Los hornos de Hitler (14 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

El personal de la cocina estaba integrado por cuatrocientas mujeres. Para ellas se reservaba parte de la barraca nº 2; ellas también gozaban de determinados privilegios. No comían el alimento corriente, como no fuese por castigo. Ellas se preparaban sus comidas especiales. Para su uso personal retiraban gran parte de la comida destinada a todo el campo, sobre todo las patatas, de las que no vimos jamás un trozo. También se apropiaban generosamente las conservas y la margarina, no sólo para consumirlas, sino como moneda de cambio. Con ellas se podían procurar las indispensables prendas de vestir. La palabra «
Musulmana
», utilizada para describir a los esqueletos vivientes que tanto abundaban en Auschwitz, no podía aplicárseles.

Sin embargo, estas ayudantes de cocina ejecutaban a veces tareas difíciles. Algunas descargaban vagones de madera o leña, carbón y patatas. Otras se pasaban todo el día limpiando o efectuaban verdaderos trabajos de penadas, con los pies casi siempre chapoteando en el agua. Tenían las manos deformadas y los pies cubiertos de eczemas. Cuando se las encontraba robando, se las obligaba a correr dentro del campo durante horas y horas, sin descansar y llevando en las manos pesadas piedras. En el medio de la cabeza se les hacía un corte de pelo en forma de banda de un decímetro de ancho. Los alemanes llamaban a esto «deporte».

Resulta difícil afirmar cuáles eran las internas a quienes se trataba peor. La mayor parte de nosotras, bien fuésemos presas políticas, raciales o criminales, arrastrábamos una existencia de bestias, llevábamos una vida animal. Pero las judías y las rusas eran tratadas con crueldad. Por el contrario, las presas alemanas, bien fuesen convictas de delitos comunes, o invertidas, o políticas, gozaban de ciertos privilegios. Entre ellas se escogían grandes cantidades de funcionarías del campo; y, fuera cual fuese su obligación, nunca entraban en el grupo de las sometidas a la temible «selección».

Dos barracas habían sido convertidas en lavabos. A través de cada una de ellas pasaban dos tubos de metal que llevaban el agua a las llaves, colocadas a poco más de un metro una de otra. Debajo de los tubos había una especie de cubeta para recoger el agua. La mayor parte del tiempo no había agua ninguna.

La daban una o dos veces al día, y durante una o dos horas éramos teóricamente libres para lavarnos. La estancia destinada para ello, que llamaremos «lavabos», era donde, en teoría, debíamos realizar nuestra limpieza personal. Allí nos teníamos que lavar, limpiarnos los dientes y peinarnos el pelo. Sin embargo, era imposible hacerlo, aun cuando había agua.

Todos los días se formaba un verdadero gentío a las puertas del edificio. Aquel rebaño de mujeres sucias y malolientes inspiraba un asco profundo a sus compañeras y hasta a sí mismas. Pero no se crea que nos reuníamos con intención de asearnos, sino con la esperanza de poder beber un poco de agua para calmar nuestra sed constante. ¿De qué valía el que fuésemos allá con propósito de limpiarnos, si no teníamos jabón, ni cepillos de dientes, ni peines?

Además, la preciosa agua nos acrecentaba más la sed. Nuestra ración diaria era ridículamente escasa. Torturadas por la sed, no desaprovechábamos jamás la ocasión que se nos pudiera presentar de cambiar nuestras exiguas porciones de pan o margarina por medio cuartillo de agua. Era preferible pasar hambre que padecer aquel fuego que constantemente abrasaba nuestras gargantas.

El agua que fluía por aquellos tubos roñosos de los lavabos apestaba. Tenía un color sumamente sospechoso y difícilmente podría decirse que fuese potable. Pero no por eso resultaba menos delicioso tragar unas cuantas gotas, aunque estuviésemos expuestas a pagar aquel fugaz alivio con un ataque de disentería o alguna otra enfermedad. Aquella agua era mejor que la de lluvia que se remansaba en los charcos; algunas internas sorbían el fango como perros, y morían.

Los lavabos podrían proporcionar un campo muy a propósito de observación para un moralista. Algunas veces, había deportadas que podían limpiarse más o menos, a pesar de todas las dificultades. Pero si lo lograban, generalmente les traía malas consecuencias. La mayor parte de las veces no podían encontrar ya su ropa, porque se la habían robado. El latrocinio y los hurtos se habían convertido dentro del campo de concentración en una verdadera ciencia o arte. La ladrona sabía que su víctima tendría que salir desnuda, con lo cual se exponía a las terribles palizas de los alemanes. Mujeres había que, habiendo sido antes honradas madres de familia incapaces de robar un alfiler, se convertían en verdaderas rateras, sin sentir por eso el más mínimo remordimiento.

¡Qué precio nos tocaba pagar por medio cuartillo de agua! Sin embargo, ocurría algunas veces que, en el mismo momento en que una se llevaba a los labios el líquido adquirido a tan duras penas, venía otra prisionera y le arrebataba el vaso. ¿Qué podía hacer una? Las leyes no escritas del campo no habían provisto tal agresión. Aquello no aplacaba a las víctimas de nuestra jungla. Acaso los alemanes intentaban infectarnos con sus códigos de moralidad nazi. En la mayor parte de los casos, lo lograban.

Había dos fosas destinadas a evacuatorios. Cada una de ellas contaba de una trinchera pavimentada de cerca de un metro de profundidad. Encima había dos especies de cofres, como enormes cajas, de unos 90 centímetros de alto. Cada uno tenía dos agujeros, de los cuales había de servirse nuestra numerosa población. Había unos 300 de estos evacuatorios en el campo.

Tenían que ser limpiados cada día. Generalmente eran preferidos para realizar aquella operación las intelectuales, o sea, las médicas o las maestras.

Durante las horas «libres», el acceso a aquellas letrinas no era más fácil que a los lavabos. Teníamos que darnos de empujones para poder entrar, y, una vez dentro, debíamos esperar a que nos tocase el turno. Si alguien tenía prisa y se saltaba el orden, se exponía a castigos serios. Sin embargo, la precipitación estaba a la orden del día, puesto que había un gran número de prisioneras que padecían enteritis crónica. A esta enfermedad se debía la inmundicia que había alrededor de los evacuatorios. Las afectadas no podían resistir más y hacían sus necesidades junto a las barracas. Si las vigilantes las descubrían, eran golpeadas brutalmente. La falta total de papel era otra dificultad que hacía imposible la higiene personal, por no hablar de la limpieza de las letrinas. Con frecuencia ocurría que internados de uno y otro sexo se encontraban juntos lado a lado en los lavabos o en los evacuatorios. Había muchos hombres que trabajaban en la reparación de caminos o en otras tareas dentro de los campos de las mujeres. Cuando los lavabos no estaban atestados de gente, se convertían en «salones», sobre todo al mediodía.

Algunas se llevaban inclusive allá sus «comidas». Aquello valía para intercambio de noticias, y allí era donde se realizaban la mayor parte de los trastos de mercado negro. Otro lugar en que nos reuníamos era el rincón destinado a basurero, en él encontrarse muchos objetos preciosos.

Yo estaba necesitando urgentemente un cinturón o algo parecido para sujetarme los pantalones. En el muladar encontré, por pura suerte, tres trozos de cuerda que pude anudar para aquel fin. También encontré un pedazo liso de madera, que pude aguzar en forma de cuchillo.

Aquel mismo día, la fortuna volvió a sonreírme. Una de mis compañeras de
koia
me hizo un regalo regio: dos pedazos de trapo. No necesité estudiar mucho para ver qué podía hacer con ellos. Uno me serviría de cepillo de dientes y el otro de pañuelo. Estaba muy acatarrada y, a pesar de todos mis esfuerzos, nunca aprendí el arte de sonarme la nariz con los dedos. Confieso que envidiaba a mis compañeras que sabían hacerlo. Como no tenía bolsillos, me sujeté los dos accesorios higiénicos con mi nuevo cinturón, junto al cuchillo de madera. Estas nuevas adquisiciones me llenaron de orgullo. Me parecía haberme convertido en una mujer rica entre las internas.

Capítulo VII

Una proposición en Auschwitz

L
levaba ya tres semanas en Auschwitz, y todavía no podía creerlo. Vivía como en un sueño, esperando que alguien viniera a despertarme. Las encarceladas gritaban, se peleaban y se golpeaban. El ruido de sus voces se me antojaba vagamente como el estruendo de una manada de animales. Desde mi
koia
, miraba al interior de la barraca, como si sobre las cosas se tendiese un velo, sumida en mi desventura y en mi apatía.

Sobre este concierto de miseria, llegó de repente a mis oídos una bondadosa voz humana. Me levanté y miré por encima de la
koia
. Era un hombre apuesto de ojos azules, vestido con traje carcelario de rayas, que se inclinaba sobre la tercera ringlera. Me quedé sorprendida al ver allí a un hombre. La nuestra era una barraca de mujeres.

Desde por la mañana había estado preparando los camastros, pero yo me sentía tan aturdida y aletargada que no le había oído martillear. Me miró y me dijo:

—¡Animo! ¿Qué le pasa?

Lo miré, pero no contesté. Él se bajó entonces. Vi que era alto. Tenía ojos claros y de un azul radiante. Le habían rapado, naturalmente la cabeza, pero se le notaba que el pelo era oscuro. Sonreía. Aquello me llamó la atención. ¿Cómo podría haber hombre que sonriese en aquel campo? Había encontrado a alguien que no quiso sucumbir a la degradación espiritual.

Siguió hablando y me hizo trabar conversación con él. Me enteré de que era polaco y de que llevaba ya cuatro años en campos de concentración desde la caída de Varsovia. Entre risas, me dijo que era carpintero. A veces limpiaba los evacuatorios o trabajaba con el equipo de caminos. Desde entonces, fue todos los días a reparar las camas. Charlamos y nos hicimos amigos. Al cabo de cierto tiempo, yo esperaba con impaciencia sus visitas. No me interesaba como hombre, es que era la única voz que tenía sonidos humanos en todo el campo.

A los trabajadores se les permitía una hora libre, generalmente alrededor de las once de la mañana, según el sol. Un día me dijo que lo siguiese cuando se retiró. Le agradecí sinceramente la invitación y me fui con él. Hasta entonces, nunca se me había ocurrido que pudiera salir de la barraca ni un momento siquiera.

Lo seguí pisándole los talones. Por fin, llegamos a un claro en que los trabajadores estaban guisando comida en una fogata. Con gran asombro mío, mi amigo, que se llamaba Tadek, sacó dos patatas, raro tesoro, y las puso a cocer en una olla. Con los ojos iba yo siguiendo cada uno de sus movimientos.

Aquello fue como una escapada traviesa de niños. Tadek me dio una patata. Se sentó frente a mí y empezó a devorar la otra. Aquél fue el primer bocado que pude retener en el estómago. Hasta entonces, había devuelto cuanto me metía en la boca.

Tadek me tenía reservada otra sorpresa. Me regaló un chal.

—Puede usted ponerse esto a la cabeza. Tiene que ser terrible para una mujer verse sin pelo —me dijo.

Me quedé asombrada. Quería darle las gracias, pero no estaba segura de que al abrir la boca no empezase a llorar.

—Queda usted invitada todos los días a mis patatas —continuó—. Y acaso me las arregle para «organizar» algún otro alimento, y quizás hasta ropa.

Se me acercó y, como hablando consigo mismo, me dijo:

—Parece extraño, pero la verdad es que, aunque no tiene usted pelo y está vestida con andrajos, hay algo en usted que me inspira grandes deseos.

Sentí su brazo en torno a mi cintura. Con la otra mano me tocó y empezó a acariciarme el pecho.

Se me desplomó el mundo, hecho pedazos. Le había dicho previamente lo que me había ocurrido… que había perdido a mi familia. ¿No era capaz de comprender los sentimientos que experimentaba? Quería hacer amistad con el ser humano que había dentro de él, pero sin nada carnal.

Luego me enteré de que su estilo de hacer el amor era el más fino que había en Auschwitz. La forma corriente de insinuarse era mucho más cruda y directa. Me quedé en silencio con la cara bañada de lágrimas. Él se desorientó un poco.

—No llores —murmuró—. Si no quieres ahora, esperaré. Si cambias de manera de pensar, dímelo. Me verás en el trabajo. Sonó el «gong» y se fue. Pero primero añadió a guisa de despedida:

—Entre tanto, podemos hablar, pero no pienses en que te dé comida. No tengo gran cosa, y con lo poco de que dispongo, me las habré de arreglar para conseguirme mujeres. Con esta miseria y nerviosidad, las necesitamos más que en la vida normal. Las mujeres cuestan poco, pero es casi imposible encontrar un lugar donde poder estar seguros. Los alemanes están constantemente al acecho, y si nos pescan, nos cuesta la vida.

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