Los horrores del escalpelo (52 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Una vez sanado, tampoco encontró oportuno casarse, pues ahora no era nadie, según decía, y nada podía ofrecer a la sobrina de lord Dembow. Pese a los ruegos de ella, que trató de convencer a su amado por todos los medios, encomiando lo que ya había hecho por su familia, él se empecinó en que el hijo del general Hamilton-Smythe no podía ser un aventurero, un «cazador de títulos», no «el esposo de la sobrina de lord Dembow», sin más, escuchando cómo se daba pábulo al rumor de que se emparentaba con una de las familias más nobles y antiguas del Imperio gracias al infortunio, amparándose en las necesidades de una hermosa joven que aspiraría a mucho más que él, de encontrarse en otra situación. El honor de sus antepasados lo llamaba. Por tanto retomó la carrera de las armas, que por cierto De Blaise había desempeñado desde el principio, sin grandes honores pero con dignidad. Juró que pasaría un año a mucho tardar en ultramar, y luego volvería encantado a sellar su amor con las apropiadas nupcias. Así partió junto al primero de su regimiento hacia Asia, donde habría de encontrar su final.

Por entonces, mil ochocientos ochenta y cinco, el embajador francés,
monsieur
Hass, negoció el establecimiento del Banco Francés en Birmania, así como la concesión de la línea férrea entre Mandalay, capital Birmana, y la Birmania Británica en el sur. Sin duda, esta intromisión gala en terreno de influencia de la Corona, a tan poca distancia de la India, irritó al Foreign Office. Con la excusa, no me detendré aquí a discutir si veraz o no, de una disputa respecto a cierta multa que autoridades birmanas impusieron a una compañía inglesa, los británicos lanzaron un ultimátum, exigiendo que cualquier sanción contra intereses de la Corona en aquel país se supeditara al juicio británico, además de exigir ciertas prebendas sobre el comercio exterior del país, etcétera. En definitiva, condiciones que equiparaban al reino de Ava, como le decían los birmanos, con algunos principados «títeres» en la India, y que desde luego nunca aceptaría el orgulloso y sanguinario, según decían muchos, rey de Ava, Thibaw Min.

La negativa llegó en noviembre a Rangún, ciudad principal de la Birmania ocupada, y de inmediato estalló la guerra. El problema que se les presentaba a los estrategas ingleses al llevar a cabo esa campaña frente a enemigo tan débil en principio, era la propia geografía del país. Birmania está lleno de junglas intransitables, y lo que era peor, completamente desconocidas para ellos. La única solución posible era ascender por el río Irrawaddy, arteria fluvial del país por la que ya bogaban vapores británicos, hasta tomar Mandalay, que descansaba en la ribera del mismo. Aunque la navegación por el río no era sencilla, no había otra posibilidad, y así con considerable celeridad, tal vez debida a una preparación previa, se reunieron más de diez mil hombres, entre tropas inglesas e indias, dispuestos a invadir el norte, bien pertrechados y equipados con piezas de artillería y ametralladoras. Solo cinco días tras la llegada de la negativa de Thibaw Min, cincuenta cinco vapores, barcazas y lanchas de todo tipo ascendieron por el río, cogiendo al enemigo en completa sorpresa.

El ejército birmano no tuvo tiempo de tomar las medidas oportunas, hundir vapores para bloquear el ascenso del río, distribuir mejor sus fuerzas en la ribera... En consecuencia la victoria británica fue rápida. No estuvo exenta de combate, tuvieron problemas en asaltar las defensas de bambú de las plazas, los birmanos eran muy buenos a la hora de fortificarse, pero para el día veintiocho de noviembre, apenas catorce jornadas tras la declaración de la guerra, Mandalay cayó y el ejército birmano se rindió.

Los trabajos de guerra de ambos amigos, De Blaise y Hamilton-Smythe, no fueron en absoluto peligrosos ni extenuantes. Siendo de un regimiento de elite, los Royal Green Jackets, se esperaría que tomaran parte principal en las acciones. No fue así en su caso, y tal vez por lo afamado del regimiento de fusileros, se le encargó al entonces mayor De Blaise la escolta y seguridad del príncipe Nyaung Yan, un medio hermano del rey Thibaw que sobrevivió a las purgas familiares que hizo este al acceder al trono, forma tal vez no muy elegante pero sí efectiva para librarse de la codicia que la Corona ejerciera sobre sus queridos parientes. Cuentan que mato a todos sus hermanos de la forma más horrible, menos a Nyaung Yan, que había permanecido en Inglaterra hasta entonces. El motivo de traer al príncipe ahora a Birmania, era, o parecía ser, una hábil maniobra del alto mando para socavar la posible resistencia entre las tropas birmanas. Decían que muchos advenedizos y enemigos del actual monarca deseaban un inmediato cambio en el trono, y veían en la velada promesa británica de sustituir a un hermano por otro una luz de esperanza. Por supuesto, ni el ejército ni el Foreign Office afirmaron nada al respecto. El embarcar al príncipe río arriba podía tratarse de una pobre y mezquina artimaña, que a la luz de la escasa resistencia del enemigo, pareció surtir efecto.

En estos términos De Blaise fue muy vago. No podía asegurar los motivos o intenciones de su misión de escolta, se limitó a cumplir órdenes. Incluso era incapaz de acallar los rumores, que muchos corrieron entre aquellas barcas ascendiendo el Irrawaddy y en los despachos de White Hall, respecto a si a quien llevaban era el verdadero príncipe Nyaung Yan o un doble. Su trabajo, y el de Hamilton-Smythe que se había incorporado de nuevo con rango de teniente y estaba a sus órdenes, era en sí extraño. El príncipe apenas salía de su camarote, y cuando lo hacía se mostraba distante, paseaba por cubierta un minuto y regresaba, ataviado siempre con hermosas y complejas vestiduras propias de la monarquía de Ava, apartado una distancia protocolaria de sus custodios, distrayendo el tedio del viaje tocando una flauta con no poco talento. Solo cuando fondeaban en lugar seguro salía a estirar las piernas, y ni en esas ocasiones se mezclaba con la oficialía como era de esperar, sino que permanecía solo, vigilado a distancia por De Blaise y sus hombres. En Mandalay lo vieron por última vez y, por supuesto, no ascendiendo al trono. Al mayor se le informó que Nyaung Yan se encontraba delicado de salud y volvía a Inglaterra. Ambos amigos pasaron toda la guerra sin disparar una vez, sin entrar en acción directa alguna, y con el único orgullo de haber detenido a un par de ladronzuelos que trataron de colarse una noche en la cámara del príncipe.

Nada de esto molestaba a De Blaise, no era un cobarde, pero no amaba la milicia, y si permanecía en ella era porque fuera de allí no tenía futuro, social ni económico. No he mencionado nada sobre este caballero hasta ahora, y no es por otro motivo aparte de que poco sé de él y poco supo Torres. Su carácter, tan locuaz para con los demás, era en suma reservado si se refería a su persona, ocultando penas y preocupaciones, de haberlas, en una máscara hecha de bromas, alegría, conversación aguda e ingenio en las respuestas. Aun con estas, puedo intuir que la ruina había perseguido a su familia, si no de modo fatal, si lo suficiente para que el ejército fuera la mejor solución. Por el contrario Hamilton andaba tras la búsqueda de honores en esta, su segunda incorporación a filas, la más peligrosa de las búsquedas a las que en ocasiones se entregan los hombres ardientes. Habiendo cumplido ya con su país, su Corona y con su honor, bien pudiera volver a casa valiéndose de sus influencias y las de su futuro yerno, cosa que no hizo. Los dos permanecieron en Birmania, en la jungla.

Lo que fue una victoria cómoda para el ejército de su majestad, acabó convirtiéndose en algo más que una molestia en los siguientes años de ocupación. El control del territorio más allá de las riberas del Irrawaddy era tarea casi imposible en medio del terreno de junglas y montañas dominante, y allí se refugiaron insurgentes y rebeldes irredentos, los dacoits, bandidos de espíritu inquebrantable, que llegaron a incendiar Mandalay en dos ocasiones y solo fueron sofocados por el poderoso ejército occidental tras una larga y dolorosa guerra de desgaste. Ejército inglés tan laureado, para el que los birmanos fueron «los irlandeses de Asia».

Los dos salieron de Indochina comenzado ya diciembre de ese año ochenta y cinco. Pudiendo optar por regresar un tiempo a Inglaterra, fueron a descansar a Calcuta, en la India. Con seguridad Hamilton-Smythe temía que la presencia de su amada lo alejara definitivamente de Asia, lugar de aventuras donde había decidido probarse, y su siempre fiel escudero lo acompañaría sin rechistar.

—Parecía preso de una extraña obsesión por esos paisajes, por los nativos, por la vegetación y sus calores —explicó De Blaise a Torres—. Más que por el lugar estaba atrapado por la guerra. No sé si puede entenderme... ¿usted no ha sido militar, no?

—He luchado, hace tiempo, en Bilbao... en mi país, no viene al caso.

—Tal vez entonces me entienda, tal vez sepa lo que es esa ansia por probarse a uno mismo frente al enemigo, ese deseo insaciable de honores, de condecoraciones...

—Eso, la mayoría de las veces es prueba de vanidad, y no recuerdo que ese pecado afeara al señor Hamilton-Smythe.

—Estaba muy cambiado, no lo hubiera reconocido. No era en realidad una búsqueda de reconocimiento público, ni de ningún galardón por orgullo o jactancia de lucirlo en el pecho; parecía algo más personal. Como el bebedor va tras la botella, Harry quería la lucha. No sé cómo explicarlo mejor.

El carácter del teniente Hamilton se estropeó y donde hubo un conversador ameno, tradicional en sus convicciones pero dotado de un corazón generoso, y un hombre con suficientes virtudes para agradar al más exigente, quedó un maníaco obseso y taciturno, incluso pesado y aburrido. Su estancia en la India fue una espera nerviosa, que solo aliviaba a base de ruegos a sus superiores. Y como al ejército no hay nada que le guste más que un joven deseoso de luchar, sus peticiones fueron pronto atendidas. Volvió a Birmania pasadas las navidades, acompañado de De Blaise, que aunque su superior, se consideraba antes que nada su amigo.

Allí se les impuso, como a todo el regimiento de fusileros, la tarea de acabar con el hostigamiento pertinaz de los dacoits, cuyas tácticas de guerrilla mermaban la moral, y no solo la moral, de las tropas inglesas. Entonces sí que conocieron las labores del soldado, bien que las conocieron. Estos dacoits, mezcla de salteadores, soldados desertores y patriotas decididos a echar a los ingleses de su patria, eran imposibles de detener. Atacaban puestos fronterizos, a patrullas y a cualquier instalación militar, así como acosaban a la población civil que se mantenía fiel a los británicos; y tras sus acciones se los comía la vegetación, desaparecían entre selvas y espesuras en medio de las que los soldados de la Reina eran del todo ineficaces. Todo este hostigamiento no hizo rendirse al ejército, los británicos tienen una considerable capacidad de sufrir, unida a no poca tozudez y disciplina.

Pasado ya el tiempo, alguien, algún ocioso general aburrido y desconocedor de la situación, dio por pensar en que la clave del éxito de los nativos radicaba en la desinformación de las tropas de ocupación; la incomunicación entre las unidades y el desconocimiento del territorio les hacía débiles. Ahora que se habían anexionado los territorios de las colinas Chin, cuya pertenencia al reino de Ava era solo nominal, se decidió tender cable de telégrafo entre los puestos de avanzada, los fortines y Mandalay. La empresa no era pequeña, el tendido de cable entre Rangún y Mandalay estaba en precario de forma permanente, sometido a continuos ataques de los dacoit, cuánto más difícil sería mantener una línea de millas de distancia entre la selva birmana. Se decidió enterrarlo, y pese al absurdo que muchos vieron en sepultar cable telegráfico bajo más de cien millas de territorio no controlado, el cuerpo de ingenieros se puso manos a la obra.

Para dar custodia se encomendó a la compañía del mayor De Blaise, entre otras. Era más una labor exploratoria que de escolta, quince hombres, oficialía aparte, acompañaron a un ingeniero desde Haka, capital de la región de las colinas Chin, hasta un puesto de avanzada, que llamaban fuerte Kamayut, y que distaba algo más de doscientas millas... perdón, más de trescientos kilómetros. Supongo que intentaban valorar la situación del terreno, y la posibilidad de enterrar el cable.

Era agosto, plena estación de lluvias por aquellas latitudes, y aunque no hacía un tiempo en especial cruento para los estándares de allá, la humedad perenne convertía el caqui de los uniformes en un marrón sucio, mezcla de agua y sudor, y del mismo modo oscurecía el tono del ánimo de los británicos. Todo... todo el trayecto de una semana de viaje se haría a pie, no solo por lo agreste de ese territorio, una epidemia se había cebado en la cuadra del regimiento, y bueyes y muías enfermaban, convirtiendo a las pocas sanas en artículos de lujo que no se malgastaban en misiones bobas como las que iban a emprender...

No me acuerdo bien. Tendría que buscar en mis memorias, y ya... y ya... ya es tarde.

No... si mi odiado enfermero y cus... custodio... Bueno... Tendrán que ayudarme... sí ayudarme...

Sí. ¿No quieren perderse una buena historia de batallas y...?

Esa... eso es... eso...

Mejor... me siento mejor... denme un minuto.

De acuerdo. Estamos con la terrible aventura de la expedición a fuerte Kamayut. Sí. Como les digo, tenían que escoltar a un ingeniero, y ese ingeniero era el capitán Cardigan Sturdy, un irlandés, muy viejo para el servicio y muy borracho (he conocido a muchos que nacieron en esa isla, y aunque algún calumniador asegure que irlandés y borracho es redundancia, y por tanto sobre decir lo uno si se dice lo otro, el capitán Sturdy era bebedor entre los bebedores), al que no le faltaba habilidad en su profesión. Quién sabe qué vicisitudes habían llevado a un hombre capaz al estado de dejadez que mostraba el capitán, y lo que es más llamativo, a tener a su edad que mancharse la barriga entre barros. Y nadie lo supo, porque a nadie le interesó. Lo cierto es que el ingeniero soportaba las inclemencias tropicales, no solo con sorprendente entereza para su edad (edad que no digo porque no la conocía De Blaise ni nadie en la columna, pero hay quien aventuraba que ya no cumplía los cincuenta), sino con mucho mayor vigor del que mostraban sus compañeros más jóvenes y fornidos. Para ello solo se ayudaba del consuelo del licor.

A nadie le importaba. Si Sturdy soportaba los calores gracias a su petaca, era asunto suyo. Mientras se limitara a no poner muchas pegas, a no retenerlos demasiado en esos inhóspitos lugares, era querido. Y en ningún momento fue estorbo para aquellos que querían terminar cuanto antes y volver a sus barracones, es decir, para toda la compañía salvo Hamilton-Smythe. El insistía con una exasperante vehemencia en que se llevara la misión a cabo hasta sus últimos detalles, exigiendo a Sturdy que realizar a cada kilómetro un informe pormenorizado del terreno, haciendo las catas y medidas que fueran precisas para cumplir la misión como era debido. Ni el grado ni su popularidad entre la compañía permitían al teniente exigir nada, tuvo que transmitir sus ruegos y ansiedades a su amigo, lo que acabó causando no pocos quebraderos de cabeza a De Blaise.

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