Los gozos y las sombras (22 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Palideció intensamente; se arrimó a la pared por no caer. Miró a Mariana con mirada asustada y vacía, como si mirase el vacío.

—Entonces la recordé. Fue por aquellos días. Pudo haber sido el 7 de octubre.

—¿Qué quieres decir con eso, Carlos? —también a doña Mariana le temblaba la voz.

—Nada. Sólo quiero señalar un hecho que tampoco entiendo.

Quedó arrimado a la pared, derecho, como envarado; y miraba otra vez como si mirase al vacío. No había recobrado la color. Doña Mariana se levantó, fue hasta él, quedó enfrente de él, le miró con fijeza, quiso llenar con su mirada la mirada de Carlos; quiso ir más allá de la mirada y saber qué pensaba o qué sentía, o, quizá, qué presentía sin atreverse. Le agarró, con fuerza, de los brazos, le sacudió. Él tardó en recobrarse, en sonreír.

—Esto es importante, Mariana. Pero no la engaño ni me engaño. Mi padre murió el 7 de octubre, y quizá el mismo día, quizá un día después, o un día antes, recordé la puerta que mi madre había mandado tapiar, en mi presencia; y ese recuerdo tiró de mí, de manera incomprensible, y me trajo hasta aquí, junto a usted, y me hizo hallar el recuerdo de mi padre y amarle. Es inevitable que intente establecer una conexión entre un hecho y otro. Una conexión cuya existencia no me cabe en la cabeza.

IX

Doña Mariana insistía en que se estaba calentando los cascos con una cuestión trivial, de la que, sin embargo, se veían obligados a hablar en toda ocasión, aunque uno y otro se hubiesen propuesto no aludirla ni rozarla; y a esto se agarraba Carlos para negarle trivialidad, puesto que subyacía a cualquier otro tema, y cualesquiera que fuesen las palabras dichas, siempre una de ellas servía de anzuelo, al cabo del cual, como pez estremecido, surgía la pregunta: ;tienen que ver entre sí estos dos hechos? Para doña Mariana, no pasaba de casualidad; hablaba a veces de azar, y Carlos, si negaba la existencia de casualidades, daba en cambio al azar una importancia trágica que a doña Mariana se le antojaba excesiva, pues para ella casualidad y azar significaban lo mismo. Pero Carlos complicaba las cosas.

—Hay una diferencia, y ahora que la siento, la veo clara. La casualidad es la pura coincidencia en el tiempo —quiere decir, al mismo tiempo— de dos sucesos sin relación entre sí, cada uno de los cuales obedece a sus causas particulares; al coincidir se influyen el uno al otro, y siguen luego su curso, cada cual por su lado, sin que el momento en que han coexistido y se han influido afecte profundamente a cada uno de los destinos. Pero, cuando la coincidencia y la influencia recíproca tuercen el destino de cada uno de ellos, es decir, obra en cada uno de los sistemas de causas como una causa nueva que altera la fuerza de las anteriores, y el curso del acontecimiento queda profundamente modificado, a eso le llamamos azar porque no sabemos llamarle de otra manera. Azar, destino, ¿qué más da? Puedo sacar de mi propia experiencia ejemplos claros. Mi encuentro con Zarah, una mañana de enero, a la puerta de la Universidad, fue una casualidad. Fuimos amantes durante dos años, luego dejamos de serlo. Dos años que dejaron en mí recuerdos, acaso hábitos, pero no huellas profundas. En el conjunto de mi vida, mis relaciones con Zarah son un episodio sin importancia. Apurando mucho el análisis, tendría que aceptarlo como algo acontecido para que otro algo pueda acontecer después, como instrumento de alguien que quiere algo de mí y que, cumplida su función, desaparece. Otra cosa sería si la hubiese amado. En cambio, esto de ahora no es una casualidad. Es, si usted quiere darle ese nombre, un azar; pero, indiscutiblemente, ha alterado mi vida, ha comenzado a alterarla antes de que lo supiese. No tengo más remedio que pensar que la muerte de mi padre ha obrado sobre mí desde una distancia enorme; ha obrado sin saberlo yo; se ha valido, para moverme hacia un fin determinado, de algo tan frívolo como un recuerdo infantil, que, sin embargo, se me presenta con una fuerza suave, enérgica y constante, me arranca de mi vida, borra mis proyectos y me trae aquí. Tiene que parecerme un azar mientras no averigüe cómo la muerte de mi padre pudo influir en mí de esta manera; pero no creeré nunca que sea casualidad. Debajo del azar hay siempre una razón misteriosa. La hay también, no sé cuál, debajo de todo esto.

Tales razones, dichas a veces con palabras demasiado especializadas, confundían a doña Mariana; y por eso Carlos, poco a poco, se redujo a pensarlas en soledad; y las pensaba, sin embargo, en diálogo polémico, y se inventaba razones opuestas, y discutía consigo mismo, y no llegaba a ninguna conclusión satisfactoria. Decidió un día escribir a Santiago de Chile, pidiendo noticias más detalladas de la muerte, y, sobre todo, de la vida de su padre; y doña Mariana le aconsejó que lo hiciese en papel en que constasen, impresos, su nombre y profesión, para que el cónsul tomase en cuenta la calidad del rogante. Compró el papel, lo llevó a una imprentilla, y de aquí salió el rumor de que don Carlos Deza iba a abrir consultorio, porque había encargado un talonario de recetas en el que constaba como suyo el domicilio de doña Mariana. Como, por otra parte, se había corrido la voz de que Cayetano le daba empleo en el astillero, y a nadie se le ocurría pensar —salvo a los clientes del
Cubano
— que rechazase un puesto en el que le pagaban bien por no hacer nada, después de un par de tardes de discusión los socios del Casino concluyeron que el encargo de las recetas (los mejor informados sabían que era sólo papel de cartas) descubría su propósito de aceptar el momio, en tanto que el
Cubano
y sus clientes lo interpretaron como señal de que se disponía a trabajar por su cuenta.

A la noticia de que don Fernando Deza había muerto en Chile nadie le dio importancia, y aunque Carlos sólo enlutó su corbata, ni siquiera las más exageradas cumplidoras de los ritos funerarios, las que contra viento y marea llevaban manto hasta los pies por el marido o el padre durante un par de años, vieron en el escaso luto de Carlos motivo de censura. Repentinamente, Carlos había dejado de ser la comidilla del pueblo; todo lo que le concernía se trataba en segundo término y como materia de relleno, cuando no complementaria, porque lo que verdaderamente apasionaba a las mujeres y, de rechazo, a los varones, eran las reformas que doña Mariana pensaba introducir en la iglesia de Santa María de la Plata, y cómo, desde que se conoció el propósito, a pesar del tiempo transcurrido —poco más de una semana, o quizá dos— no se sabía que hubiera doña Mariana tratado con contratistas o albañiles, ni en la iglesia había el menor indicio de obras, ni don Julián sabía nada de ellas, se atribuyó el retraso a un cambio en la voluntad de doña Mariana, aterrada probablemente por el coste; v así como al principio, salvo don Lino, la habían puesto verde por dejar temporalmente al pueblo sin su mejor iglesia, ahora le quitaban el pellejo por su negligencia en acudir al remedio de un edificio de tanto mérito, que un día cualquiera podía derrumbarse.

La verdad era que doña Mariana había olvidado la iglesia y la promesa hecha al Arzobispo, y le preocupaba más la afición de Carlos a encerrarse en su habitación largas horas, que pasaba tumbado en la cama, y sus recaídas frecuentes en el silencio, aunque estuviesen juntos; un silencio que, por las trazas, era el resultado de una obsesión. No le había hecho preguntas sobre la visita a casa de Rosario, pero una mañana que se la tropezó en la calle le sacó confesión del regalo y de lo que habían hablado, aunque no de todo. Doña Mariana había temido que Rosario gustase a Carlos y que, por ella, se metiese en un conflicto con Cayetano o, peor todavía, que no se metiese, pero que todo el mundo llegase a saberlo; ahora empezó a lamentar que Rosario no le hubiese gustado lo bastante como para distraerle de su preocupación. La indiferencia de Carlos hacia todo lo externo, la inquietaba: habían llegado varios cajones de libros, remitidos por Carlos desde Alemania antes de su viaje y, sin abrirlos siquiera, los había enviado al pazo. Le preguntó doña Mariana si los había hecho venir para eso; Carlos respondió que pertenecían a un pasado que cada vez entendía menos, y que haberlos hecho venir era una equivocación.

El día de Reyes fueron juntos a misa; y sentados en el banco del privilegio parecían escuchar el sermón de fray Eugenio, especialmente hermoso, triunfal y tierno, sobre Jesús entre los hombres; pero Carlos apenas se enteró de sus palabras, y doña Mariana ni se dio cuenta de que había subido al púlpito. Pensaba en el modo de sacar a Carlos de aquel marasmo, y hacia el
Ite, missa est
, después de muchas vueltas, creyó haber encontrado un remedio, al menos momentáneo. En vez de salir, pidió a Carlos que la acompañase a echar un vistazo a la iglesia; comprobaron que, en ciertos sitios, la bóveda se agrietaba, y que en otros se torcía, como vencidos los sillares; pero doña Mariana, más que por el modo de las reparaciones, parecía interesada por la restauración de la iglesia en su pureza primitiva, y sobre esto habló por el camino, de regreso; durante la comida, y después de la siesta; y como Carlos confesaba su falta de preparación en materia arqueológica, al final de la tarde fingió ella haber tenido una ocurrencia genial, se la comunicó a Carlos y, sin contar con su asentimiento, contó con su colaboración. De modo que, al día siguiente, después de haber desayunado, Carlos salió para el monasterio, con el encargo de pedir a fray Eugenio consejo técnico.

—Vas por el camino de la playa, todo seguido. No hay pérdida posible.

El caballejo iba tapado con una manta escocesa, y con otra parecida, pero ribeteada de cuero, se cubrió Carlos las piernas. La mañana estaba fría y resplandeciente; y las aguas de la mar tranquilas y azules. Se metió por el camino, entre una tapia cubierta de hiedras y un zarzal enorme; coronó un cerrillo; Pueblanueva quedaba atrás, envuelta en bruma azul como el humillo de los hogares. Volvió la cabeza varias veces para verla, hasta que una revuelta del camino se la hurtó. Un soto le trajo recuerdos infantiles: allí, de niño, solía venir con su madre, algunas tardes de verano. Doña Mariana traía la merienda en un cestillo, y se sentaba bajo un castaño próximo al camino, un castaño de gran copa, cuyas ramas sombreaban la carretera —ya no estaba, sino sólo el muñón cortado de su tronco—. Recordó también que aquel soto era suyo. Detuvo el coche, se empinó para ver mejor, y lo que vio fueron muchos muñones más, castaños cortados, robados seguramente. Se encogió de hombros. Como pasado, aquello tampoco le pertenecía.

El caballejo hacía, al trotar, un ruido grato de cascabeles; era fuerte, a pesar de su pequeñez. Subió el repecho de un trote, un repecho regular, y, al llegar arriba, Carlos tiró de las riendas.

—¡Sooh!

Le pareció que el caballo merecía un descanso. Saltó al camino y cargó una pipa. Cuando estaba encendida, vio, cerca ya de la otra parte del repecho, un grupo de mujeres.

—¡Doña Lucía!

—¡Ay, Carlos, buenos días! No me trate con tanta ceremonia.

El interés que pudiera sentir por la señora de Piñeiro se desvaneció al ver a una de sus compañeras, una entre todas. Se dirigió a ella inmediatamente, casi con descortesía para Lucía y para las otras.

—Usted… tiene que ser, es la hermana de Juan.

—Claro, es Inés. ¿No se conocían?

Había en ella algo que Carlos sólo había visto en el rostro de doña Mariana: energía, pero distinta de la de doña Mariana. Parecía como si algo interior intentase suavizarla y a veces lo consiguiese; como si lo consiguiese en las líneas del rostro, en los labios, en la barbilla, pero hubiese fracasado en el mirar. Los ojos de Inés eran oscuros y ardientes, pero los mantenía bajos, salvo un instante en que le miró y sonrió.

—Te hubiera reconocido en cualquier parte.

Tendría veinticinco años, quizá unos pocos más. En su figura la herencia materna había vencido, parcialmente, a la sangre de los Churruchaos. Su cabello no era rojo, sino rubio con reflejos rojizos; su cuerpo no era asténico. Algún rasgo de su cara, los más vigorosos, no eran del todo delicados.

Lucía explicaba que todas las mañanas iban a misa al monasterio, y repitió su entusiasmo por fray Ossorio y su modo de entender la religión. Inés la corrigió suavemente.

—No es el modo de fray Ossorio, sino el de la Iglesia. Fray Ossorio no inventa nada. Repite las palabras del Señor y lo que la Iglesia ha enseñado siempre.

Se volvió hacia Carlos y le miró otra vez.

—No pienses, como mucha gente, que es un loco o un hereje.

—¡Ay, hija mía, yo no quise decir eso! Pero no me negarás que fray Ossorio es un cura distinto.

Se encaró con Carlos.

—Lo verá cuando lo conozca. Un santo.

—Tampoco la santidad es una profesión, Lucía. Todos debemos serlo.

—¡Ay, hija! Contigo, una tiene que medir las palabras.

Inés repetía, probablemente, lo que había oído, pero la seguridad, el tono con que lo repetía le pertenecían. Parecían suyas las palabras, y daba la sensación de saber apropiarlo todo, de hacerlo todo suyo.

—Saluda a tu madre. Iré un día de éstos a visitarla. Y a tu hermano también.

Siguió el camino, impresionado. Inés había desalojado de su mente las preocupaciones y los recuerdos; pero no suscitaba en ella nada nuevo. Era como si sólo permaneciese la impronta de su figura, sus ojos fulgurantes, el eco de su voz serena. Como si, además, los ojos y la voz hubiesen eliminado los detalles, o como si hubiesen impedido a Carlos Fijarse en lo que generalmente observaba de las mujeres y recordaba de ellas. No podría decir si Inés tenía lindos pechos.

Le sacó de sí un estruendo lejano, llegado al volver el camino; levantó la vista y vio, al final de la carretera, más allá de la playa, un promontorio en cuya cima se alzaba el monasterio: como metido en la mar, sobre unos acantilados en los que se rompía, con furia, el oleaje. Subió por un camino difícil, bordeando un precipicio en cuyo fondo las olas se revolvían, blancas y verdes, hasta llegar a una plazoleta que el monasterio encuadraba: espumosas, rotas, salpicaban sus cimientos, saltaban por encima del parapeto y mojaban las piedras del camino. Más allá, sólo la mar.

Dejó el carricoche y llamó a la puerta. Un lego le escuchó y le hizo entrar. Otro, pasado un rato, le invitó a seguirle. Atravesó un claustro, subió unas escaleras, recorrió un pasillo largo. El lego empujó una puerta y le hizo pasar a una celda grande, de esquina, con ventanas abiertas sobre la mar en dos de sus paredes: entraba por ellas un resplandor verde y movido, que se reflejaba en el techo. Pero no parecía celda de monje, sino taller bohemio de pintor, en desorden. Al fondo, frente a un caballete, fray Eugenio, vestido sobre el hábito una especie de mandil, pintaba furiosamente; y cerca de él, indiferente a la furia, un novicio pulía pan de oro.

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