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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (35 page)

Bobby y yo caminábamos en fila india, siguiendo un afluente del arroyo. Habían pasado más de veinte años y el entorno había cambiado, se había transformado. Las copas de los árboles estaban un poco despobladas y los haces de sol se filtraban entre ellas arrojando sus sombras.

Pronto llegamos a una nueva intersección en la red de arroyos, con orillas muy inclinadas allí donde el agua las había limado con mayor intensidad. Me detuve en lo alto de una de esas riberas, inseguro por un momento. El lugar no me resultaba familiar. Se oía cierto murmullo entre las filas de árboles.

—Y estamos haciendo esto porque el tipo dijo que estaba pensando en instalar un refugio de caza hace unos... oh, ¿veinte años?

—Puedes volver a casa ahora mismo si te apetece.

—¿Sin mi infalible guía nativo?

Después de otro atento vistazo comprendí en qué había cambiado la vegetación. Uno de los árboles que me servía de marca había caído con el transcurso de los años. Hacía algún tiempo ya, a juzgar por su aspecto: los restos estaban podridos y cubiertos de musgo. Me reorienté y seguí por el cauce.

Los márgenes eran empinados y estaban cubiertos de hojas resbaladizas, así que descendimos con mucho cuidado. Cuando alcancé el fondo torcí a la izquierda y proseguimos por la ligera pendiente.

—Ya casi hemos llegado —dije indicando el camino. A unos doscientos metros el cauce se orillaba en pendiente hacia la derecha—. Creo que está al otro lado de esa curva.

Bobby no dijo nada y supuse que, como me había sucedido a mí, estaría completamente sumido en aquella experiencia. El bosque es una de esas cosas que se abandonan por un tiempo, hasta que se tienen hijos y uno empieza apreciarlas de nuevo, las ve renacer a través de los ojos de un niño, cosas como los helados, los coches de juguete o las ardillas. Medité durante un rato sobre si todo eso tenía que ver con el hecho de que a mí me gustaran los hoteles. Sus pasillos son como atajos entre los árboles, sus bares y restaurantes, como claros donde reunirse y comer. Madrigueras de varios tamaños y prestigios, todas incluidas en la misma estructura, un bosque privado.

El Manifiesto del Hombre de Pie se me había metido en la cabeza más de lo que yo mismo creía.

—Alguien nos vigila —anunció Bobby.

—¿Dónde?

—No lo sé —dijo observando los márgenes del cauce que quedaban por encima de nosotros—. Pero está ahí, en alguna parte.

—No veo a nadie —respondí, manteniendo la mirada fija al frente—. Aunque me lo creo. ¿Qué hacemos entonces?

—Seguir caminando —propuso Bobby—. Si es él, se descubrirá o se quedará donde está mientras decide si hablarnos o no. En cuanto asome la cabeza por encima de su escondrijo iré a por él.

Recorrimos los últimos cien metros en silencio, resistiendo la tentación de echar un vistazo. Tras la curva del cauce el terreno ascendía bruscamente y tuvimos que trepar un poco.

Y allí, frente a nosotros, estaba el Estanque Perdido. Medía unos cien metros por sesenta, con orillas muy verticales en su mayor parte, excepto en un par de pequeñas playas fangosas. Unos cuantos patos nadaban en el centro, y los árboles cubrían una buena porción de las aguas poco profundas. Avancé hasta el borde y miré la superficie. Fue como contemplar un espejo y verme con el aspecto que tenía a los quince años.

—¿Sabes dónde está el refugio? —preguntó Bobby.

—Solo sé que planeaba construir uno. Lo mencionó un par o tres de veces. No para caza, sino para tener un lugar donde pasar el rato. Ed era un tipo muy solitario.

—¿Y un pervertido también?

—No. —Negué con la cabeza—. Nadie viene aquí para montárselo. De noche es un lugar más bien espeluznante.

Miró a su alrededor examinando el terreno.

—Si yo pensara instalar un refugio, lo pondría por allí. —Indicó un área de árboles y matorrales espesos que se extendía sobre la pendiente del lado oeste del estanque—. Refugio y visión excelentes.

Me adelanté por el camino que rodeaba el estanque, mirando con los ojos entrecerrados hacia donde Bobby había señalado. Quizá solo me lo parecía, pero la zona del centro era más densa que el resto, como si hubieran plantado más vegetación, muy apretada.

Fue entonces cuando resonó el primer disparo. Un crujido seco, seguido de un zumbido y luego un gemido.

Bobby me empujó lejos del margen del estanque y luego se echó a correr. Otro disparo atravesó las hojas medio metro por encima de nosotros. Cuando estuvimos detrás de los troncos, volví la cabeza a uno y otro lado, intentando averiguar de dónde procedían los disparos.

—Pero ¿qué pasa con este tío?

—Espera —dije yo—. Mira ahí arriba.

Señalé hacia donde los arbustos eran más espesos. Apareció una cabeza entre la vegetación, la cabeza de un anciano, que además no estaba nada cerca del lugar de donde venían los disparos.

—Mierda —exclamó Bobby, ahora con una pistola en la mano. Dos tipos de uniforme descendían corriendo hacia el estanque. Otro hombre, vestido con ropa tejana, se acercaba por el otro lado.

—Ese es el tipo del bar de anoche —dije—. El que nos cerró el paso.

Los hombres de caqui habían llegado al lado opuesto del estanque. El más alto de los dos se arrodilló, y disparó directamente a la zona arbolada; eran disparos tranquilos, sin prisas. El otro seguía a toda velocidad hacia el otro lado del estanque para rodear la cima. El tipo con ropa tejana también disparaba.

—¿Quién cojones son esos tíos?

—Bobby; uno de ellos va a rodear a Ed.

—Voy a por él —dijo—. Cúbreme. Salió corriendo, yo me asomé por un lado del árbol y me puse a disparar.

El tipo arrodillado giró limpiamente hacia un lado y se deslizó tras los restos de un gran árbol caído. Avancé de costado hacia los árboles. Disparaba bajo una fría y oblicua luz, que parpadeaba entre los árboles retorcidos, con la mitad de mi mente ocupada en evitar las raíces del suelo para no caer de bruces. Al cabo de diez segundos se oyó un grito, y el tipo con ropa tejana giró sobre sí mismo y cayó de espaldas.

Bobby estaba hundido en los matorrales que había enfrente, disparándole al tipo que descendía la cuesta tras rodear el terreno elevado. El tipo nos ignoraba completamente a Bobby y a mí, a pesar de que Bobby le estaba tiroteando; se concentraba en disparar contra el refugio de Ed.

Me detuve, apunté y disparé.

La primera bala le hirió en el hombro. Otra de Bobby lo alcanzó medio segundo después y el tipo salió volando contra un árbol. Aun así siguió tirando, pero no a nosotros.

Disparé de nuevo, dos veces, y le di justo en el pecho. Bobby también había parado de correr y disparó tres balas. El tipo desapareció de nuestra vista.

Avancé un paso, pero Bobby me indicó con la mano que me quedara donde estaba. Se adelantó con cautela.

—¿Ed? —grité—. ¿Estás bien?

De repente el tipo de caqui apareció de nuevo. Se había deslizado un poco pendiente abajo, a cubierto, entre los matorrales. Mientras Bobby y yo lo observábamos con asombro, se arrodilló, sosteniendo todavía, ahora lo veía, un rifle automático.

Antes de que pudiera pensar en moverme, el tipo empezó a disparar otra vez. Moría delante de nuestros ojos, pero aún tuvo tiempo de estampar quince disparos más contra los arbustos. En ningún momento trató de abatirnos. Era como si ni siquiera estuviéramos allí.

Luego se derrumbó boca abajo y se quedó inmóvil para siempre.

Bobby giró sobre sus talones y retrocedió mientras recargaba el arma. Yo corrí hacia delante, le di una patada al tipo para asegurarme de que estaba muerto y avancé entre los arbustos.

Justo en el medio vi los restos de un escondrijo. Un débil entramado de maderas resecas, matorrales y viejas ramas retorcidas. A menos que estuvieras buscándolo, lo más normal era pensar que se trataba de algo natural, o de unas ruinas muy antiguas, y no de una especie de refugio construido por alguien a quien simplemente le gustaba sentarse en el bosque y contemplar el estanque. Tumbado entre todo aquello estaba Lazy Ed.

Me arrodillé juntó a él y comprendí que no iba a salir del bosque. Los agujeros eran incontables. Su cara estaba menos afectada, aunque tenía una oreja arrancada y se le veía el hueso.

—¿Qué está pasando, Ed? —le pregunté—. ¿Qué cojones ocurre? ¿Por qué os están matando a todos?

Ed levantó un poco la cabeza y me miró fijamente. Fue duro ver a aquel viejo conocido con la cara llena de arrugas y vasos sanguíneos reventados.

—Que te jodan —carraspeó con bastante claridad—. A ti y a tu puta familia.

—Mi familia ha muerto.

—Fantástico —dijo, y murió.

No había nada de interés en el refugio. Unos cuantos tarros vacíos, un paquete de tabaco, una botella medio llena de un tequila muy barato. Pensé en cerrarle los ojos a Ed, pero no lo hice. Al contrario, di media vuelta y salí de entre los arbustos.

Al llegar al estanque, junto al cadáver del tipo vestido con ropa tejana, Bobby descendía un repecho para encontrarse conmigo.

—Ha huido —murmuró.

—Parecía que sabía perfectamente lo que hacía. ¿Estás bien?

—Sí, solo que casi me pierdo al regresar.

—Es un estanque perdido —dije. Me temblaban las manos—. Dios.

—Fueron ellos los que la armaron —alegó—. Nosotros no nos buscamos esto.

—Lo sé —contesté, abrumado por la sensación de estupor que me producía estar en un paisaje de mi infancia, ahora con una pistola en la mano—. Pero ¿qué diferencia hay? Siempre habrá alguien disparándole a alguien. Yo solo lo había hecho una vez antes, y de verdad que no me gusta nada.

Bobby se agachó sobre el cuerpo del hombre y rebuscó en sus bolsillos hasta que encontró una cartera. La revisó delante de mí. No había ni carnet de conducir, ni sellos, ni recibos, ni fotos, ninguna de las porquerías que solemos llevar en las carteras. Nada salvo unos cuarenta dólares.

—¿Examinaste al otro tipo muerto?

—Solo para estar seguro de que no iba a empezar a disparar de nuevo —dije—. Parecía más que entregado a su trabajo. Que no tenía nada que ver con nosotros. Nos podrían haber quitado de en medio muy fácilmente. Iban a por Lazy Ed. Nosotros solo nos cruzamos en su camino.

Bobby asintió.

—Tampoco llevaba ninguna identificación encima —le dije—. En absoluto. Le di la vuelta al cuello de su jersey y miré en la parte trasera de sus pantalones. No había etiquetas. Las habían cortado.

—Es cosa de los Hombres de Paja —dijo él—. Los están liquidando uno a uno.

—Pero ¿por qué? ¿Y cómo nos encontraron?

Se encogió de hombros.

—La preciosidad del FBI también lo consiguió. Quizá ellos lo hicieron del mismo modo. Es su página web: reciben notificación inmediata de cualquier acceso, sin necesidad de que ningún pirata informático lo intercepte. O puede que estuvieran en el caso antes que nosotros, Ward. Hay pruebas de que se está llevando a cabo cierta operación de limpieza.

Me miró; estaba cansado y cabreado por nuestro fracaso.

—Sea como sea, han hecho su trabajo. Aquí no encontraremos más que problemas, y ya tenemos bastantes.

Sin decir otra palabra echamos a andar.

26

Nina suponía que Zandt iba a explicarle lo que le pasaba por la cabeza, pero desde el momento en que los otros dos tipos se marcharon, estuvo muy poco comunicativo. Aunque no se había mostrado particularmente afable cuando se presentó en el aeropuerto de Los Angeles en taxi, por lo menos parecía estar presente. En cuanto quedó claro que los tipos del Holiday Inn de Hunter's Rock —fuera lo que fuese lo que llevaban entre manos, y a ella aún le quedaban unas cuantas preguntas al respecto— no tenían nada que ver con el Hombre de Pie, fue como si Zandt se retrajera de nuevo. Haberle arrastrado al campo la hizo sentirse estúpida, pero era mejor equivocarse que no hacer nada. Era muy consciente del paso del tiempo, de una forma tan virulenta como si alguien le estuviera arrancando la piel del rostro. Aquella sensación avivaba en ella las ganas de hablar, de intentar hacer o decir algo, cualquier cosa, casi como si expresándola en palabras, la solución adquiriera una existencia positiva. En Zandt parecía que se operaba el efecto contrario. No tardaría, creía ella, en volverse completamente mudo.

El avión estaba casi vacío y ni siquiera así se habían sentado juntos. Él estaba al otro lado del pasillo, estudiando unos informes viejos que había sacado de la casa de Nina. Ella llamó a la oficina de Brentwood e informó de que aún no había cambios, aunque sin aclarar que no estaba precisamente a la vuelta de la esquina.

Luego se giró hacia la ventana y contempló el paisaje sobre el que volaban de regreso a LA; se preguntó si pasarían justo por encima del lugar, la casa secreta o la guarida, o como la llamase el Hombre de Pie. Saber que tenían que estar, que Sarah Becker tenía que estar ahí debajo en alguna parte resultaba insoportable. Para despejar la mente, sacó la revista de la compañía aérea del bolsillo que quedaba frente a su asiento y se hizo el firme propósito de leerla.

Zandt apenas era consciente de que se encontraba en un avión, y en lugar de pensar en Sarah Becker, examinaba los detalles de cuatro desapariciones ocurridas por todo el país en un lapso de tres años. Había pocos elementos que las relacionaran entre sí, salvo el hecho de que en aquel preciso instante unas copias de los respectivos expedientes yacían sobre sus rodillas. Pero si de verdad existía algún tipo de sistema de intermediarios, ya no podían aplicarse los métodos habituales de investigación de asesinos en serie. Si uno se encuentra con una serie de desapariciones o cadáveres en un área geográfica muy restringida, es justo suponer que pueda acotarse la búsqueda de pruebas y acontecimientos relacionados a ese mismo espacio. La mayoría de asesinos tiene sus cotos de caza, unas pocas millas cuadradas donde se sienten seguros. Algunos incluso limitan sus actividades a unas cuantas manzanas, o a un par de calles, especialmente si depredan entre sectores sociales que no despiertan el comprometido interés de las autoridades. Zandt se acordó de haber visto las imágenes de la demolición del edificio donde se encontraba el apartamento de Jeffrey Dahmer, el lugar en que jóvenes negros y asiáticos habían sido desmembrados, adorados y devorados en uno u otro orden. Algunos familiares de las víctimas contemplaban el evento, la mayoría en silencio, otros apenas sollozando, pero unos cuantos pedían explicaciones a todo aquel que les quisiera escuchar, intentaban descubrir alguna razón que les permitiera aceptar el hecho de que les habían arrebatado a sus hijos y los habían asesinado sin que, al parecer, a nadie le importara demasiado.

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