—¿Están echándome fuera, queridos? Ustedes saben muy bien que yo ya no viviré mucho tiempo…
Al oír esto, comprendimos que debíamos decirle toda la verdad, para no herirlo tanto, y que quizás el conocimiento de esta verdad amarga le haría menos daño que el pensar que mi esposo y yo teníamos otros motivos para mudarlo de nuestra clínica. Entonces le contamos que su salida del hospital obedecía a los deseos del doctor Osvath, y que cuanto pertenecía a nosotros, el hospital, la casa, todo había pasado a manos de éste por los papeles que yo le había firmado. La indignación y rabia que mi padrino sintió hacia el ingrato Osvath era sin límites.
Empaquetar las pertenencias de mi padrino no nos tomó mucho tiempo. En su pequeña maleta, colocamos cuatro pijamas, sus medicamentos y algunos de sus libros de medicina. Era un hombre que no creía en las posesiones terrenales. Todo el dinero que tenía lo gastaba en libros, y en medicamentos para la gente pobre. Se pasaba la vida estudiando. Acostumbraba celebrar la noche del Año Nuevo rodeado de libros científicos y materialmente devoraba las páginas de los mismos. En ocasiones solía encerrarse en su biblioteca durante días enteros con el objeto de leer y aprender cosas nuevas. Cuando un sacerdote, profesor, rabino o una persona cualquiera de escasos recursos solicitaba su ayuda desde una lejana aldea adonde no se podía conseguir un médico, él viajaba a esos lugares, llevando consigo toda clase de medicinas, permaneciendo al lado de sus pacientes durante semanas enteras, hasta que éstos se encontraban recuperados. Haciéndolo sin cobrar nada por sus servicios médicos.
Mi padrino no tenía sentido alguno de las finanzas, y acostumbraba usar un taxi para transportarse a los lugares donde lo necesitaban, ocupando el vehículo a veces durante tres o cuatro semanas. Cuando los chóferes le pasaban la cuenta, no compartían los sentimientos humanitarios de mi padrino, dejándole casi sin un centavo. Durante algún tiempo contrató los servicios del mismo taxi porque el chófer «comprendía» la misión de los viajes de mi padrino, y le cobraba muy poco. Mi padrino nunca llegó a saber que existía un arreglo entre mi esposo y el chófer, el cual debía cobrar a mi padrino una suma moderada, y después venía a la oficina de mi esposo por el resto de su cuenta.
Para ayudar a mi padrino en su labor, y para que viajara más cómodo, le dimos un automóvil con asientos traseros convertibles en cama; también le proporcionamos un chófer de confianza. En lugar de usar la cama para él, desde largas distancias, mi padrino continuamente traía enfermos al hospital que necesitaban urgente operación, y que eran transportados en el asiento cama de su coche. Estos pacientes eran tan pobres, que a menudo además de las operaciones y atención que se les prodigaba en el hospital gratuitamente, teníamos que ayudarles económicamente a sus familiares.
Mi esposo también gustaba de hacer obras de caridad. Nunca le oí decir no a alguien que acudía en busca de ayuda. Nunca vio a sus pacientes como un medio de ganar dinero. Tanto sus amigos como otros doctores y empleados del hospital con frecuencia le decían que las gentes abusaban de su bondad, pero él permanecía fiel a su teoría de que prefería que abusaran de él, a negar un favor a quien lo necesitara. Nuestro hospital fue construido y amueblado para ser un hospital de lujo, pero a veces me pregunté si en realidad no era un paraíso de los pobres. Fue un verdadero milagro que a pesar de mis dos «genios financieros», mi padrino y mi esposo, quienes nunca en sus vidas preguntaron cuáles eran las ganancias del hospital, el «sanatorio del doctor Lengyel» funcionó siempre con mucho éxito.
Después que terminamos de empacar sus pocas pertenencias, mi padrino quería hacernos ciertos encargos. Nos dio instrucciones de lo que teníamos que hacer en caso de su muerte con su biblioteca, cuya fama traspasaba las fronteras del país, así como lo que había que hacer con otros objetos. Nos encargó me le dijéramos a su único hijo, quien se encontraba estudiando en Inglaterra, que hasta los últimos momentos de su vida, siempre lo recordaría con cariño.
Al día siguiente, el doctor Hajnal envió la ambulancia que se llevaría a mi padrino. Cuando lo bajaron en el elevador y llegó al piso principal del sanatorio, les pidió que aguardaran un momento. Con lágrimas en los ojos dirigió la mirada a su alrededor, y después murmuró:
—Nunca volveré a ver el hospital, me es muy doloroso decirle adiós.
La ambulancia echó a andar. Cuando pasamos frente a nuestra casa, donde mi padrino había convivido con nosotros, exhalando un suspiro, dijo:
—Por primera vez en mi vida, tenía un verdadero hogar, y tenía que perderlo cuando más lo necesitaba. No soy sino un moribundo en busca de un techo donde morir.
Esto era más de lo que yo podía resistir, no pude contenerme más, y rompí en amargos sollozos. Mi esposo, que llevaba la mano de su antiguo profesor entre las suyas, nos miró con gran tristeza. Le dolía enormemente que no pudiéramos ofrecer al profesor Elfer el calor y la seguridad de un hogar en los últimos días de su vida.
Al llegar a la clínica, las monjas recibieron al profesor Elfer con el regocijo que los niños reciben a su padre cuando éste regresa a casa después de un largo viaje. Muchas de las monjas que ahí laboraban, habían trabajado en la clínica con mi padrino años atrás y le habían ayudado a la muy triste tarea de entregar la clínica y la Universidad Húngara, de la cual el profesor Elfer era rector en aquel tiempo, al gobierno rumano, después del «Tratado de Paz de Trianón». Las monjas más jóvenes, a quienes las más antiguas les habían hablado de la fama legendaria de mi padrino, le observaban con mudo asombro. No sólo era conocido como un médico excepcional y benefactor de los pobres, sino que también tenía fama por su memoria extraordinaria y se le consideraba una enciclopedia ambulante, por sus vastos conocimientos.
Después que lo instalamos en su cama, coloqué sus libros en un escritorio cercano. Era tan difícil para nosotros dejarle ahí. Estaba acostumbrado que siempre alguno de nosotros estuviera a su lado. Ahora, debido a la distancia, y al toque de queda que impedía las salidas nocturnas, sabíamos que no lo podríamos ver con mucha frecuencia. Antes de irnos nos dijo que tenía un último favor que pedirnos, y que sería una tarea difícil para nosotros.
—Queridos hijos míos —comenzó— quiero que me prometan que ambos estarán a mi lado a la hora de mi muerte. Me haría muy feliz el tenerles cerca en mis últimos momentos.
Con lágrimas en los ojos, accedimos a su petición. Y firmemente nos propusimos, desde el fondo de nuestros corazones, cumplir esta promesa.
Cuando regresamos de la clínica de la Universidad, sin decirle a mi esposo adónde iba, me dirigí a ver a Osvath para informarle que tanto mi padre como mi padrino habían sido evacuados ya del hospital, y que deseaba yo sacar los objetos que pertenecían a mi padrino, tales como su instrumental médico, su equipo de rayos X, su biblioteca y demás objetos personales, en el plazo de una semana.
Osvath me miró fríamente y me dijo:
—Está visto, señora Lengyel, que todavía usted no entiende que absolutamente todo lo que se encuentra dentro de este hospital me pertenece. ¡Nada puede ser sacado de aquí!
Y desde ahora mismo les prohíbo que pongan los pies en este edificio. Dirigí una mirada de despedida al hospital, la realización de un largo sueño de mi esposo, de mis padres y mío. Un edificio construido a costa de muchos sacrificios con todo nuestro cariño. Di mi último adiós al mobiliario que en largas noches de desvelo yo misma diseñé. Ésta fue la última vez que estuve en nuestro hospital.
Esa misma noche tuvimos en Cluj el sonido de la alarma de bombardeo más largo de los que habíamos experimentado. Los Aliados bombardearon el polvorín que estaba situado en la cima del cerro de Fellegvar, no lejos del final de nuestro jardín. El ruido era tan fuerte que parecía que nuestra propia casa estaba siendo bombardeada y esperábamos que se derrumbara de un momento a otro. Sabíamos muy bien que las bombas de los Aliados caían por igual entre amigos o enemigos. De prisa vestimos a los niños llenos de pánico, y a mi padre. Las explosiones ocurrían con mayor frecuencia e intensidad a cada momento. De acuerdo con la ley, los vecinos debían ser admitidos en el refugio antiaéreo de nuestro hospital, así que fui al refugio a pedir que mis familiares y yo fuéramos admitidos, golpeando con fuerza la puerta trasera del refugio. Pero al dar mi nombre, la persona que me abrió me dijo que tenían órdenes del doctor Osvath de no dejarnos entrar. Cuando regresé a nuestra casa, a través del jardín, el bombardeo teñía al cielo de color rojo vivo, alumbrando las cercanías, y el estruendo era tal que parecía que me iban a estallar los oídos.
En la sala, con los niños en los brazos, rodeamos a mi padre, quien se encontraba sentado en su sillón favorito entre las cajas preparadas para Osvath. Durante toda la noche, en medio del ulular de las sirenas del bombardeo y de la oscuridad, estuvo relatando cuentos a los niños con objeto de mantenerlos calmados. Esto, que hubiera sido una tarea pesada para cualquier persona sana, era más difícil todavía para él, que había permanecido en cama durante meses seriamente enfermo.
Esa noche, no pude escuchar con atención los relatos de mi padre; estaba pensando. Mi padre, quien había sido director de las minas de carbón en Transilvania, era conocido como un hombre en extremo culto, con un gran talento para escribir, cuya bondad sólo podía ser igualada por mi padrino y por mi esposo, con quienes representaba el triunvirato de benefactores. Ayudaba económicamente a numerosos amigos y parientes, y su ayuda para los necesitados no conocía límites. Mi madre tenía fama de ser la mejor esposa, la mejor madre y toda una dama. Era considerada como una de las mujeres más hermosas, y de una gran calidad humana. Siempre pensando en los suyos y en los que acudían a ella en busca de ayuda. ¡Mis hijos eran tan pequeños e inocentes todavía…! El tiempo pasaba y yo estaba pensando y pensando en nuestra suerte y el por qué nos ocurrían todas estas cosas, pero no podía encontrar respuesta a esta pregunta que me estaba consumiendo por dentro. No sabía yo las penas y tribulaciones tan duras que tendríamos que sufrir y que nos esperaban en el futuro.
Al tercer día, como nos había dicho, Osvath se presentó a recoger nuestros valores. Todo había sido reunido y empacado en grandes cajas siguiendo sus órdenes. Actuaba como si fuera realmente el propietario de todo y nosotros tratáramos de robarle. Mirando en cada caja, personalmente comprobó el contenido de las mismas. Después, recorrió toda la casa, certificando que no hubiéramos dejado cuadros en las paredes, objetos en las vitrinas o alfombras en el piso. Y al fin, las cajas fueron sacadas de nuestra casa. Con dolor contemplamos su contenido, objetos tan queridos para nosotros. Algunos de ellos habían estado en posesión de mi familia por generaciones, y otros que habíamos comprado para dar calor y encanto a nuestro hogar. Ahora se los llevaban… Nuestra casa se veía vacía y desnuda.
¡Nosotros no podíamos hacer nada contra Osvath! Si lo denunciábamos a los alemanes ellos le oirían solamente a él y nosotros sufriríamos las consecuencias de haber denunciado a uno de ellos. El poder estaba en manos de los alemanes y Osvath era su protegido.
Después que la última caja hubo salido, Osvath, refiriéndose a lo ocurrido la noche anterior, nos dijo:
—Estos frecuentes bombardeos no tienen importancia, los Aliados nunca ganarán la guerra. Y si por un milagro los rusos vinieran, yo estoy cubierto. Estoy preparando pruebas y testigos que demostrarán que en mi juventud fui un ardiente comunista y que lo sigo siendo, subrepticiamente, claro está. Soy un hombre que puede nadar con o contra la corriente, y siempre permanezco en la superficie.
¡Qué verdad tan grande había dicho Osvath! Cuando los rusos liberaron Transilvania, fue nombrado profesor de la Universidad en Marosvasarhely. Una fría mañana de abril, a las 6, el timbre del teléfono nos despertó. ¡Era de la clínica! Una de las hermanas que había trabajado con el profesor Elfer anteriormente, llamaba para darnos la mala noticia. Mi padrino había muerto la noche anterior, a las dos. Nos estuvo llamando hasta el último minuto de su vida.
—Oh, ¿por qué no nos llamó cuando estaba agonizando…? ¿Por qué no lo hizo, querida hermana? —le reproché amargamente—. Su última voluntad era que nos encontráramos a su lado en los momentos finales de su vida…
—Has olvidado, hija mía, que hay un toque de queda y nadie puede andar en las calles antes de las siete de la mañana —me dijo la hermana tratando de calmarme.
—De todos modos habría acudido a su lado… nuestro lugar era junto a él —insistí con desesperación.
—Precisamente porque sabía que habrían venido, no les llamé. Tu padrino los quería muchísimo, y no deseaba que tú y tu esposo fuesen muertos en la calle.
Nos vestimos con rapidez y a las 7 de la mañana estábamos camino de la clínica. No encontrábamos un taxi o medio de transporte que nos llevara. Sabíamos que mi padrino estaba muerto, y que nuestra prisa no le ayudaría en nada, pero la pena tan grande de no haber estado a su lado en su última hora nos impelía a correr.
Finalmente, llegamos al cuarto donde se encontraba el profesor Elfer en la clínica. Mi padrino permanecía en su cama, con la cruz entre sus manos, y con una leve y dolorosa sonrisa dibujada en los labios. Mi esposo y yo nos sentamos en la cama, llorando en silencio larga y desconsoladamente. Antes de salir del cuarto, el doctor Lengyel cortó un mechón del blanco pelo de mi padrino. Este mechón de pelo era el único recuerdo que nos quedaba de él.