El presente libro es un testimonio, pues no reúne los requisitos de una crónica, de una sobreviviente de los campos de concentración Nazi de Auschwitz y Birkenau. Nombres de no grata memoria pues resumen quizás, el punto más bajo de la crueldad y el fanatismo humano. Si la realidad se impone sobre la fantasía, resulta agobiante la profunda oscuridad que puede esconder el alma humana.
La doctora Olga Lengyel escribe sus experiencias en los nombrados campos de exterminio desde su llegada, hasta la liberación. Sus detalladas descripciones comprenden en su totalidad el libro. Su intención es compartir su experiencia para que el futuro, no nos tomé por sorpresa.
Olga Lengyel
Los hornos de Hitler
ePUB v1.0
NitoStrad20.04.13
Título original:
HITLER’S OVENS
Autor: Olga Lengyel
Fecha de publicación del original: noviembre 1961
Traducción: Andrés Ma. Mateo
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Dedico este libro a la memoria de mis padres, de mi esposo e hijos, y a mis congéneres de todas las nacionalidades y credos; así como a la inocente población civil europea que sufrió la matanza de millones de seres asesinados por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. También dedico este libro a los héroes de guerra que ofrendaron su vida para evitar la consumación del sueño de los alemanes: aniquilar a todas las naciones y crear un mundo habitado únicamente por alemanes, bajo la protección de
Wotan
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su terrible dios pagano.
8 caballos… o 96 hombres, mujeres y niños
¡M
ea culpa
, fue por culpa mía,
mea máxima culpa
! No puedo acallar mi remordimiento por ser, en parte, responsable de la muerte de mis padres y de mis dos hijos. El mundo comprende que no tenía por qué saberlo, pero en el fondo de mi corazón persiste el sentimiento terrible de que pudiera haberlos salvado, de que acaso me hubiese sido posible.
Corría el año 1944, casi cinco después de que Hitler invadió Polonia. La
Gestapo
lo gobernaba todo, y Alemania se estaba refocilando con el botín del continente, porque dos tercios de Europa habían quedado bajo las garras del
Tercer Reich
. Vivíamos en Cluj
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ciudad de 100 000 habitantes, que era la capital de Transilvania. Había pertenecido antes a Rumanía, pero el Laudo de Viena, de 1940, la había anexado a Hungría, otra de las naciones satélites del Nuevo Orden. Los alemanes eran los amos, y aunque apenas era posible abrigar esperanza ninguna, no sentíamos, si no rezábamos porque el día de la justicia no se retrasase. Entre tanto, procurábamos apaciguar nuestros temores y seguir realizando nuestros quehaceres diarios, evitando, en lo posible, todo contacto con ellos. Sabíamos que estábamos a merced de hombres sin entrañas —y de mujeres también, como más tarde pudimos comprobar—, pero nadie logró convencernos entonces del grado auténtico de crueldad a que eran capaces de llegar.
Mi marido, Miklos Lengyel, era director de su propio hospital, el «Sanatorio del Doctor Lengyel», moderno establecimiento de dos pisos y setenta camas, que habíamos construido en 1938. Cursó sus estudios en Berlín, donde consagró mucho tiempo a las clínicas de caridad. Ahora se había especializado en cirugía general y ginecología. Todo el mundo lo respetaba por su extraordinario talento y consagración a la ciencia. No era hombre político, aunque comprendía plenamente que estábamos en el centro de un verdadero
Maelstrom
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y en peligro constante. No tenía tiempo para dedicarse a otras ocupaciones. Con frecuencia veía a 120 pacientes en un solo día y se dedicaba a la cirugía hasta bien entrada la noche. Pero Cluj era una comunidad dinámica y progresiva, y nos sentíamos orgullosos de representar a uno de sus principales hospitales.
Yo también estaba consagrada a la medicina. Había estudiado en la Universidad de Cluj y me consideraba con méritos para ser la primera asistente quirúrgica de mi marido. La verdad era que yo había contribuido a terminar el nuevo hospital, poniendo en su decoración todo el cariño que siente la mujer por el color; y así había alegrado las instalaciones en la manera más avanzada.
Pero, aunque tenía una carrera, me sentía más orgullosa todavía de mi pequeña familia, integrada por dos hijos, Thomas y Arved. Nadie, pensaba yo, podía ser más feliz que nosotros. En nuestro hogar residían mis padres y también mi padrino, el profesor Elfer Aladar, famoso internista, dedicado al estudio e investigación del cáncer. Los primeros años de la guerra habían sido relativamente tranquilos para nosotros, aunque oíamos con temor los relatos interminables de los triunfos de la
Reichswehr
.
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A medida que asolaban más y más territorios, iban disminuyendo los médicos y, especialmente, los cirujanos capaces de servir a la población civil. Mi marido, aunque prudente y bastante circunspecto, no hacía gran esfuerzo por ocultar ni disimular sus esperanzas de que la causa de la Humanidad no podría perderse del todo. Naturalmente, sólo hablaba con libertad a las personas de su confianza, pero había almas sobornables en todos los círculos y nunca podía saberse quién iba a ser el próximo «espía». Sin embargo, las autoridades de Cluj lo dejaron en paz.
Ya en el invierno de 1939, observamos un indicio de lo que estaba ocurriendo en los territorios ocupados por los nazis, por entonces, brindamos refugio a numerosos fugitivos polacos, que se habían escapado de sus hogares después de haberse rendido los ejércitos de su patria. Los escuchábamos, les dábamos alientos y los ayudábamos. Pero, a pesar de todo, no éramos capaces de dar crédito total a lo que nos contaban. Estos individuos estaban llenos de resentimiento y deshechos moralmente: sin duda, debían de exagerar. Hasta 1943 no nos llegaron relatos estremecedores de las atrocidades que se estaban cometiendo dentro de los campos de concentración de Alemania. Pero, al igual de tantos como me escuchan a mí hoy, no nos cabían en la cabeza tan horripilantes historias. Seguíamos considerando a Alemania como una nación que había dado una gran cultura al mundo. Si aquellas historias eran verídicas, indudablemente tenían que haber sido perpetradas por un puñado de locos; era imposible que se debiesen a una política nacional y que constituyesen parte de un plan de dominio y supremacía mundial. ¡Qué equivocados estábamos!
Ni siquiera cuando un comandante alemán de la
Wehrmacht
, a quien habían aposentado en nuestra casa, nos hablaba de la ola de terror que su nación había desencadenado sobre Europa, fuimos capaces de darle crédito. No era un hombre que carecía de estudios; por eso estaba yo convencida de que trataba de asustarnos. Intentamos vivir separados de él, hasta que una noche nos pidió que lo admitiésemos en nuestra compañía. Por lo visto, no buscaba más que tener alguien con quién hablar, pero cuantas más cosas nos contaba, mayor era el rencor y la amargura que dejaba en nuestras almas. Por todas partes, declaraba, las gentes sometidas lo miraban con ojos llenos de odio. ¡Y sin embargo, de su familia no recibía más que constantes quejas, porque no les enviaba suficiente botín! Otros soldados, tanto rasos como oficiales y clase de tropa, mandaban a su casa numerosas joyas, ropa, objetos de arte, y alimentos.
Nos habló del sistema alemán, que estos aplicaban en cada país que ocupaban, con bastante éxito. Empezaban a aplicarlo con los hebreos, haciendo creer a los cristianos que la
Gestapo
perseguía únicamente a los judíos. También hacían creer a la gente que aquel que cooperara con los alemanes podía quedarse con las pertenencias de los judíos. Un método efectivo de transformar ciudadanos en colaboradores. Pero una vez que los hebreos eran deportados a los campos de concentración, los alemanes, se apoderaban de todos los bienes que encontraban en sus casas, y en camiones enviaban todo a Alemania, olvidándose sencillamente de lo que habían prometido a sus colaboradores. Seguía diciendo que después de la ocupación de los primeros países europeos, los alemanes temían que al saber lo que les había ocurrido a sus vecinos, los habitantes del país recientemente ocupado se resistirían a caer en su señuelo, pero la realidad comprobó que la gente no siempre daba crédito a los «cuentos fantásticos» que le contaban, y creían con optimismo que lo que pasó en otro país no les podía suceder a ellos.
Decía que la persecución de los hebreos se hizo abiertamente, pero a los cristianos se les persiguió usando cierta discreción. Esto último se realizaba por secciones especiales del gobierno alemán, una de ellas llamada: «Departamento de Iglesias Cristianas». Los representantes de estas secciones operaban conjuntamente con el ejército de ocupación como operaban también los representantes de la «Solución Final», en la eliminación de hebreos y elementos políticos indeseables.
El poder del Vaticano, —continuaba—, y la influencia del Papa molestaba a Hitler grandemente, así que después de los judíos, el blanco de los alemanes eran los católicos.
Wotan
, el horrible dios tuerto pagano de los alemanes, era muy celoso y no toleraba la competencia de un Dios cristiano. ¡Las monjas, los sacerdotes y los líderes cristianos tenían que desaparecer! Eran acusados de sabotaje, actividades anti germanas, etcétera y la
Gestapo
les llamaba a declarar. Una vez en manos de la
Gestapo
, nunca se les daba la oportunidad de probar su inocencia.
No solamente las monjas eran llevadas al cautiverio —el Mayor nos contaba— sino que también sus protegidos, los niños que cuidaban en orfanatos y escuelas, eran tomados subrepticiamente durante la noche por los alemanes, para evitar ser vistos. Los prisioneros eran enviados a los innumerables campos de concentración diseminados en Europa ocupada, o simplemente enviados directamente a la muerte.
Nos decía que los alemanes nunca usaban las palabras asesinato, o muerte por gas. Simplemente se concretaban a escribir al lado de los nombres de sus prisioneros las aparentemente inofensivas definiciones de: «Tratamiento Especial, Liquidación, Recuperación, Experimentación, Solución Final», etcétera. Cada una de estas inofensivas definiciones significaba una muerte horrible.
Con este sistema, miles de cristianos civiles desaparecían semanalmente de los países ocupados en Europa. Nadie sabía su destino. Los periódicos tenían prohibido publicar listas de los prisioneros o desaparecidos. No se hacía ninguna publicación respecto de las actividades de la
Gestapo
.
Quizás para justificar la matanza de millones y millones de inocentes en países ocupados en Europa, el Mayor alemán nos contaba por qué y cómo Hitler mataba alemanes arios. De acuerdo con la ideología Nazi,
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los alemanes eran Arios, descendientes de una raza Caucásica superior sin mezcla alguna, especialmente con la raza arábiga o judía. En resumen, una raza «pura», sin lazos semíticos. El
Nazismo
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a su vez, excluía el cristianismo. Una nación «superior racialmente» con aspiraciones como la alemana, no podía aceptar un Dios que es bondadoso, generoso y tolerante. Los germanos necesitaban un dios pagano que aceptara los crímenes, las torturas e inhumanidades, un dios que hiciera de sus acciones bárbaras, su doctrina. De acuerdo con estas doctrinas, fundadas en las tradiciones de los antiguos dioses paganos, los alemanes de Hitler celebraran sus ritos bajo el cielo abierto. Sus ceremonias matrimoniales tenían lugar frente a la gran efigie de piedra de
Wotan
, que en los antiguos días de los teutones, fue el altar donde le ofrecían los sacrificios.