Los hornos de Hitler (8 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

¡Qué desesperada me sentí cuando me dijeron en la casa de las hermanas que la hermana Esther había ido a Oradea-Mare, una ciudad bastante retirada de Cluj a arreglar ciertos asuntos importantes y que no volvería hasta dentro de unos días!

Le pedí a una de las hermanas que rogara a la Madre Superiora que me recibiera. Fui conducida a la oficina de la Madre Superiora y le conté lo que nos pasaba. También le dije que regresaría a ver al doctor Konczwald para tratar de impedir el viaje de mi esposo. Después de escucharme, con amabilidad nos ofreció un cuarto.

Dejamos nuestras pertenencias en el cuarto y llamé a mi casa preguntando, sin decir desde dónde hablaba, si había alguna noticia sobre mi esposo. Me dijeron que no, pero que el Cámpian aguardaba con su carreta afuera de la casa. Apenas había terminado mi llamada, cuando una hermana entró y nos dijo que la Madre Superiora ya había hablado con la señora Konczwald, a quien ella conocía, y que llegaría de un momento a otro. Nos llenamos de regocijo y de esperanza. Pensábamos que la visita de la señora Konczwald significaba que nos iba a prestar ayuda. Probablemente se trataba de una mujer bondadosa que me ayudaría a rescatar a mi esposo.

Pero cuando la señora Konczwald llegó, fue muy grande nuestra desilusión. Pues no sólo se negó a hacer algo para tratar de libertar a mi esposo, sino que insistió en que todos debíamos presentarnos inmediatamente adonde se encontraba el doctor Lengyel. Traté de explicarle que yo deseaba ardientemente reunirme con mi esposo, pero que no quería arrastrar a mi familia a un futuro incierto, así que deseaba avisar a Cámpian que se llevara a mis padres y a mis hijos a su granja. Pero la señora enérgicamente se rehusó a aceptar este plan, insistiendo en que ella misma debía llevarnos a la prisión en un coche que esperaba afuera.

¿Por qué la señora Konczwald disponía así del futuro de nuestras vidas? ¿Qué derecho le asignaba para hacerlo? Pero también, yo sabía que si me negaba a obedecer sus órdenes, ella podría llamar a la
Gestapo
.

Le dije a una de las hermanas que quería despedirme personalmente de la Madre Superiora. Pero la hermana regresó y me dijo que la Madre Superiora se excusaba, y no podía venir. Yo estoy segura que la Madre Superiora obró de buena fe. ¡Pobre Madre Superiora! ¡Qué situación tan difícil en la que ella se encontraba!

En silencio tomamos nuestro equipaje y nos dirigimos a la puerta de salida. ¿Qué negro futuro había decidido para nosotros esta cruel mujer?

Camino de la prisión, le rogué a la señora Konczwald que dejara bajar del coche a mi familia. Pero se rehusó terminantemente. Cuando llegamos a la prisión, ella nos acompañó al edificio y ya dentro nos entregó.

En este crítico momento cuando debíamos enfrentarnos a lo desconocido, traté de convencerla y le supliqué que por lo menos los niños deberían ser salvados del viaje, y le rogué que los entregara a Cámpian. Pero otra vez, ella se rehusó rotundamente a cumplir mi petición. La miré con asombro al oír su respuesta, preguntándome cómo puede una mujer que también tiene hijos desoír la súplica desesperada de una madre. ¿Sería que carecía completamente de sentimientos?

Momentos después, estábamos ya detrás de las rejas que nos separaban de la libertad. Antes que la señora Konczwald se retirara, le entregué un sobre que contenía 5000
pengős
.
[17]

—Como puedo ver, nosotros ya no necesitaremos este dinero —le dije esbozando una amarga sonrisa—. Entréguelo a la hermana Esther.

—Usaré este dinero para mandar decir misas por sus almas —dijo, tomando el dinero de mi mano y guardándolo en su bolso.

—¿Mandar decir misas por nuestras almas?… ¿Qué significa esto? Entonces me di cuenta que sabía desde el principio que tanto a mí como a mi familia nos había enviado a una muerte segura, y que esto había sido hecho en combinación con su esposo y con los alemanes. ¡Con qué frío cálculo habían planeado todo! La miré con gran desesperación y resignadamente le dije:

—Usted puede mandar decir las misas, señora Konczwald, pero después de lo que acaba de hacernos, mándelas decir también por su propia alma.

No nos pasó por las mentes la idea de la traición que estaban urdiendo contra nosotros, hasta que nos vimos juntos en el andén de la estación del ferrocarril. Nos enteramos entonces de que lo mismo les ocurrió a multitud de vecinos y amigos, que estaban allí como nosotros. Muchos otros hombres fueron detenidos de la misma manera, y a sus familias las habían animado a que los acompañasen. Sin embargo, todavía no existía motivo para demasiada alarma. Los alemanes hacían las cosas a conciencia. Utilizaron para todos la misma técnica. ¿Por qué? Estábamos desconcertados, perplejos y llenos de aprensión, pero no había nadie a quién podérselo preguntar.

De pronto, caímos en la cuenta de que la estación estaba totalmente rodeada por centenares de soldados. Alguien manifestó a voces su deseo de volverse, pero la falange de sombríos centinelas lo hacía imposible. Unos a otros nos agarramos las manos y tratamos de aparentar indiferencia, por el bien de nuestros pequeños.

La escena adquirió caracteres de pesadilla. En las vías esperaba un tren interminable. No estaba formado por coches para pasajeros, sino de vagones para ganado, atestados de candidatos a la deportación. Nos quedamos mirándolos. Se llamaban unos a otros con gritos estremecidos. Los rótulos de los distintos vagones indicaban su punto de origen: Hungría, Yugoslavia, Rumanía… sólo Dios sabía desde dónde venían los primeros contingentes de aquel tren.

Las protestas eran inútiles. Nos había llegado el turno. Los soldados empezaron a acercársenos y a empujarnos. Se nos condujo como a ovejas, obligándonos a subir a un vagón vacío, de ganado. Nuestro único interés, de momento, era mantenernos juntos según nos iban empujando. Luego, la única puerta del vagón se cerró detrás de nosotros. No recuerdo si rompimos a llorar o a gritar. El tren empezaba a moverse.

Noventa y seis personas habían sido embutidas en nuestro vagón, y entre ellas muchos niños que estaban casi aplastados entre el equipaje… el miserable y escaso equipaje, que sólo contenía lo más precioso o lo más útil. Noventa y seis hombres, mujeres y niños en un espacio donde sólo cabían ocho caballos. Sin embargo, no era aquello lo peor.

Estábamos tan apretados que sólo la mitad de los que íbamos allí tenían sitio para sentarse. Apretujados unos contra otros, mi marido, mi hijo mayor y yo nos quedamos de pie para que pudiese sentarse mi padre. Hacía muy poco, había sufrido una operación grave y necesitaba forzosamente descansar.

Además, a medida que fue pasando la primera y la segunda hora, íbamos cayendo en la cuenta de que los detalles más fundamentales de la existencia se estaban poniendo extremadamente complicados. Ni hablar de retretes o cosa parecida. Afortunadamente, muchas madres tuvieron la precaución de llevar bacinicas para sus pequeños. Con una manta por cortina, aislamos un rincón del vagón. Podíamos vaciarlas por la única diminuta ventana que había, pero no disponíamos de agua con qué limpiarlas. Pedimos ayuda, pero nadie nos contestó. El tren seguía adelante… rumbo a lo desconocido. Como el viaje iba prolongándose interminablemente y el vagón no cesaba de saltar y traquetear, todas las fuerzas de la naturaleza se pusieron de acuerdo contra los noventa y seis. Un sol abrasador socarraba las paredes del vagón, hasta que el aire se hizo irrespirable. El interior estaba casi totalmente a oscuras, porque la luz del día que se filtraba por la ventanilla sólo iluminaba aquel rincón. Al cabo de cierto tiempo decidimos que aquello era lo mejor. La escena se estaba poniendo cada vez más repulsiva.

Los viajeros eran, en su mayor parte, personas de cultura y de posición en nuestra comunidad. Muchos eran doctores judíos, o profesionales diversos, y miembros de sus familias. Al principio todos procuraron ser corteses y tratar con atención y solicitud a los demás, a pesar del terror común. Pero a medida que fueron deslizándose las horas, empezaron a saltar los nervios. Pronto surgieron incidentes y, más tarde, hasta reyertas graves. Así, poco a poco, la atmósfera fue envenenándose. Los niños lloraban, los enfermos se quejaban, lamentábanse las personas ancianas, y hasta los que, como yo, gozaban de perfecta salud, empezaron a sentir las incomodidades.

El viaje estaba resultando increíblemente triste y lúgubre, y aunque pudiera decirse otro tanto de cualquiera de los vagones que formaban nuestro tren, y sin duda ninguna, los innumerables trenes procedentes de todos los rincones de Europa —de Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Polonia, Ucrania, los países bálticos y los Balcanes, todos los cuales caminaban hacia el mismo destino inhumano—, nosotros sólo conocíamos los problemas que personalmente nos afectaban.

Pronto se hizo intolerable la situación. Hombres, mujeres y niños se disputaban histéricamente cada pulgada cuadrada de terreno. Cuando cayó la noche, perdimos todos la última idea de comportamiento humano, y el escándalo subió de tono hasta que el vagón se convirtió en un verdadero infierno.

Por fin, las mentes más serenas se impusieron, y se restableció una aparente orden. Nos eligieron capitanes a cargo de la situación a un médico y a mí. Nuestra tarea fue hercúlea: teníamos que mantener la disciplina e higiene más elemental, atender a los enfermos, calmar a los que estaban nerviosos y dominar a los que perdían los estribos. Y sobre todo, nuestra obligación era mantener la moral del grupo, cometido absolutamente imposible, porque nosotros mismos estábamos al borde de la desesperación.

Había que resolver un sinnúmero de problemas prácticos. El alimenticio era abrumador. Nuestros guardianes no nos habían dado nada, y las menguadas provisiones que habíamos llevado por nuestra cuenta empezaron a desaparecer. Era ya el tercer día. El corazón se me subió a la garganta. ¡Ya habían pasado tres días! ¿Cuánto más nos quedaría todavía? ¿Y adónde íbamos? Lo peor de todo era que nos constaba que muchos de nuestros compañeros habían escondido parte de sus provisiones. Creían ingenuamente que se los iba a poner a trabajar en cuanto llegásemos a nuestro destino, y que iban a necesitar lo que llevaban para completar las raciones regulares de rancho que les diesen. Afortunadamente, nuestra desgracia disminuía nuestro apetito. Pero observamos que la salud del grupo, en general, se estaba quebrantando rápidamente. Los que ya venían débiles o tenían algún padecimiento cuando comenzó nuestro sufrimiento, iban perdiendo fuerzas, como le ocurría a los mismos elementos sanos.

En la ventanilla apareció la cabeza de un guardia especial de la
SS
, amenazando con su pistola Luger:

—¡Treinta relojes de pulsera, inmediatamente! ¡Si no, pueden darse todos por muertos!

Exigía su primera recaudación del «impuesto» alemán, y no teníamos más remedio que reunir objetos suficientes para darle gusto. Así fue como mi pequeño Thomas hubo de despedirse del reloj de pulsera que le habíamos regalado después de haber salido triunfante de sus exámenes de tercer grado en la escuela.

—¡Sus plumas fuentes y sus portafolios!

Otro «impuesto».

—¡Vengan las joyas, y les traeremos un caldero de agua fresca!

Un caldero de agua para noventa y seis seres humanos, de los cuales treinta eran niños pequeños. Aquello equivalía a unas cuantas gotas para cada uno, pero iban a ser las primeras que probásemos en veinticuatro horas.

—¡Agua, agua! —gemían los enfermos al ver que disminuía el contenido de la cubeta.

Miré a Thomas, mi hijo más pequeño. Tenía los ojos clavados en el agua. ¡Qué resecos estaban sus labios! Se volvió y me miró a los ojos. Él también se hacía cargo de lo precario de nuestra situación. Tragó saliva y no pidió nada. No se le dio nada de beber, porque había muchos que necesitaban las preciosas gotas más que él. Me hizo sufrir, pero también me sentí orgullosa de su valor y energía.

Ahora teníamos más enfermos en nuestro vagón. Había dos torturados por úlceras de estómago. Otros dos, atacados de erisipela. Muchos estaban aquejados de disentería. Tres niños yacían junto a la puerta. Parecían calenturientos. Uno de los médicos los reconoció y dio en seguida un paso atrás. ¡Tenían escarlatina! Me pasó un escalofrío por la espalda. Con la escasez de espacio vital que teníamos, todo nuestro grupo podría contraer la enfermedad. Era imposible aislar a los pequeños. La única «cuarentena» que podíamos establecer era hacer que los que estaban cerca de los infectados les volviesen la espalda.

Al principio, todo el mundo procuró mantenerse apartado de los enfermos para evitar el contagio, pero a medida que fueron pasando los días, nos hicimos indiferentes al peligro. El segundo día, uno de los comerciantes principales de Cluj padeció un ataque al corazón. Su hijo, quien también era médico se arrodilló junto a él. Sin medicinas, no podía hacer nada y no le quedaba más remedio que observar cómo agonizaba su padre mientras el tren seguía traqueteando.

¡La muerte en el vagón! Una ráfaga de horror cruzó entre aquel rebaño de seres humanos.

Llevado de su amor filial, el hijo empezó a murmurar el canto tradicional de las exequias fúnebres, y muchos elevaron su voz para acompañarlo.

En la primera estación se detuvo el tren. Se abrió la puerta y entró un soldado de la
Wehrmacht
. El hijo del muerto gimió:

—Tenemos un cadáver entre nosotros. Se ha muerto mi padre.

—Pues quédense con su cadáver —replicó el otro brutalmente—. ¡Pronto tendrán muchos más!

Nos indignó su indiferencia. Pero no tardamos mucho en tener, en efecto, bastantes más cadáveres; y pasando el tiempo, también nosotros nos hicimos insensibles hasta el extremo de que no nos importó.

—Por fin —suspiró un marido, cerrando los párpados de su adorada esposa, que acababa de sucumbir.

—¡Dios mío, cuánto tiempo nos lleva! —sollozó una madre, inclinándose sobre su hijo de dieciocho años que agonizaba.

¿Era éste el quinto día, o el sexto de aquel viaje sin fin?

El vagón de ganado se había convertido en matadero. Más y más plegarias fueron surgiendo por los muertos, en la atmósfera agobiante. Pero los miembros de las
SS
no nos permitían enterrarlos ni retirarlos. No teníamos más remedio que vivir con los cadáveres alrededor nuestro. Los muertos, los enfermos contagiosos, los aquejados de enfermedades orgánicas, los consumidos, los hambrientos y los locos, todos tenían que viajar juntos en aquel infierno de madera.

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