acceso de llanto repentino tuvo en silencio a don Baldomero. Hasta que apuró el anís y se limpió las lágrimas.

—Ya ve usted. Tanto tiempo esperando este trance, dándolo por seguro, y al verse ante la muerte la pena le ahoga a uno como en una muerte por sorpresa. Y uno se da cuenta de la propia responsabilidad y le vienen ganas de matarse como castigo —se santiguó rápidamente—. El Señor no lo permita, pero ese momento de desesperación no me faltó, y quizá haya sido una prueba que Dios envía a mi paciencia. Pero ¡ I sabe de qué buena gana hubiera acompañado a la pobre Lucía!

Agarró, de pronto, a Carlos por la muñeca y le miró con espanto.

—Sobre todo, por eludir un penoso, un desagradable e inevitable deber.

A Carlos le dio miedo el mirar del boticario.

—¿Qué está maquinando, don Baldomero?

Don Baldomero se levantó. Los pocos cabellos grises de su cabeza se habían alborotado y formaban copete encima de la calva. Acercó al pecho las manos crispadas y se golpeó.

—Le juro por todos mis muertos, don Carlos, que en mi corazón no queda una sombra de duda, y que recordaré a Lucía como ejemplo de esposas castas y sacrificadas, como víctima resignada de mi incontinencia y mi destemplanza. Y sé, además, que en la otra vida ella pedirá por mí, y quizá sus oraciones me aparten de mis yerros. Amén. Pero ¿y los demás? ¿Los que han creído alguna vez que Lucía me engañó? ¿Los que lo han sospechado? ¿Los que lo dan por seguro? ¡Porque de todos esos hay en el pueblo, don Carlos, de todos ellos estoy rodeado, y todos ellos me tratan de amigo y me dan palmadas en el hombro! Pronto empezarán a llegar, y usted los verá dolerse de mi dolor, mientras piensan lo que piensan… Pero ¿qué es lo que piensan? ¡Contra lo que piensan hay que tomar precauciones!

—Usted está loco, don Baldomero.

—¡Loco, sí! Reconozco la intención de las palmadas, como reconozco el lenguaje de las miradas. Cuando un cabrón de esos me mira y me dice «Hola», sé que me tiene por otro como él. Y a ésos no puedo reunirlos en el salón del casino y referirles la muerte de mi santa esposa, y contarles sus últimas palabras, porque se reirían de mí y no me creerían.

Dejó caer los brazos inertes.

—A ésos se refiere mi deber, y sobre él quería consultarle, don Carlos. Perdóneme que lo haga, perdóneme que le moleste una vez más, pero usted es el depositario de mis secretos y uno más no puede estorbarle.

Cruzó las manos implorantes.

—No me diga que no, don Carlos. Lo necesito para mi tranquilidad.

Carlos temió que fuera a arrodillarse.

—Cuente lo que quiera.

Bajo las lágrimas de don Baldomero se transparentó la alegría.

—¿Quiere más anís? Usted es un verdadero amigo. Siéntese y beba. ¡Ah, no era anís, era aguardiente! Pues verá…

Se sentó también.

Voy a insinuar que he envenenado a Lucía. ¡No me diga que no es verosímil! Soy boticario, dispongo de arsénico, conozco las dosis convenientes, y mi criada pudo habérselo administrado sin saberlo, una de tantas medicinas que ha tomado; claro que no voy a dar a nadie esta explicación, pero es por si alguien lo piensa.

—¿Y la autopsia? El arsénico, como usted sabe, deja rastro hasta en los pelos.

—También lo he tenido en cuenta. No se la harán. Tendría que mediar una denuncia, y a eso, aquí no se atreven. Porque, además, yo no voy a decirlo francamente, sino a insinuarlo, hoy una alusión, mañana otra… Hay maneras de hacerlo, y yo he pasado esta noche meditando el plan. Toda la noche, mientras velaba a la pobre Lucía. Y no hace falta que lleguen a la certeza, sino sólo a la sospecha. Porque tampoco tienen la certeza de que me haya engañado. ¿Me entiende? Decir que la había envenenado sería como tacharla de adúltera. No, no. Sospecha por sospecha. Ni más ni menos. Que aten cabos, que interpreten palabras sueltas, que cada cual piense para sí sin atreverse a decirlo a nadie.

Se levantó, cruzó las manos detrás de la espalda y dio unos paseos cortos. Se detuvo, luego, ante Carlos.

—Tengo que empezar a ser justo con la pobre Lucía. Y, en este caso, la justicia consiste en la inseguridad de los demás. ¿Me engañó? ¿No me engañó? ¿La envenené? ¿No la envenené? Mi conciencia queda tranquila. Además, le he pedido perdón, y me perdonó con su último aliento. Emocionante, se lo aseguro. No he cesado de llorar, y cada vez que se me representa, no puedo contener las lágrimas.

Le dio un hipo fuerte. Se sentó junto a Carlos y escondió la cabeza entre las manos. Estuvo largo rato llorando. Después, empezó a llegar gente.

Hicieron alto en Santiago para almorzar. Germaine apenas hablaba: se limitaba a escuchar al padre Eugenio, quien, por su parte, procuraba distraerla y referirse a cosas ajenas a la herencia y a sus problemas. Terminaron de comer y le propuso dar una vuelta por la ciudad y enseñarle lo que había de notable en ella. Germaine accedió. Mandaron esperar al chófer, y como no llovía, sino que persistía la niebla —más clara, sin embargo, que en la costa—, empezaron a recorrer la ciudad a pie. Estaba la tarde gris, húmeda, sin frío. Apenas se metieron en las callejas, el padre Eugenio le señalaba rincones, le mostraba perspectivas, la invitaba a fijarse en tal o cual efecto de luz, y Germaine respondía: «Sí, sí», y nada más. Tampoco pareció interesarle demasiado la catedral, de modo que el padre Eugenio renunció a hablar y a sugerirle contemplaciones: la llevó tras sí, muda y, al parecer, insensible. Y no pasaron de la catedral: sin detenerse más, regresaron adonde el automóvil esperaba. Germaine quedó pronto dormida, y el padre Eugenio, silencioso, fumó pitillo tras pitillo en la hora larga que duró el viaje. Al llegar a la costa, la niebla se hizo más densa. Bajaron con precauciones las cuestas hacia Pueblanueva. Al detenerse frente a casa de doña Mariana apenas se veía. El padre Eugenio dijo que se volvía al convento, pero Germaine le pidió que la acompañase, que tenía que hablarle.

Le dejó solo en la salita, después de encargar a la
Rucha
hija que sirviera café. Germaine fue a enterarse de cómo estaba su padre y de qué tal había pasado el día. A don Gonzalo la niebla no le sentaba tan bien como el viento norte y se quejaba de dolores en todas partes, y la tos había vuelto a la violencia. Germaine parecía preocupada.

—Tenemos que marchar cuanto antes.

—Pero el clima de París no es mejor que éste —dijo el padre Eugenio.

—Estaremos en París muy poco tiempo. Aunque retrase mi debut en la ópera, quiero que papá pase en Italia lo que queda del invierno. Se lo tengo prometido, y él lo desea más que nada.

Habían encendido las chimeneas y la casa estaba caliente. El padre Eugenio prescindió de la capa y, cerca del fuego, tomó el café y un poco de coñac. Germaine iba y venía, le decía unas palabras, desaparecía otra vez. Y lo que le decía era innecesario, parecían palabras dichas para tapar un hueco o cubrir una espera.

Llegó de pronto y dijo:

—Carlos estuvo aquí esta mañana. Se ha muerto la mujer de no sé quién y él está en el velatorio.

No dijo más, pero su mirada preguntaba y suplicaba al mismo tiempo.

—¿Quieres que enviemos a buscarle?

—Lo que usted crea mejor. Pero, se lo ruego, no me deje a solas con él.

—¿No sería eso lo discreto, precisamente?

Germaine no respondió. Despacharon a la
Rucha
con el recado, y Germaine ya no se movió del sillón.

—Ahora más que nunca necesito su ayuda, .padre. Ahora es cuando me siento más desamparada. No he dejado de pensar toda la tarde en ese papel del que resulta que Carlos es el dueño de todo y yo no tengo nada, absolutamente nada. ¿Cree usted que él sabrá…?

—De ese papel no conocemos más que una hipótesis del notario.

—Pero ¿y Carlos? Carlos se movió siempre, obró siempre, como si fuese el dueño. ¿Y si lo que hizo, lo hizo para obligarme a rechazar el testamento y que fuese yo misma la que pusiera la herencia en sus manos?

El padre Eugenio le preguntó:

—¿Es así como te hubieras conducido en su caso?

El tono áspero de la pregunta sorprendió a Germaine. Miró al fraile con ojos alarmados, cerró los dedos bruscamente. La alarma duró lo que un relámpago: sus palabras fueron dulces, casi una queja.

—¿Hago mal en pensarlo?

El fraile le sonrió.

—Tienes que partir, en tus conjeturas, de que si Carlos hubiera querido para sí los bienes de tu tía, los hubiera tenido sólo con decírselo.

—Entonces, ¿por qué…?

Se interrumpió, y añadió inmediatamente, con la misma dulzura:

—Será que no comprendo a Carlos. Por eso quiero que esté usted presente. Tengo miedo de equivocarme otra vez.

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