Los hornos de Hitler (2 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Con objeto de conservar una nación fuerte, Hitler usó un antiguo sistema griego. Los antiguos griegos lanzaban al precipicio desde la cima del monte Taigeto
[7]
a todos aquellos niños que nacían inválidos o de apariencia física débil. El
Führer
aplicó una versión moderna de este método entre los adultos de los alemanes arios.
[8]
El Mayor decía que todos aquellos incapacitados para el trabajo, o inválidos, o que padecieran serias enfermedades como tuberculosis, cáncer, o los enfermos, mentales, eran declarados incurables y enviados al «Tratamiento de Recuperación» a diferentes hospitales. La oficina central de los médicos encargados de estos tratamientos estaba en un hospital situado en Brandenburg, cerca de Berlín. Ya en el hospital, eran sometidos a la eutanasia, muerte producida inyectándoles veneno. El sistema de la eutanasia también era denominado TA, abreviatura tomada de la dirección de la Cancillería de Hitler: Tiergarten Strasse. También usaban gas letal para matar a los pacientes. El gobierno alemán dio el nombre supuesto e impresionable de: «Fundación de Caridad para Tratamientos Institucionales» al cuerpo de médicos encargados de estas actividades. Por orden especial de Hitler, la práctica de la eutanasia fue declarada legal en Alemania y en los territorios ocupados por los alemanes.

Hacia finales de la década de los años del 30, alrededor de 100 000 alemanes arios fueron exterminados con veneno inyectado. Certificados de locura fueron falsificados, y eran expedidos al mayoreo para aquellos que estuvieran casados o mantuvieran relaciones con no germanos. Se indicó una feroz persecución contra los «
Mischlings
»,
[9]
que eran mitad judíos. Miles y miles de ellos fueron castrados, o enviados a campos de concentración o asesinados.

La Iglesia protestó ante la práctica de la eutanasia. El Arzobispo Von Gallen, el Cardenal Faulhaber y otros miembros importantes del clero, condenaron abiertamente esta práctica inhumana desde sus púlpitos. El temor se adueñó de la población al saber que los asesinados eran arios puros y alemanes. No por temor a la Iglesia, sino por pura conveniencia, el gobierno alemán suspendió temporalmente los asesinatos con veneno inyectado, y reanudó más tarde secretamente estas prácticas.

Escuchando las interminables historias terroríficas que el Mayor nos relataba, me pregunté qué sería exactamente lo que este hombre quería de nosotros. No sabía si quería asustarme o volverme loca. Le miré con horror e incredulidad, cosa que le irritó visiblemente. Probablemente ésta fue la razón por la cual cambió el tema de su conversación y empezó a hablarme de mi familia y mis amigos. Esbozando una sonrisa diabólica, mencionó una lista que vio en el cuartel general de la
Gestapo
en la que aparecía el nombre del doctor Lengyel. Mencionó que al lado del nombre de mi esposo había una nota especial, escrita por el Jefe de la
Gestapo
, que decía que mi esposo debía ser prontamente «eliminado», así como aquellos señalados por la «Quinta Columna». El Mayor también mencionó que el doctor Osvath, médico que prestaba sus servicios en nuestro hospital también «prestaba sus servicios» a los alemanes.

La «Quinta Columna» formaba un papel importante en la maquinaria alemana. Sus miembros obtenían información acerca de gentes importantes, sus opiniones y actividades con respecto a los alemanes, previamente a la ocupación de algún país. En dichas investigaciones se provocaba a las personas a discutir, anotando sus declaraciones y los nombres de los investigados.

Entonces recordé que el doctor Osvath frecuentemente tomó parte en las discusiones que diariamente tenían lugar en la sala de preparación previa a las intervenciones quirúrgicas. En esa sala el doctor Lengyel y sus ayudantes se aseaban y desinfectaban, un procedimiento que les tomaba bastante tiempo. Médicos de la localidad aprovechaban esto para iniciar discusiones de carácter íntimo con ellos. Hablaban de sus problemas médicos, pedían consejo al doctor Lengyel para el tratamiento de sus pacientes, y también hablaban de política. En dichas ocasiones, el doctor Lengyel con frecuencia sugirió que se boicotearan los productos alemanes, y que los médicos no compraran medicamentos, equipo médico o instrumental de los alemanes. Él también expresó que esperaba que nosotros los húngaros nos uniéramos para luchar contra los nazis, como lo habían hecho siempre en el pasado cuando Alemania trató de esclavizarlos.

Oyendo hablar al Mayor, me pregunté cómo y por qué mi esposo había sido incluido en la lista de «Quinta Columnistas». ¿Acaso había sido acusado por alguien como enemigo del
Tercer Reich
? ¿Sería Osvath? ¿Era un colaborador? ¿Sería posible que Osvath fuera un miembro de la «Quinta Columna»? No podía creerlo. Osvath tenía relaciones amistosas con nosotros y nos hería profundamente la forma en que el Mayor se expresaba de él, sin explicarme qué razones tenía para mentir así acerca del colega de mi esposo. ¡Qué atrevimiento difamar en esa forma a un colega de mi esposo! Cuando él siempre le demostró lealtad y respeto al doctor Lengyel. El doctor Osvath era un buen médico, a quien mi esposo ayudó grandemente en su profesión. Tenía cuatro niños, su esposa esperaba al quinto, era definitivamente un respetable hombre de familia. Y estaba muy lejos de parecerse a la imagen de bajeza que el Mayor nos había trazado de él. Parecía que el Mayor alemán nunca terminaría de hablar, y lo que es peor, yo tenía que seguirle escuchando. Lo que más me impresionó fue el odio que sentía contra él mismo al relatar las marchas de sus tropas por caminos literalmente flanqueados por cuerpos de los ahorcados. Llegué a pensar que este hombre estaba ebrio o loco, aun cuando sabía que no era así. Habló de camiones construidos expresamente para matar prisioneros con gas; de los enormes campos dedicados exclusivamente a la exterminación de millones de civiles. No podía dar crédito a lo que oía. ¿Quién iba a creer semejantes historias?

Cuando finalmente el Mayor alemán se puso de pie, nos sentimos aligerados de la tensión que nos embargaba, pero no dio por terminada su visita, y nos pidió algo para beber. Mi esposo sacó de la cantina una botella de «
Tokay Aszu
», un vaso y los colocó sobre la mesa. El Mayor miró interrogativamente el único vaso y luego a mi esposo. El doctor Lengyel le retuvo la mirada con firmeza. Entonces el alemán comprendió que rehusábamos acompañarle.

El Mayor abrió la botella y llenó su vaso con el vino rojo, tomándoselo de un golpe. Después, volvió a llenar el vaso, dejándolo en la mesa. Se dirigió lentamente hacia un rincón del cuarto donde estaba colocada una preciosa antigüedad sobre una pesada columna de mármol, era una estatua de Jesús. Pasó frente a ella varias veces, mirándola cuidadosamente. Era ésta, una escultura de origen latino, que fue legada a mi familia por un amigo, coleccionista de antigüedades, quien murió en París durante la Revolución Francesa de 1848. El rostro de Jesús en la estatua era de una magnificencia artística tal, que lo representaba divino y humano a la vez. Demostraba el sufrimiento, la comprensión y la bondad juntas, una expresión que posiblemente tendría la cara de Jesús durante la procesión del Gólgota en Jerusalén.

Después que el Mayor terminó el escrutinio de la estatua, se dirigió a la mesa, a tomarse su vaso de vino, pensábamos. Pero en lugar de esto, levantó su vaso y chocando sus tacones, brindó: ¡
Heil Hitler
! con un tono de voz que podría ser lo mismo verdadero que sarcástico, y con toda su fuerza lanzó el vaso a la estatua de Cristo. Por alguna razón extraña, el impacto no dio perfectamente en el blanco, y su golpe fue detenido por la corona de espinas que ceñía la cabeza del Redentor. El vino, rojo como sangre, escurría desde la cabeza de Jesús, manchándole el torso, hasta caer finalmente al pie de la estatua, donde ésta tenía una inscripción en español: «Jesucristo, salva nuestras pobres almas», y llenando de grandes manchas la alfombra.

Después de su acción sacrílega, el Mayor tomó la botella de vino que estaba en la mesa y sin decir una sola palabra, salió de la habitación. Al salir el Mayor, comentamos lo increíble de las historias que nos había contado. ¡Qué lúgubre imaginación debía tener este hombre para inventar tales horrores! Nadie podía creer en la veracidad de los relatos de un hombre así. ¡Era un pobre fantasma que había vendido su alma al diablo y estaba en guerra con su conciencia!

Esa noche, después que se fue el Mayor, el doctor Lengyel y yo nos dirigimos al hospital por una puerta que conectaba nuestra casa con éste. Mi esposo para realizar una operación fijada para esa hora, y yo para dar las buenas noches a mis seres queridos. Mi padre y mi padrino estaban muy enfermos en nuestro hospital. A ambos se les habían practicado sendas operaciones recientemente. A mi padre le habían extraído un riñón, y le habían efectuado también ciertas operaciones en las vías urinarias. Se encontraba en vísperas de ser operado nuevamente, sin embargo, confiábamos en que su recuperación era cosa segura. Mi padrino, quien dedicó gran parte de su vida a investigaciones de enfermedades del estómago y del cáncer, por ironías de la vida, sufría él mismo de cáncer. Todos sabíamos que sus días estaban contados. Estaría entre nosotros quizás unas semanas, quizás uno o dos meses más. Todos deseábamos fervientemente que en sus últimos días se viera librado de sufrimiento físico o moral. Para nosotros era un desconsuelo saber que mi padrino conocía la naturaleza de su mal, y el fin que le esperaba. Pero siempre demostró un valor a toda prueba, y nunca se quejaba de sus dolores y siempre estaba sonriente delante de nosotros. Muchas veces hice yo misma acopio de valor para no romper en amargo llanto en su presencia.

Mi padre estaba dormido cuando llegué a su lecho. Sentada en una silla, mi madre leía un libro. Como no quería despertarlo, pasé de largo dirigiéndome a donde se encontraba mi padrino. La Hermana Esther, de la Orden de las Trabajadoras Sociales de Dios, que a diario lo visitaba, se encontraba junto a él, rezando. Los ojos de mi padrino estaban cerrados, y con desolación noté que su cara, enmarcada por su hermoso cabello blanco, se había adelgazado más en los últimos días, y se veía también, más pálida. Su frente se veía más dominante, su nariz más afilada y sus delgados labios más pálidos. Su expresión hablaba de sufrimientos, de resignación y de un dulce sentimiento de reconciliación. Era como si la expresión le viniera de muy, muy lejos.

Cuando abrió sus ojos, el profesor Elfer, sonriendo, me invitó a sentarme cerca de él y de la Hermana Esther. Ambos esperábamos con ansiedad las noticias que nos traía la Hermana Esther. En esos días, los periódicos no hablaban de otra cosa que no fuera las victorias del «glorioso ejército alemán», y publicaban las órdenes dictadas por las autoridades alemanas a los civiles acerca de lo que se nos permitía o prohibía hacer. Los radios que transmitían estaciones extranjeras eran confiscados. A los que se les encontraba un radio de este tipo, eran arrestados o deportados. Así que nuestra información se limitaba a las noticias que nos traían los visitantes. Estas noticias generalmente empezaban:

—Me dijo X, y a él se lo dijo Y… —Aceptábamos esa información con reserva, pues el confirmarla era imposible.

Sin embargo, las noticias que nos daba la Hermana Esther eran fidedignas. La orden a la que ella pertenecía, sostenía un hotel familiar adonde mujeres jóvenes solas podían ir a vivir. Actualmente se encontraba ocupado por el ejército alemán y las hermanas se vieron forzadas a servir a los alemanes. Gracias a encontrarse entre oficiales alemanes, y a encontrarse en el corazón de la ciudad, la hermana Esther podía oír y ver mucho más que cualquier otra persona. Cada día, cuando llegaba a su visita diaria, la acosábamos a preguntas, y como de costumbre, las noticias no eran nada halagadoras. Nos informó que ese día había visto en las calles por primera vez a los hebreos, viejos, jóvenes y niños, llevando la obligada estrella de David en color amarillo en el lado izquierdo de sus vestiduras. No se les permitía hacer uso de los autobuses o los taxis, y podían salir a la calle a determinada hora por un corto periodo de tiempo, a comprar comida racionada en una tienda designada para tal propósito. También a los cristianos les impusieron los alemanes ciertas restricciones. No se les permitía salir de sus casas de 8:00 pm a las 7:00 am Aquellos que desobedecían estas órdenes eran fusilados sin previa averiguación. Las noticias fidedignas que nos traían nuestros amigos eran más y más alarmantes cada día. Los soldados alemanes violaban a las colegialas cuando se dirigían a sus casas, a mujeres jóvenes saliendo de la Iglesia o de las tiendas, o de los lugares donde trabajaban. En la presencia de sus padres o esposos, jóvenes aldeanas que vendían verduras en los mercados, eran secuestradas por los soldados alemanes con el mismo fin. Una joven pareja que surtía al hospital de flores frescas varias veces por semana, y que se dedicaba a la horticultura en las afueras de Cluj, fue encontrada muerta en el camino. La mujer esperaba un niño y estaba en el séptimo mes de embarazo.

Al dirigirse en su carreta a la ciudad, fueron detenidos en el camino por los soldados alemanes. Cuando el esposo trató de defender a su mujer de ser violada, lo mataron. Después de haberla mancillado, los soldados la asesinaron a ella también.

Otro visitante asiduo de mi padrino era el doctor Hajnal Imre, antiguo alumno suyo en la Universidad de Cluj. El doctor Hajnal estaba a cargo del «Hospital Rokus» en Budapest, fue nombrado profesor universitario y director de la Clínica Universitaria para enfermedades internas en Cluj. Ésta era la misma Universidad en la que mi padrino impartía sus clases, y de la cual también fue Rector.

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