Los horrores del escalpelo (111 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

—Se trata...

—En todo caso, el horario de visitas es estricto, de dos a cuatro de la tarde. Cuando la señorita Trent mejore, podrán verla a esas horas.

Percy se rindió sin oponer apenas resistencia. No así Torres.

—Disculpe, señorita.

—Señora.

—Felicite en ese caso a su esposo de mi parte... bien, creo que no nos hemos explicado bien. Sé que usted debe cumplir un reglamento, y su celo le honra, pero se trata de una situación especial.

—¿Especial en qué sentido?

—Este caballero es el señor Perceval Abbercromby, hijo de lord Dembow.

—Oh, es un placer saludarle, señor. Su padre ha sido un gran benefactor de esta institución. Las obras de...

—Precisamente. Como tal, y conociendo las excelencias del hospital de Bethlem de primera mano, lo ha elegido como lugar de reposo para una pobre amiga suya, enferma, que sirvió en su casa por mucho tiempo. Por eso quisiera visitarla, para comprobar cómo se encuentra.

—Por supuesto, podrá en cuanto el doctor Greenwood dé su consentimiento.

—Por desgracia no podemos esperar. No sé si sabrá que lord Dembow se encuentra postrado.

—¡Cuánto lo lamento!

—Sí, una circunstancia muy desgraciada. Quiere tener noticias de la señorita Trent cuanto antes y traídas por alguien de total confianza, por eso envía a su hijo. El problema está en que el señor Abbercromby sale para el continente hoy mismo. —Percy asintió. Una ventaja de la suma sosería es que no cuesta ser creído cuando se miente—. Habrá notado que soy extranjero...

—Entiendo... yo no puedo hacer nada —la adusta enfermera parecía haberse ablandado, lo que no la hacía en nada más atractiva—, me temo que no sé cómo ayudarles. Tenemos órdenes...

—Se lo ruego. Pongo en sus manos los deseos de un moribundo, que tanto tiene que agradecer a esa pobre mujer.

Estaba desconcertada. El interés que esos caballeros mostraban por una enferma era desde luego una agradable novedad en un depósito de locos molestos, como suele ser un hospital psiquiátrico. Aun así, no cabía esperanza alguna, las palabras «tenemos órdenes» eran barrera demasiado alta para franquear. El peso de la sangre de Percy llegó solo a debilitar la firmeza de la jefa de enfermeras hasta el punto de decir:

—Esperen aquí. Traeré al doctor Greenwood, él hablará con ustedes. —Y allí quedaron, en la amplia y soleada recepción del sanatorio, rodeados del vagar perdido de los internos.

—Vámonos —dijo enseguida Percy.

—¿Por qué? Agotemos nuestra última salva. ¿No quiere ver a la señorita Trent?

—A tía Meg... —Quedó pensativo—. No deseo otra cosa ya, se lo juro. Mi padre habrá dado instrucciones.

—Nada perdemos con esperar un minuto, salvo ese minuto quizás...

—Es inútil, Torres. Parece que quien se ocupa de la señorita... de mi tía, es el doctor Greenwood, ¿sabe quién es? El médico personal de mi padre, amigo personal, presente siempre en sus... en las reuniones de amigos más íntimos. No me consta que sea un... loquero. Trabaja en el London Hospital y, sin embargo, se encarga de los cuidados de una cocinera aquí, en Bedlam. ¿Cree que él permitirá que yo...?

Dios nuestro Señor siempre se mantiene vigilante para ayudar a las buenas personas. Si no me creen, he aquí un ejemplo, pues el hombre que apareció pasillo al fondo no fue el eminente doctor Greenwood, sino su menos notable ayudante, doctor Purvis.

—Señores... no esperaba volver a verles.

—Me alegra ver que se encuentra bien —dijo Torres señalando al brazo izquierdo del doctor.

—Sí, estoy bien, les agradezco el interés, y también... enfermera, ya me ocupo yo. —Tras dejarlos solos, rodeados de locos que poca atención les prestaba, continuó—: Quería reiterarle mi agradecimiento, señor Abbercromby, fue de una nobleza inusitada lo que hizo usted por mí el domingo pasado, lo que hicieron todos, pero usted... señor, ya les dije que soy un hombre humilde, dependo de mis conocimientos y del interés que algunos poderosos pongan en mí. Cualquier mancha en mi persona, cualquier rumor sobre mí, en una sociedad como la médica... sería terrible para mi posición y mi familia...

—No se apure —dijo Abbercromby—, en realidad no me supuso esfuerzo alguno.

Debo disculparme otra vez más, porque no puedo acceder a sus peticiones. Desean ver a esa paciente... Margaret Trent, que precisa reposo absoluto. Está en un estado...

—¿Usted ha diagnosticado a la paciente? —preguntó Torres.

—No, fue el doctor Greenwood, por la amistad que le une a su padre. Se ocupó en persona.

—Pues ahora el señor Dembow quiere saber del estado de su apreciada sirvienta que tantos años ha estado con él, y no pudiendo venir por lo delicado de su estado, ha mandado a su hijo. Y usted va a impedírselo.

—Les estoy muy agradecido... de verdad, pero mi lealtad es para con... —Era mentira, seguro que el doctor Purvis sabía que era mentira, por eso tardó en responder, debía convencerse a sí mismo de que esa peregrina razón era suficiente para desobedecer las instrucciones del doctor Greenwood.

—Nadie le pide que sea desleal, por Dios. En fin, nos vamos. Lo siento Perceval, lamento que no pueda...

—De acuerdo, acompáñenme si son tan amables. —A veces, la bondad recibe su recompensa.

La señorita Trent estaba en una habitación soleada del segundo piso, descansando en la cama, echada, no acostada del todo, con la mirada perdida en la ventana enrejada. No tenía mal aspecto, salvo por el abandono en la mirada y una flojera en la boca que le daba cierta expresión de abulia.

—Está sedada —dijo el doctor—, por lo demás se encuentra bien.

—¿Puede dejarme con ella a solas? —pidió Percy y Purvis dudó, nervioso, inseguro de cuál era el procedimiento correcto. Miró a la paciente, le tomó el pulso y se fue—. No la cansen, se lo ruego.

Quedaron ambos en silencio, contemplando el pausado respirar de la cocinera, no parecía sufrir; sin embargo, la sensación de desamparo que la rodeaba era abrumadora para ambos.

—¿Por qué? ¿Por qué le ha hecho esto...? —Torres no sabía qué contestar. Se limitó a instarle a acercarse a la cama con un gesto—. Señorita Trent, cómo se encuentra. —La mujer no dio señales de estar consciente pese a sus ojos muy abiertos—. ¿Me oye? —Se sentó a su lado y tomó las manos de la cocinera. Ella reaccionó mejor al contacto físico que a la voz—. ¿Me reconoce, soy Percy? Dios mío, la han atiborrado a... ¿por qué? —Sacó un pañuelo y limpió la baba que caía de las comisuras de Trent.

—Perceval, hijo —empezó a hablar como en un susurro—. Siento mucho lo de tu madre...

—No se preocupe, eso fue hace mucho. ¿Se encuentra bien?

—Sí.

—¿Sabe dónde está?

—No... Nunca he salido de Forlornhope, es mi casa, mi casa... siempre jugábamos en el segundo piso, era su castillo... el infierno. Cuando fui a América...

—Le juro que la sacaré de aquí, encontraré a Cynthia —algo en él aún se negaba a darla por muerta—, y la llevaré con nosotros, como sea.

—Cynthia... mi niña. —Empezó a llorar—. Pensé que... me dijo que ella estaría bien, la quería, la quería...

—Parece que se está excitando demasiado —dijo Torres—. Tal vez debiéramos irnos.

—Sí. —Se incorporó—. Nos vamos. Señorita... Nana, lo sé. Sé quién eres, no entiendo cómo no... Dios mío. —Miró a Torres, pidiendo ayuda, pero qué ayuda se puede ofrecer a nadie en semejante situación—. Encontraré a Cynthia, como sea y la cuidaré...

La lucidez llegó a los ojos de la mujer como una descarga, violenta, furiosa. Su mano se aferró a la muñeca de Percy y tiró de él, casi derribándolo, a un hombre que pesaba el doble que ella.

—¡No! —gritó—. ¡No te acerques a ella! ¡Es una monstruosidad...!

—Lo sé, tía, tranquila. No es nada...

—¡No! ¡Estamos condenados, condenados al peor de los pecados por el peor de los monstruos!

Percy esbozó un gesto interrogante.

—¡El incesto! ¡Todos nos condenaremos por el incesto!

—Somos primos... solo primos. —La presa de la señorita Trent se relajó algo, con suavidad bajó la mano y se tendió de nuevo en la cama.

—Está muerta. Gracias a Dios. Lejos de su padre. Estamos todos condenados... todos... desde niños, solos en esa casa...

La puerta se abrió y entró un doctor Purvis apurado junto a una enfermera.

—Les dije que no la excitaran.

—Ya nos vamos —dijo Torres sacando a Percy consigo—. Muchas gracias doctor, y cuídela.

Caminaron ligeros por los corredores del hospital, Torres apretando el paso mientras Percy le seguía aturdido.

—De nuevo... —no paraba de lamentarse—. El mismo arrebato de aquella vez... no lo entiendo. Éramos primos... somos primos.

—Eh... bueno, primos hermanos.

—Aun así. Por Dios, no sería el primer caso y...

—Salgamos de aquí. —Torres estaba nervioso, no quería seguir hablando del tema.

A la puerta los esperaba Albert con el coche. Ya dentro, Percy preguntó:

—¿Y eso que dijo de «su» padre?

—Perceval, no estaba en sus cabales. La medicación, y cierta neurastenia causada por la suerte de la señora De Blaise...

—«Lejos de su padre», claro. Su padre, el capitán William. Bowels nos dijo que era el tal Sturdy de su regimiento. Murió hace años... ¿cómo no iba a estar lejos?

Cayeron ambos en un silencio pesado, una losa de verdad siempre sospechada se cernía ahora sobre ellos. Torres notó la crispación en las manos de Percy, la rigidez, más de lo normal, en su postura, y casi podía oír los esfuerzos de su cerebro para huir de ciertas ideas. Como hecha de los relees y ruedas dentadas de su Ajedrecista, la mente de Percy trabajaba, sacaba con dolor pensamientos ahí enquistados durante muchos años. Pobre Percy, como su homónimo había buscado el enigma del Grial, pero lo que encontró fue el secreto de su propia sangre.

—Puede dejarme antes de llegar a Forlornhope. —Torres intentaba contener la estampida de horrores que abrumaban al joven lord con el muro, siempre fiable, de lo cotidiano—. Si no le parece mal su cochero puede dejarme...

—Dios mío —solo era un susurro—. Por eso... ¿cómo no me di cuenta?

—Percy, hágame caso, ahora le conviene reposar. Descanse, duerma, y luego podrá analizar...

—Encerrado siempre en mis lecturas, odiando a mi madre por abandonarme y maldiciendo el desprecio de mi padre hacia mí, incluso envidiando el trato de favor que siempre tuvo con ella. ¿Trato de favor...? Qué espantoso e irónico eufemismo. Por eso me enamoré, creo que sí, si la tenía a ella, si ella me mostraba el mínimo afecto, tal vez mi padre reconociera en mí alguna virtud... una sola. Dios santo, ¿qué clase de monstruo soy?

—Escúcheme, se lo ruego. —Se giró para encarar a su compañero de viaje, tomándole con firmeza del brazo—. Ahora no puede flaquear, hay mucho en juego...

—¿Cómo iba a sentir amor alguno por mí? Yo solo era en parte de su sangre, mitad Abbercromby mitad «plebeyo»... su maldita sangre...

—No saque conjeturas apresuradas.

—¿Apresuradas? ¿Por qué habría dicho esa pobre desgraciada que la «alejase de su padre»? ¿Qué horrible... tanta atención para la hija de...? Ese monstruo... —¿Y por qué la había comprometido con un invertido a sabiendas? ¿Y por qué De Blaise, fiel lacayo de lord Dembow, huía de su lecho, el cálido lecho de una mujer tan hermosa? Nada de esto dijo Torres, por supuesto—. Cuánto no habrá sufrido esta mujer... ¿por qué se mantuvo en silencio? Con qué crueles ataduras la obligó a permanecer en su casa, al lado de su hija, de su sangre... de su misma... oculta entre la servidumbre...

—Debe reposar las cosas, ahora no es el momento...

—Voy a matarlo.

—No diga locuras. Con eso no hará sino acrecentar su sufrimiento, y el de los que aprecia. Debiera centrar sus energías en procurar el bienestar a... a su tía.

—Mi tía. Su madre.

Las lágrimas corrían ya por sus mejillas sin pudor alguno. Tomó el pañuelo que mi amigo le ofreció, y tal vez quiso decir algo, pero ya no tenía aliento. Torres golpeó con suavidad sobre el techo. Como respuesta, a su espalda sonó la voz de Albert desde una pequeña bocina de cobre que asomaba sobre sus cabezas.

—¿Sí, señor?

—Albert, vamos a casa del señor Abbercromby en St John's Wood. Conoce la dirección, ¿verdad? —Luego, mirando a Percy preguntó—: ¿Le parece bien?

Dio la callada por respuesta, no podía pronunciar palabra, demasiado dolor. Para allá condujo el coche Albert, y no tardaron demasiado en llegar. La casa presentaba el mismo aspecto de cerrada que ya conociera Torres. Percy, con igual voluntad que uno de los autómatas que tanto adoraba su padre, fue hasta la puerta y entró. Allí escondido estaba Bowels, esta vez reconoció los pasos de su benefactor y salió al encuentro.

Torres habló, sin entrar como es natural en detalle alguno, del mal estado de Percy, y pidió al sargento mayor que lo atendiera y no le permitiera salir de casa sin avisarle a él, o al señor Ribadavia en su defecto. Bowels aceptó sin pensarlo dos veces y sin hacer pregunta alguna, su agradecimiento hacia Percy no era menor que el que sentía el doctor Purvis.

No, no es del todo cierto. Sí hizo una pregunta cuando Torres se iba, dejando a Percy en un sillón junto a la siempre reconfortante compañía de una botella de whisky.

—Perdón, señor, ¿vieron al final a la señorita Trent? Se portó conmigo como una santa y no querría...

—Sí. —No quería ser más preciso, no solo porque no era necesario que Bowels supiera más de lo estrictamente necesario, sino porque no le caía bien ese sujeto. A fin de cuentas, había participado en el execrable hecho de Kamayut, aunque solo fuera por su omisión de auxilio, y si bien ahora les había resultado de cierta utilidad, no dejaba de ser un hombre capaz de terribles acciones, o incapaz de oponerse a ellas por flaqueza de espíritu. A pesar de todas estas consideraciones, siguió hablando—. Nos encargaremos de ella, no tenga cuidado. Usted ocúpese del señor Abbercromby y, por supuesto, no se deje ver por ahí.

Cavilaba Torres mientras Albert le devolvía a casa, cayendo en la cuenta de la cantidad de personas, no todas dignas de favor alguno, que agradecían las bondades del corazón gentil de Perceval Abbercromby, siempre disfrazado de ogro y que en el fondo contenía un alma justa y buena. Parece que eso, la justicia, no es algo que el Señor derrame por el mundo a manos llenas. No soy yo quién para exigir nada al creador, pero son feas las monedas con las que se recompensa la bondad extrema.

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