Los que eran capaces de hacerse entender estaban excitados, tratando de explicar algo a los oficiales. Señalaban hacia el oeste, hacia la colina rematada por crucificados. Con mucha paciencia De Blaise fue capaz de comprender a los campesinos. Aseguraban haber capturado a una horda de dacoits, no se decidían si eran diez o doce, discutían entre ellos en ese punto, como lo hacían con todo, empeñándose en que su versión fuera la que los ingleses escucharan, ellos, siempre fieles a la corona británica, a la que consideraban su salvadora y a los soldados británicos, los más valientes y nobles y bla, bla, bla... Así, acompañados de toda la untuosa adulación de que fueron capaces, contaron que los disidentes habían sido juzgados y ejecutados, y que los tres que adornaban la loma vecina eran una advertencia para sus compañeros.
De Blaise les agradeció su «lealtad», aunque no creyera en ella, e insistió en saber si había sobrevivido alguno y, lo que era más importante, si la presencia de dacoits era muy habitual por esas tierras. La respuesta fue confusa, más por desinterés de los nativos que por otra cosa. Querían recibir felicitaciones u honores por los servicios hechos a la Corona, tal vez esperaran que De Blaise sacara un puñado de condecoraciones y las repartiera, o quizá, lo más seguro, pretendían mediante el halago alejar al ejército invasor de sus lluviosas colinas, que es así como suelen obrar los débiles ante los opresores.
Fuera como fuese, insistieron en obsequiarlos en todo lo posible y se empeñaban en invitarlos a Dios sabe qué clase de ceremonia o fiesta. El alcalde, o el principal de la comunidad, apremió a la oficialía a que lo acompañaran a una de las chozas, la de mayor tamaño.
—
Thakin...
—decía a cada momento dirigiéndose a De Blaise.
—De Blaise, teniente De Blaise.
—
Thakin... Dein-ge?
—Y sin dejar de reír añadió—:
Thakin dein-ge
, Ven tú aquí...
De este modo, y viendo más oportuno contentar a los lugareños y sacar toda la información posible que desairarlos, De Blaise dejó al sargento mayor Bowels al cargo de la compañía mientras que Sturdy, Hamilton-Smythe y él mismo atendieron a las peticiones de los birmanos.
No esperaban encontrar lo que vieron allí.
Atravesaron unas cortinas de bambú, que daban paso a la pesadilla de un demente o de un monstruo. Sobre el suelo, encima de esterillas ensangrentadas había seis cabezas humanas, cabezas con lágrimas en sus ojos grises, vacíos...
Y junto a ellas corazones y otras vísceras esparcidas.
El torso desmembrado de un hombre, aún caliente, con las tripas saliendo, como tentáculos, un calamar humano...
Todas entrelazadas. Como una guirnalda.
Discúlpenme... estoy tan cansado, y tenemos compañía.
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Sábado por la tarde
Los visitantes aguardan en la puerta a que Celador atienda a Aguirre, que, extenuado, ha dejado de hablar. Aprovechan los minutos de soledad para compartir confesiones.
—¿Qué pretendía con eso... qué le ha dado? —pregunta Alto.
—Una pregunta. Tenemos que averiguar si es fraude...
—¡Por el amor de Dios! ¡Claro que es una estafa...!
—... y qué clase de fraude. Si contesta, o hace referencia a lo que he preguntado... no empezar a creer en él, pero... el timo se complica mucho.
—Mi muy querido amigo —y al decir esto, más calmado tras una profunda aspiración, coloca con toda teatralidad posible la mano sobre el hombro de su interlocutor—, me temo que hace mucho que cree en él. No va a conseguir su prueba, si este sinvergüenza coge su nota y la lee, podrá hacer decir a Aguirre lo que se le antoje.
—Vio cómo disimuló en cuanto di la nota...
—Pudo ser parte de la trampa, fingir...
—Escuche. —Se zafó del abrazo de Alto, y luego en tono bajo de confidencia dijo—: No va a encontrar. Esta noche he sido junto a su puerta, toda la noche. Nadie entró.
—¿Aquí abajo? ¿A oscuras? ¿Cómo aguantó?
—Me traje algo para leer, la novelita que usted encuentra.
—¿Interesante?
—Insoportable, un folletín romántico como dijo. Muy... ¿cómo dicen...? muchos adjetivo.
—Sobreadjetivado.
—Sí. Malo, pero no duermo.
—Será una de las novelas de la colección de la viuda Arias. Sí, acuérdese que coleccionaba seriales rosa.
—Ya, el autor es... M. R. William, ¿conoce...?
—Señor mío, es usted el inglés.
—La literatura no es mi pasión, no la novela romántica por capítulos. Tonterías. Lo importante es que él solo es en las sesiones...
—Está, solo está.
—Eso. Observando desde ventana, cuando Aguirre queda solo...
—Está dormido, helado, muerto, como quiera; no creo que pueda leer sus notas.
—Algo hay que hacer...
—Y lo he hecho. Esta noche tampoco he dormido demasiado. Estuve investigando, quería saber quién es el propietario de este sórdido lugar, quién lo gobierna... nada. Como si no existiera.
—¿Y señor Solera?
—No le he podido localizar, solo he tenido un día. Por eso he contratado a un detective privado...
—¡Ha... es una...!
—Soy escritor, no investigador, ¿cómo pretende que encuentre algo, contando con el régimen de pernocta al que nos somete nuestro anfitrión?
—Dijo: si uno pide ayuda o va a policía...
—Ya basta. —Sin apartar la mirada del sucio ventanuco, vigilando cómo Celador acomoda a Aguirre para su profundo sueño, baja el tono de voz—. Se ha obsesionado con esta historia y no se da cuenta de que somos víctimas de un rapto. Nosotros buscábamos documentación para nuestros respectivos libros, y nos topamos con esto. Si es capaz de retenernos con amenazas, de secuestrarnos, ¿qué cree que hará cuando haya terminado la historia?
Lento suspira resignado.
—Puede que tenga razón —dice—. Me dejo llevar por... ¿entusiasmo?
—Sin duda. Y eso es algo que no debemos hacer. Estamos en peligro de muerte. En vez de preguntarnos si Aguirre y sus cuentos son reales o no, debiéramos averiguar a qué viene esta pantomima. Usted lo dijo, ¿por qué este esfuerzo en contarnos una historia increíble y tan pormenorizada? ¿Qué pretenden obtener? Solera o quien sea...
—Espere. Ya sale.
—Sí. Tenga, aquí he anotado la dirección del detective...
Celador asoma con el ceño fruncido. Es difícil averiguar cuándo está enfadado, alegre, preocupado, siempre tiñe sus emociones con crueldad. A riesgo de equivocarnos, diremos que ahora está muy enojado.
—Una vez más se han excedido un tanto; el pobre Aguirre está extenuado, y a su edad eso es muy peligroso. ¿Creen que saben tratarlo? Yo he tenido que aprender cómo cuidar a alguien como él, durante años, bajo la tutela de los mejores. Una temeridad por su parte pretender que pueden prescindir de mis servicios.
—No era nuestra intención...
—No se puede volver a...
—Querríamos continuar un poquito más —dijo Lento. Su compañero amagó un gesto para detenerlo. La petición ya estaba hecha—. Por supuesto, pagamos doble.
—No es que no quiera complacerles, comprendan que la vida de este pobre hombre es muy valiosa, y su estado demasiado delicado...
—Entendemos. Sin embargo, ha dejado historia en momento... no queremos perder hilo.
—Es imposible, no me arriesgaré...
—Triple. Pagamos triple.
Bueno... como mucho media hora más. No puedo asegurar que la aguante...
Dios no se fía de los británicos a oscuras
Sábado de nuevo, un poco más tarde
La pesadilla de un demente, eso era lo que vieron en aquella aldea birmana. Hamilton-Smythe no pudo contenerse.
—¡Asesinos! —gritó y sacó la espada, decidido a pasar a cuchillo a todos los aldeanos. Sturdy se echó encima a tiempo y así se inició un incómodo forcejeo entre los tres oficiales. No solo incómodo, que casi derriban la cabaña entre empujones y gritos. De Blaise trató de calmar a su amigo y al tiempo dar alguna explicación a los sorprendidos birmanos.
—Repórtese, teniente —dijo Sturdy cuando consiguió arrebatarle el arma—. Eran dacoits, y ahora son dacoits muertos, nada se pierde.
—¡Por mi vida! —gritaba Hamilton—. Esto es una masacre, estos demonios no pueden... Dios nos asista...
—¡Fuera! ¡Ahora! —A tirones, obedecieron.
De Blaise no tuvo más remedio que agradecer a los aldeanos el que torturaran y despedazaran a esos disidentes, pese a los iracundos reproches de su amigo, así como agradeció la exhibición de crucificados de la loma cercana, que según el cacique local, eran también colaboradores de los rebeldes. De Blaise, si no vocación militar, sí disponía de ese carácter colonial que había conseguido tantas tierras para la corona británica. No quiero decir que amara a los birmanos ni a su cultura, la admiración por los nativos a lo T. E. Lawrence no es tan común como nos lo presentan los novelistas, incluso puede que los despreciara, pero entendía que su obligación, en ese momento, era contentarlos. Por el contrario, Hamilton-Smythe no quedó contento, claro está.
—Nuestro deber —decía—, es llevar la justicia a estos salvajes. Nadie puede tolerar que se comentan tales atrocidades que ofenden al hombre y a Dios, sin tomar las medidas oportunas...
—Harry, estamos a miles de millas de Londres. Lo que allí vale, aquí...
—Nuestra labor...
—Mi labor es cumplir las órdenes que se me han dado, y procurar que sigamos vivos. Estos salvajes nos atacaron hace cinco días, ahora están muertos y han sufrido tortura; no es la solución que ninguno querríamos, pero es la que tenemos. Enojar a estas gentes no va a enmendar el daño, y por supuesto no va a ayudarnos, ni a nosotros ni a nuestro cometido.
—Estás poniendo en peligro tu alma, John.
—¡Al infierno mi alma! ¡Y al infierno tú! —Los gritos los oyeron todos, nativos, oficiales y soldados—. ¡Cuando lleguemos a Kamayut, quéjate de mí, o de Bowels o de quien sea al comandante de allí, o al coronel, o al Alto Mando o el mismo San Jorge, me da igual! ¡De momento estoy al mando! Nos vamos de aquí cuanto antes. ¡Sargento!
—Al menos déjame enterrarlos.
En esto cedió. Imagino que no habrán visto aquí nada extraordinario. Me refiero a que habrán oído relatar conflictos de autoridad semejantes en más ocasiones, o puede que incluso los hayan vivido. Lo llamativo de la situación es que, a mi entender, este momento marca la ruptura de la amistad entre ambos caballeros, una amistad ya muy fisurada que no pudo resistir el embate de la enajenación progresiva de Hamilton-Smythe.
Sorprendiéndose a sí mismo con sus dotes diplomáticas, el mayor De Blaise convenció a los lugareños de la necesidad de enterrar los restos de los bandidos torturados. Como no pudo ser de otra forma, Hamilton comandó el destacamento funerario, que no dejó de protestar por un momento.
—Espero que el teniente sea tan compasivo con aquellos de nosotros que caigan degollados por los compañeros de estos malnacidos. —Esta y cosas semejantes no paró de repetir el sargento mayor Bowels.
Terminado el entierro con un breve y desatinado responso por parte del teniente, continuaron marcha, ya atardeciendo. Paso a paso, en columna cada vez más desmadejada, se acercaban a la muralla de crucificados. Empezó a lloviznar, no como para impedirles la marcha pero con suficiente intensidad para agriar aún más el carácter del grupo. Los tres cadáveres ahí colgados, empapados de sangre seca que lavaba el agua cayendo parsimoniosa del cielo, saludaron mudos al paso de los británicos.
—¿Vamos a enterrar a estos también, señor?
—Silencio, sargento.
La sorna de Bowels llegó en mal lugar. Hamilton-Smythe tomó la palabra del sargento mayor, e insistió en que había que bajar a esos cuerpos de sus cruces y, aunque tal vez su intención era darles cristiana sepultura, argumentó que era preciso examinarlos.
—Esto es una locura, Harry. Estás cavando nuestra tumba si no paras con esta obsesión.
—No John, es importante. Estos sujetos han sido ajusticiados por lugareños, ansiosos por agradar, fanáticos. —No dirán que no tiene su ironía que el señor Hamilton-Smythe hablara de «fanáticos»—. Sin duda se habrán echado sobre ellos, a atormentarlos y torturarlos, sin registrar los cuerpos. Mira, conservan sus ropas, pueden tener algo que nos proporcione información, y eso es lo que hemos de hacer.
Una vez más, De Blaise accedió a las sugerencias de su amigo desequilibrado. Se detuvieron y el teniente ordenó a Bowels que se encargara de bajar a los cuerpos. No parecía una tarea sencilla, así como estaban, atados en ramas con sogas y trapos. Mandó a dos hombres por crucificado. Cinco de ellos murieron antes de que De Blaise comprendiera que el tratar de calmar las aguas atendiendo de nuevo la petición de su amigo había sido un error.
Los tres dacoits estaban vivos, llevaban dos días vivos, cubiertos de sangre y restos de animal, atados, a la intemperie, y vivos; esperando. En cuanto los soldados trataron de bajarlos, sacaron sus dah de debajo de los harapos que aún llevaban puestos, y acuchillaron a diestro y siniestro, como demonios. El primero en caer fue Brennan; de nada le sirvió estar ya recuperado de pasadas heridas. Su sangre salpicó a sus compañeros, que tardaron demasiado en reaccionar. Los filos birmanos llegaban a los cuellos ingleses con precisión, sin importar lo aterido de los brazos, el dolor y la larga espera. Habían aguardado por esto, entregando su alma y su cuerpo a una sola causa, y no una muy grande: degollar a tantos británicos invasores como les fuera posible antes de morir. Solo Bowels, por veterano, sobrevivió al embate. El brazo del crucificado al que él y Brennan trataban de bajar, el que hacía de «ladrón bueno» en ese espantoso Gólgota pagano, se agitó primero hacia el soldado, y a la vuelta encontró el antebrazo del sargento chocando contra su codo. Cogió con la mano izquierda el dah y con él mismo desjarretó las tripas del birmano, aullando:
—¡Emboscada!
Lo era, y no una pequeña. Aparecieron entre las piedras, detrás de los árboles, entre la vegetación, y esta vez no iban solo equipados con los dah: cargaban moquetes y fusiles primitivos, cuya pólvora se resistía a rendirse a la lluvia; todo empezó a llenarse de humo oscuro.
El primer disparo dio a De Blaise, rozándole en la mejilla y dejándole el recuerdo que ahora lucía en la cara. Cayó aturdido, y de inmediato Hamilton-Smythe se hizo cargo de la situación, el último acto de buen juicio que tuvo en su vida.