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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (36 page)

Las desapariciones que tenían lugar en lados opuestos del país rara vez se comparaban unas con otras, aunque el FBI las tomara a su cargo, especialmente cuando sucedían con poca diferencia de tiempo. Nadie rapta a alguien en San Francisco la noche del martes y luego secuestra a otro en Miami la madrugada de miércoles a jueves.

No, al menos, si está involucrado el mismo tipo. Zandt había estado buscando desapariciones con características similares a las asociadas al Hombre de Pie, y que hubieran tenido lugar en aquellos mismos años. No esperaba encontrar nuevos ejemplos de souvenirs con los nombres de las chicas bordados. El Hombre de Pie era lo bastante listo para querer simular que los casos de L.A. no tenían relación con otros sucedidos en cualquier otra parte del país.

Esa era la idea que rumiaba insistentemente cuando apareció el taxi para llevarlo al aeropuerto de Los Angeles: que los jerséis eran uh farol. Que podrían tener muy poco o nada que ver con la patología del asesino, y sí más bien con la intención de simular que unos casos determinados no estaban relacionados con ningún otro. Que el Hombre de Pie podría haber considerado a la policía tan impresionable ante un detalle así como el público de las películas en que aparecen crisálidas dentro de la garganta de los cadáveres, o de las series de televisión en que cada semana un tipo atrapa a asesinos que exhiben bien a las claras sus psicosis. Hay un jersey con un nombre bordado, entonces es uno de los nuestros. No hay jersey, pues no lo es y no queremos ni oír a hablar del asunto. Nuestro hombre tiene una patología. Eso es lo que andamos buscando. Es una de las pocas pistas que tenemos, nos aferramos a ella, y no veas qué trabajo que nos da.

Zandt creía que el Hombre de Pie podía no tener ninguna patología, que podía no ser susceptible de encasillamientos. Quizá anduviera, buscando víctimas en cualquier lugar del país. Quizá incluso en cualquier lugar del mundo. Simplemente porque así lo quería.

Las víctimas no constituían un grupo claramente definido. Que las mujeres raptadas fueran atractivas no era suficiente para diferenciar las acciones del Hombre de Pie. Codiciamos la belleza porque hace reconocible a la gente, la convierte en famosa. Zandt tampoco pensaba que el pelo largo fuera un indicador fiable. Si los jerséis eran realmente una prueba falsa, la longitud del pelo de las chicas representaría solo el medio para un fin. Había únicamente dos características distintivas. La primera era la edad. Desaparecen muchos críos pequeños, y un buen número de ancianos y ancianas se lastiman en su propio hogar; ambos grupos entran involuntariamente en el camino de las estadísticas por virtud de su debilidad física. En cuanto al resto, la mayoría de las mujeres que desaparecen tienen entre diecisiete y veinticuatro años: son lo bastante jóvenes (y no demasiado viejas) para llevar una vida independiente, mujeres que regresan a su casa a pie por la noche, que quizá viven solas, que poseen la suficiente confianza juvenil para ayudar a un afable caballero con el brazo en cabestrillo y el rostro entre las sombras apostado en un rincón del aparcamiento a altas horas de la madrugada. Desparecen mujeres de todas las edades, pero el pico más alto del gráfico corresponde a esta franja. Las víctimas conocidas del Hombre de Pie, en cambio, al igual que las chicas desaparecidas de las que hablaban los informes que tenía en su regazo, eran adolescentes. Muchachas lo suficientemente mayores para desafiar físicamente a su secuestrador, pero también demasiado jóvenes para encontrarlas en los ambientes más vulnerables. Eso no significaba que el Hombre de Pie simplemente colocara a todas las chicas de entre catorce y dieciséis años en el mismo paquete y las considerara igualmente convenientes. Había un montón de lugares en todo el país donde encontrar a una chica de esa edad andando sola de noche por la calle, a punto para el negocio. Si el Hombre de Pie o su suministrador se atuvieran solo a la edad, habrían llevado un camión al lugar adecuado de la ciudad adecuada y lo habrían cargado hasta los topes sin problemas. En cambio, las había elegido no solo entre un grupo circunstancialmente menos vulnerable que la media a causa de su edad, sino procedentes además de entornos sociales que complicaban su disponibilidad. La familia de Elyse LeBlanc estaba un poco peor situada que el resto, pero era sin duda de clase media. Las demás lindaban ya con la riqueza. El Hombre de Pie no iba detrás de la carnaza. Buscaba entre lo que consideraba de calidad.

Zandt seguía sentado, observando las reproducciones fotográficas de las chicas muertas. Su mente giraba cada vez más deprisa, mezclaba los hechos que tenía frente a sus ojos con los que había memorizado dos años atrás. Intentaba verlo todo como una unidad, apartando de ello solo a su propia familia y a su hija, pues estaba convencido de que la habían elegido solamente para darle una lección. Zandt ya había intentado antes aislar a Karen de la ecuación, pero nunca fue capaz de hacerlo de verdad. La conciencia de su desaparición lo había teñido todo desde el momento en que él y Jennifer encontraron la nota en la puerta de su casa. Ahora, sin embargo, la había sustituido por las chicas de las que hablaban esos nuevos informes, trataba de averiguar si entre ellas había alguna relación que fuera más allá de la especulación. Trataba de estirar la mano desde el lugar al que se dirigía, donde había vivido la mayor parte de su vida, la extraña ciudad de los fabricantes de sueños, la miseria, las pruebas de cámara, los asesinatos y los chistes verdes, hacia otros sitios, otras noches, otros terrenos de caza. Hacia otras ciudades, otras máquinas, otros bosques de edificios y ríos de asfalto donde otros hombres y mujeres no ven las estrellas por la noche, cuidan plantitas en el alféizar de la ventana, y crían perros diminutos, los llevan de paseo por los corredores de la infinita procesión de apartamentos, cruces y farolas; lugares en los que alquilan espacio en la propiedad de otro para poder tener un sitio donde dormir y luego levantarse y realizar tareas remuneradas que ni entienden ni les importan, sino que les sirven para obtener los bienes de intercambio necesarios para alquilar el espacio en el que duermen, gruñen y miran la televisión hasta que al final alguno de ellos se deja caer por la ventana o se echa a correr y a gemir por calles oscuras, sacudiéndose el entumecimiento que le ha contagiado una sociedad atrapada en la fractura, la traición y la desesperanza; el loco solitario en una cultura que se transforma en un simple adorno de Navidad, una belleza chillona que envuelve un vacío en el que se descubren cada vez más deprisa las formas de los aparcamientos, los supermercados, las salas de espera o las habitaciones virtuales de los chats, no lugares donde ya nadie sabe nada de nadie. De repente el remolino de pensamientos se detuvo.

27

Estaba oscureciendo cuando regresamos al hotel. Había dos mensajes para Bobby. Mientras devolvía las llamadas encendí el televisor sin darle volumen al sonido y sintonicé el canal de informaciones locales resuelto a descubrir cuánto tardaba en saltar la noticia. Era posible que hubiera algún lugareño dentro del radio auditivo de los disparos y que finalmente encontrase los cuerpos. Aunque nada nos relacionaba con el asunto, deseaba largarme de Hunter's Rock lo antes posible.

Andaba con paso rápido por la habitación, recogiendo mis pocas pertenencias.

—Cristo —exclamó Bobby con voz áspera y extraña. Me giré y vi que aún estaba al teléfono—. Enciende el televisor.

—Ya está encendido.

—Quita la basura local. Pon la CNN o algo así.

Pasé por varios canales antes de encontrarla.

Las imágenes que emitían habían sido filmadas cámara en mano y temblaban. Un gran edificio gris en un entorno urbano. Una escuela. Era evidente que había sido filmado más temprano, pues todavía era de día.

—Lo tenemos —dijo Bobby al teléfono—.Te llamo luego.

Subí el volumen y oímos como el comentarista elevaba la lista de muertos a treinta y dos, con todavía muchos desaparecidos y la mitad del edificio pendiente de registro. No estaba claro si los dos alumnos a los que la policía había abatido eran los únicos responsables de la atrocidad, o si había habido un tercer implicado.

Se habían utilizado fusiles y un enorme dispositivo incendiario casero.

La cámara hizo un barrido por la zona devastada, mostrando durante breves instantes grupos de alumnos y profesores tras la cinta de la policía, rostros empalidecidos bajo la luz de los focos. En el montaje habían amortiguado, el sonido ambiente pero las sirenas y los gemidos todavía eran audibles. Una mujer pasó tambaleándose, apoyada en dos enfermeros, con el rostro enteramente cubierto de sangre.

—¿Dónde es esto?

—Evanston, Maine.

—Bobby cerró los ojos.

La televisión emitió imágenes en directo. El lugar estaba más tranquilo ahora, solo quedaban unos pocos mirones, mantenidos a cierta distancia de la escuela por la cinta de la policía. Un hombre con abrigo de cuero sostenía un micrófono, en su silueta se reflejaban destellos de luces azules e intermitentes. Habían encontrado dos cadáveres más. Los correspondientes a Jane Mathews y Francés Lack, ambas de once años.

De nuevo imágenes anteriores. Camiones de bomberos, ambulancias. Gente herida, tanto niños como adultos, tendidos en el suelo, recibiendo auxilio. Había otros en el suelo sin nadie que sostuviera su mano. Gente a la que era ya imposible distinguir.

—La madre que me parió —dije señalando a la pantalla.

La cámara se desplazaba a lo largo de la calle que quedaba frente a la escuela, mostraba a la gente que contemplaba la puerta del infierno recién abierta. Había un hombre alto y rubio con una gran mochila al hombro, de espaldas. Resultaba insólito porque no estiraba el cuello para ver mejor, como hacía todo el mundo a su alrededor, sino que permanecía de pie, tranquilo y sereno, contemplando la escena con completa ecuanimidad. La cámara no reparó en él y pasó de largo por la fila de gente, un lento plano de horrorizada conmoción.

—A ese tipo lo he visto en algún sitio —dije.

Un hombre rubio, en Los Salones, con una gran mochila de color azul.

Bobby se pasó la mayor parte del vuelo pegado al teléfono. Le escuché hablar con tres personas diferentes, disponiendo que mandaran ciertas grabaciones al aeropuerto de Dyersburg. Luego se sentó en silencio y se quedó mirando el cafecito de cortesía durante un rato.

—¿Tiene la CIA alguna pista sobre lo que ha ocurrido?

—No muchas, salvo que no está involucrado nadie de fuera de Estados Unidos. No hay muchos terroristas internacionales que aún lleven tirantes.

Negué con la cabeza.

—¿Están seguros de que han sido solo esos críos?

—Ahora mismo están registrando sus casas de arriba abajo, pero de momento no han encontrado nada. Esta vez no se trata de nada global. Por lo que sabemos, ha sido la obra artesanal de dos jóvenes americanos perfectamente equilibrados. En general, los ánimos no son muy optimistas.

No me costó de creer. También el ambiente entre el resto de los pasajeros resultaba opresivo, e incluso el discurso del piloto, con su «Bueno, ya estamos a bordo», había sido extremadamente apagado.

—No he oído que le contaras a nadie lo que nos ha ocurrido hoy.

Rio con aspereza.

—Claro. «Oye, ¿sabes que acabamos de matar a un par de tipos en el bosque, y que cuando hemos vuelto al hotel mi amigo ha visto a un tipo en la tele que le resulta familiar?» Esto no da buena reputación, precisamente, Ward, y a ti no te recuerdan con especial cariño. La CIA ha hecho un poco de limpieza, colega. Me echarían a la calle con más alegría de lo que lo hicieron contigo.

—A mi no me echaron. Me largué yo.

—A un paso de una cita con el polígrafo.

—Da lo mismo —refunfuñé—. Bobby, ese era nuestro hombre.

—Dijiste que apenas lo habías visto ahí arriba. Admitiste no haberle visto la cara.

—Ya lo sé. Pero era él.

—Te creo —dijo, y de repente adoptó expresión de seriedad—. Es muy raro. Diría que yo también le conozco.

—¿Cómo? ¿De dónde?

—No lo sé. Dios, cuando vi lo que estabas señalando ya había desaparecido. Pero tenía algo que me sonaba.

Ya había oscurecido cuando aterrizamos. El coche que había dejado en el aparcamiento del aeropuerto había desaparecido, presumiblemente retirado por la propia compañía de alquiler. Bobby se dirigió al otro mostrador y consiguió un nuevo vehículo. Lo único que tenían era un Ford muy grande. Fui a buscarlo a su plaza de aparcamiento y di la vuelta para ir a esperar a Bobby junto a la salida principal.

Finalmente, mi compañero salió de la terminal con una pequeña caja bajo el brazo.

—Genial —dijo lacónico mientras subía al asiento de delante—. Hay espacio para los niños y para la compra de toda la semana. Vayamos a buscar un supermercado Publix.

—Al menos podríamos dormir dentro, si no hay otro remedio.

—No cuentes conmigo.

—Te estás ablandando, soldado.

—Sí, así es, y eso significa que no volveré a comer brócoli, parafraseando a un estimado ex presidente.

—¿Estimado por quién?

—Por su madre.

Bobby todavía tenía las llaves de la habitación que había contratado en el Sacagawea. Como al parecer seguía libre, fue a negociar con el gerente.

Yo fui a por un par de latas de té frío y volví a la habitación. Aquello me recordó ciertas vacaciones pasadas, más aún que la piscina del motel de las afueras de Hunter's Rock. Durante cincuenta años o más aquel espacio había sido habitado efímeramente por gente que hacía un alto en el camino. La silla donde estaba yo sentado quizá la había ocupado alguien mientras veía la primera emisión de
La isla de Gilligan
, alguien a quien la sintonía de la serie no le producía todavía un cortocircuito en el depósito de recuerdos de la raza. Algún día, otro individuo se sentaría en ese mismo lugar, con su traje espacial de silicona, sorbiendo un refresco lunar sin azúcar, sin cafeína, sin sabor, y pensaría lo mismo de
Friends
: «Eh... mira qué pandilla de flacuchos. ¿Y qué les pasa en el pelo?».

Bobby regresó con un inmenso VCR debajo del brazo.

—El viejo loco ni siquiera se había dado cuenta de que me había ido —dijo—. Creí que tendría la astucia de pedir un depósito por esta pieza de arqueología. De hecho, creo que deberíamos saquearla ahora mismo.

Una vez la máquina estuvo conectada a una televisión digna de un coleccionista, Bobby se sentó en la cama y rompió el paquete que había recogido en el aeropuerto. Dentro había un par de cintas VHS. Leyó rápidamente las etiquetas e introdujo una de ellas en el aparato.

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