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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (41 page)

Toqué el timbre. Nadie respondió. Por supuesto.

—Mierda —exclamé—. ¿Y ahora qué?

—Llámale —dijo Bobby vigilando la calle.

Saqué el móvil y marqué el número de la oficina. Luego probé con el número de su casa, por si acaso de noche no contestaba al timbre o estuviera tan absorto con la televisión que no nos hubiese oído. Sonaron al menos dos supletorios en los distintos pisos de la casa, pero tras el octavo timbrazo saltó el contestador. La voz de la cinta daba el número de su trabajo, pero no mencionaba ningún móvil.

—No podemos quedarnos aquí —dije—. En un vecindario como este, enseguida alguien llamaría a la policía.

Bobby giró el pomo de la puerta. Estaba cerrado. Metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña herramienta. Estuve a punto de protestar, pero no lo hice. No teníamos adonde ir. Apenas había metido la herramienta en la cerradura cuando se oyó el ruido de la puerta que se abría desde el interior. Ambos dimos un brinco.

La puerta se retiró diez centímetros. Todo lo que podía verse a través de esa abertura era el rostro de Harold Davids.

—Harold —exclamé.

—¿Ward? ¿Eres tú? —Abrió un poco más. Parecía tan nervioso como si hubiera visto al diablo—. Gracias a Dios —dijo—. ¿Qué le ha pasado?

—Le han disparado —contesté.

—Disparado —repitió él con atención—. ¿Quién?

—Gente mala —respondí—. Mira, ya sé que no te referías a esto cuando dijiste que contara contigo. Pero tenemos problemas. Y ya no me queda nadie más.

—Ward. Yo...

—Por favor —le pedí—. Si no por mí, hazlo por mi padre.

Me miró con severidad durante un rato, luego se hizo a un lado y nos dejó pasar.

Su casa era bastante más pequeña que la de mis padres, pero solo en el vestíbulo ya parecía que hubiera el triple de cosas. Grabados, objetos de arte local, libros encajados en una pequeña estantería de roble, diríase que hecha a medida. De fondo se oía la mesurada melodía de una pieza clásica, un solo para piano. De Bach, creo.

—Adelante —dijo—, y cuidado con la moqueta. Estáis sangrando. Los dos.

Las paredes del salón estaban cubiertas de reproducciones de pinturas; no reconocí ninguna. La iluminación era escasa, tan solo un par de lámparas de pie estándar proyectaban su sombra. No había televisión, pero si un pequeño y, a juzgar por su aspecto, muy caro reproductor de CD, del que procedía la música. Había también un piano, probablemente antiguo, con un montón de fotografías encima, algunas enmarcadas, otras simplemente apoyadas en algún tipo de soporte. Frente al sofá se extendía una alfombra estampada con las puntas un poco estropeadas.

—Ahora traigo una toalla —dijo Davids. Dudó un momento ante la puerta y luego desapareció.

Mientras Davids estuvo ausente, Bobby permaneció de pie en medio de la habitación, sosteniéndose el brazo y asegurándose de que nada de lo que caía de su cuerpo llegara al suelo. Eché un vistazo al salón. Las cosas de los demás resultan tan inexplicables. En especial las de la gente mayor. Me acordé de una vez, que se me antojó comprarle una calculadora antigua a mi padre por Navidad. La vi en una tienda de antigüedades y me pareció que era muy genuina y que le iba a gustar. Cuando desenvolvió el regalo, me miró y me dio las gracias con una voz rara. Le dije que me daba la impresión de que no había sido el regalo más extraordinario de su vida. Sin decir una palabra, me llevó a su estudio y abrió un cajón. Allí, bajo años de bolígrafos y clips acumulados, había una vieja calculadora. Era incluso del mismo modelo. La vida de Davids me parecía un bazar. Lo que para mí era retro había sido moderno en su día para mi padre. Son décadas de tiempo perdurable lo que te separa de quienes más te importan, como un cristal que parece limpio, pero que tiene medio metro de espesor y resulta imposible de romper. Crees que estás ahí, con ellos, pero cuando intentas tocarles tu mano no logra acercarse.

Davids regresó con una toalla, que Bobby cogió y se envolvió alrededor del brazo. Luego se sentó en una de las butacas y se quedó mirando al suelo. Estaba cansado, pálido y mucho más envejecido que la última vez que lo vi. Una de las lámparas estaba justo a un lado de la butaca, y dibujaba en su frente unas líneas oscuras que acentuaban los distintos planos de su rostro.

—Vas a tener que contarme qué ha ocurrido, Ward. Y no te garantizo que pueda ayudarte. Mi especialidad son los contratos, no... las armas de fuego.

Se pasó la mano por el pelo y alzó la vista hacia mí, y fue entonces cuando una pálida lucecita se encendió en mi mente.

Me volví, miré el piano y luego de nuevo a Davids.

—¿Qué estás mirando, Ward?

Abrí la boca para decir algo, pero no me salió nada. La cerré de nuevo.

—¿De qué se trata? ¿Qué ley habéis infringido?

Sus palabras, cuya elección sin duda fue accidental, de algún modo terminaron de convencerme. La forma en que rimaban con «En qué te has convertido».

Al fin conseguí hablar.

—¿Cuándo conociste a mis padres, exactamente?

—Mil novecientos noventa y cinco —dijo sin vacilar—. El año que llegaron.

—¿Antes no?

—No. ¿Cómo habría podido ser?

—Quizá coincidiste con ellos en algún momento. Por alguna circunstancia. Los caminos de la gente se cruzan de un modo misterioso. Casi como si siguieran un plan que ni siquiera uno mismo conoce.

Bajó la vista hacia el suelo otra vez.

—Estás muy raro, Ward.

—¿Cuánto tiempo has vivido en Dyersburg?

—Toda mi vida, creo que ya lo sabes.

—Entonces, ¿el nombre de Lazy Ed no te dice nada?

—No. —Seguía sin alzar la vista, pero no había incertidumbre ni ninguna nota discordante en su voz—. Un nombre extraño, si quieres que te diga opinión.

Bobby me miraba ahora.

—Sí, muy raro —dije—. Nunca supe su apellido. Siempre lo llamé Lazy. No es un gran epitafio, pero supongo que ahora que ha muerto ya no tiene demasiada importancia.

—Lamento enterarme de que un amigo vuestro ha muerto, Ward, pero, de verdad, no entiendo adonde quieres ir a parar.

Cogí la fotografía de encima del piano. No era una foto de grupo. Había solo un par de ellas, y no eran más que recuerdos marchitos, en blanco y negro, de gente que había muerto hacía mucho tiempo, personas congeladas ante una tecnología en la que en realidad no confiaban del todo. La que tenía entre mis manos era un retrato informal, en color, hecho por algún amigo muchos años atrás, con ese tono descolorido, pero con rojos que mantienen su fuego y azules que conservan su riqueza mientras todo lo demás parece haber quedado atrás, en otra época, como si la luz que reflejaran esas superficies se estuviera desvaneciendo, sin fuerza ya para alcanzar el presente; como si la era entera se estuviera desmoronando conforme desaparecen los supervivientes que todavía pueden recordar la sensación de aquel sol en el rostro. Un hombre joven, en un bosque.

—Pon la canción de la sodomía —dije mirando a un Harold de hacía mucho tiempo—. Ponía Don, Don el grande, Don el hombre, ponía. Don, ponía.

—Basta, Ward.

Esta vez había un leve temblor en su voz.

Bobby me arrancó la foto de las manos.

—Esta foto tiene que ser de algunos años antes —dije—. Harold es más joven y está más delgado que en el vídeo. Aún no le había crecido el pelo.

Me giré hacia Davids.

—Debías de ser, ¿cuánto?... cinco o seis años mayor que ellos y Ed, más o menos de la misma edad que Mary. Y ahora eres el único que queda. Por eso no respondías al timbre ni descolgabas el teléfono.

Davids clavaba su mirada en mí. Parecía un hombre centenario, y muy, muy asustado.

—Mierda... —dijo con un suspiro quebrado.

Quise agarrarle, sacudirle hasta que hablara, hasta que me hiciera comprender qué había estado ocurriendo, hasta que me diera algún medio para entender mi vida. Pero tal como había ganado casi cuarenta quilos en los últimos treinta años, en veinte segundos su cara perdió todos los rasgos que yo había conocido: la expresión que le da toda una vida dedicada a explicarle a la gente dónde se encuentra exactamente según el punto de vista de la ley escrita. Ahora, en cambio, parecía delicado y frágil, aún más asustado que yo.

—Cuéntame —fue lo único que dije.

Al final, fue rápido y no nos llevó demasiado tiempo.

Me contó que hacía muchos años había cinco personas que eran muy amigas.

32

Harold, Mary y Ed nacieron en Hunter's Rock y se criaron juntos. Vivían vidas de pueblo, y desde luego que hay cosas peores que esa, pero resulta que un día conocieron a dos recién llegados en un bar y, desde entonces, los cinco comenzaron a andar siempre juntos por ahí.

Mis padres ya estaban casados, y no tardaron en descubrir que no podían tener hijos. Poco a poco asumieron que aquello no era el fin del mundo. Se tenían el uno al otro, disfrutaban de la vida como amigos y como amantes. Había muchas cosas por hacer y por descubrir: los años no pasarían despacio ni ellos iban a ser menos felices por el mero hecho de que al cerrar la puerta por la noche se quedarían solos los dos en su cubil. Siguieron adelante con sus vidas, intentaron aceptar las cartas que les habían tocado. Pasaron un par de años trabajando y durmiendo y saliendo los viernes por la noche, y jugando largas partidas de billar en las que nadie perdía.

Por aquel entonces el mundo se desperezó y ellos se dieron cuenta de que transmitir el material genético no era la única forma de dejar huella en el universo. De repente floreció una época que, supongo, jamás he comprendido del todo. En una chata llanura cultural surgieron montañas y colinas, y el suelo sobre el que andaba la gente se quebró. Manifestaciones en las calles. Protestas en los campus, los estudiantes y las facultades luchando juntos por primera vez. Disputas en restaurantes que no permitían a los negros comer en la misma barra que los blancos. Policías disparando contra civiles, hijos contrariando a sus padres. Marchas. Gritos de los partidarios de los negros, de los fascistas, de los homosexuales, de los comunistas, ideas convertidas en municiones. Largas veladas en casa de todo el mundo con drogas y alcohol, hablando de lo que tenía que hacerse, hablando de las nuevas formas de ser, hablando de hablar y de hablar y de hablar.

Mis padres eran mayores que el común de los activistas. Tenían tiempo y energía para gastar, y más recursos que los adolescentes o los furibundos oprimidos. Philippa Hopkins participó en la coordinación de las trabajadoras domésticas negras. Harold ofrecía asesoramiento legal gratuito a quienes no se lo pudieran pagar o a aquellos que por razón de su raza les correspondía probar siempre el lado más amargo de la vara de la justicia. Don Hopkins organizó una campaña para impedir que se demolieran vecindarios enteros para construir carreteras de circunvalación, primer paso hacia la ciudad americana postmoderna, donde los indeseables viven encerrados lejos del centro, tras ríos de seis carriles y cortante acero, de modo que la desigualdad quede inscrita en el paisaje. Mary y Ed eran simples seguidores, pero ayudaban cuanto podían, siempre que Ed estuviera sobrio. Mary estaba enamorada de Harold, y Ed solo buscaba una pandilla con la que poder ir por ahí. Esos viejos guerreros mantenían sus empleos y colaboraban el tiempo que les quedaba libre; eran gente que por esa época ya había pasado la temida barrera de los treinta y, por lo tanto, capaces de temperar su entusiasmo con el sentido de lo que de verdad importaba: concentrarse en actividades que pudieran proporcionar una ayuda efectiva a las personas, y no en producir meros fulgores interiores y la posibilidad de que algún otro jovenzuelo excitable se apuntara al asunto cegado por los efectos de la adrenalina de la protesta.

Durante dos años blandieron puños y pancartas, entregaron su tiempo, su dinero y su corazón. Algunas cosas cambiaron. La mayoría no. El statu quo tenía su resistencia. Las guitarras a todo volumen y el amor libre no podían llegar más lejos. Poco a poco, el sabor de los tiempos se fue agriando, conforme, año tras año, eran las mismas caras de siempre las que hervían de excitación. Fue Harold el primero en advertir lo que ocurría. Se dio cuenta de que la gente que acudía a él en busca de asesoramiento legal, veteranos en el arte de pasar animadas tardes bajo la atenta mirada de la policía, cada vez tenía peor aspecto cuando llamaba a su puerta. Que la resistencia pacífica producía cada vez más heridas según pasaban los meses, y que los moratones y cicatrices no eran todos responsabilidad de la policía. Que había facciones entre aquella hermosa gente, y que esas divisiones se estaban haciendo más pronunciadas y violentas que las que las separaban de las autoridades. Que había grupos cuyos objetivos parecían más simplificadores y retrógrados que progresistas, cuyos planes no contenían acción positiva alguna, sino solo oscurantismo.

Al principio, los demás no estuvieron de acuerdo. Simplemente, el sueño se achicaba, una tendencia prevista por Don mucho tiempo atrás. Las divisiones naturales emergían de nuevo a la superficie, eso era todo; las llamas se desvanecían ante la frustrante constatación de que la República Popular de América seguía estando tan lejos como siempre. Pero entonces comenzaron las muertes. Las manifestaciones tras las cuales tanto policías como estudiantes quedaban en el suelo con una botella rota en la cabeza. Las peleas callejeras que se armaban por nada. Los conciertos de rock en los que de repente se organizaba un altercado y aparecía algún cadáver y un arma cuando la multitud se había dispersado. Las explosiones que arrebataban la vida a peatones inocentes sin que se les adelantara la menor causa razonable para ello. Parte de todo eso era obra de gente convencida de que hacía lo correcto, de que la lucha armada era la única forma de avanzar. Pero los peores acontecimientos los había organizado gente que tenía otros planes completamente distintos. Los tipos de las pistolas y la dinamita estaban mejor preparados que los que combatían por la libertad, y los depredaban tanto a ellos como a su causa. Había un cuco en el nido de los rastas, batiendo las alas y preparándose para volar.

Mucha gente lo dejó en este punto. El Verano del Amor desembocaba ya en el Otoño de la Hastiada Apatía, y las drogas habían tumbado a más de uno bajo una lápida. Ed decidió dejarlo. Mary también. Al fin y al cabo, se habían metido en todo eso solo por la experiencia, por tener algo que hacer con sus amigos. La política como una forma de la vida social, los eslóganes como un accesorio de moda. Incluso Harold vacilaba. Era abogado. Su espíritu clamaba a favor del orden.

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