Caminamos horas ya amanecido, habíamos abandonado los tejados. Dejamos el odioso East End, y seguimos hacia el oeste, a los lugares donde yo debiera estar. Moverme bajo la luz era una temeridad. Mi embozo no soportaría la claridad del sol y quedaría expuesta a la vergüenza de las buenas gentes que no ven el dolor a través de este aspecto. Mi desagradable socio cumplió bien su papel. Al momento se hizo con un taxi. El cochero apenas me vio. Abrió la puerta y yo me oculté en la penumbra de su coche. El viaje se me hizo eterno. Me abrazaba a mis vísceras robadas... no, robadas no; rescatadas. Cada minuto que pasaba aumentaba la posibilidad de que se echaran a perder, y eso era intolerable, no otra vez. No me consideren egoísta o cruel, todo lo contrario. La muerte de esa mujer, por despreciable que fuera en vida, no debía ser inútil.
Llegamos a una refinada casona. Bajé tan furtiva como había subido. Su palacio parecía una casa respetable y hermosa, a tono con el resto del vecindario, una elegante fachada victoriana de tres plantas.
—Yo hablaré —me instruyó Tumblety, vanas instrucciones para alguien que no podía hacer más que esperar—. Es un caballero muy ocupado y que, como muy bien sabe, no está en buena disposición con usted. Yo allanaré el terreno.
—Dígale... —No me dejó terminar. Valiéndose de mi imposibilidad de alzar la voz, de mi pudor por llamar la atención, se apartó y tocó la campana de la entrada. Una puta vieja y distinguida la abrió, sonriendo. Hubiera podido escuchar lo que decían. No quise, no quise oír más sus sucios trapicheos. No quería oír más...
—¿
Herr Ewigkeit
? —dijo Tumblety.
—¿Quién pregunta por él? —La sonrisa cordial de la mujer había desaparecido en un segundo.
—Dígale que el doctor Tumblety y... su amiga, han venido a visitarle.
—Espere. —Y cerró la puerta. Me hizo un gesto, que aguardara. La puerta se volvió a abrir para nosotros. Entré tratando de ocultarme de la vista de todos. El interior era también muy bonito, decorado con delicadeza, nada indicaba los concupiscentes tratos que allí se negociaban a diario. Me llevaron a una habitación.
—Aguarden un instante.
La
madame
, a punto de señalar el acceso a esa sala donde se suponía que debíamos esperar, arrugó la nariz en mi dirección. No podía verme, no me había visto, mi capa me cubría de pies a cabeza, no podía ser. Y si había llegado a vislumbrar algo de mi persona por un descuido, ¿cómo se atrevía esa puta asquerosa a despreciarme? ¿Le daba asco? ¿Yo? ¿A ese ser repugnante, alcahueta del infierno, perra...? Tumblety aprovechó la interrupción.
—Ella esperará aquí. Yo iré a ver a
herr
Ewigkeit. —Con una mano me indicó que pasara. Eso hice, y al intentar cerrar la puerta la bloqueé. Tenía una exigencia que no podía esperar.
—Vino —dije—. Quiero vino. Y tarros grandes.
Sentí el escalofrío que recorrió a la puta sobre mi propio cuerpo.
—Claro —dijo Tumblety—. Se lo traerán.
Cerraron la puerta. Un pequeño cuarto, por el que nunca diría que estaba en un burdel. Me daban un tiempo de espera, bien podría aprovecharlo, preparar mi espíritu para enfrentarme con el Diablo. Él, que me había negado la paz al tiempo que me otorgaba la oportunidad irrenunciable de una felicidad plena, él tenía que doblegarse... ¿ante mí? ¿Ante la más débil de las criaturas, la más indefensa y la más envilecida... que aspiraba a la gloria?
Escuché algo fuera, una discusión entre putas. Pese a los brocados y los colores pastel, eran putas y se comportaban como eso.
—Vuelve a París, «Mary Jeannette» —decía una burlándose de otra—. Por cómo vas vestida seguro que te la mete el mismísimo Napoleón.
—¡Déjame en paz! —dijo la aludida, supuse—. Quiero ver...
—A nadie vas a ver —dijo una tercera—. Ya no se te quiere aquí, vuelve al East End, con tu amiga zarrapastrosa...
—Zorras envidiosas. Vosotras aquí vendiendo vuestro coño apestoso mientras yo tengo un hombre en casa esperándome, ¿sabéis lo que es eso? ¡Un hombre! ¡Y es mío, putas de mierda! No viejos babosos, que son los únicos que se atreven a follaros. He venido a haceros un favor, a dar un poco de clase a esta casa, que no ha vuelto a tenerla desde que me fui. ¡Trae eso pacá!
—¡He! ¡Puta! Eso me lo ha dado la señora para que se lo llevemos a la señorita de ahí... es una persona importante, una amiga de...
—Yo se lo llevo. He sido doncella en las mejores casas, ¿sabes? Las mejores.
—¡Señoraaaa!
A medida que esa ordinaria discusión se acercaba a mí, me fui alejando de la puerta cerrada, hacia la esquina opuesta, refugiándome allí, asustada. La hoja de noble madera se abrió, y entró una muchacha, joven, pelirroja, muy bonita, toda vestida de negro, salvo un impoluto delantal blanco, que deslumbraba. Sin sombrero, luciendo su voluptuoso pelo rojo que la señalaba como hija de su isla, con un descaro que contrastaba con sus exquisitos modales al caminar. La mujer más guapa que había visto en años, cómo la envidié y la adoré al tiempo. Hizo un gesto y otra muchacha, también guapa aunque más común, entró con ella, muy tímida. Acarreaban cuatro o cinco botellas de vino y dos tarros entre ambas del modo casual en que suelen cargar bultos pesados las mujeres acostumbradas al trabajo doméstico.
La chica me sonrió, a mí, una figura de pie envuelta en pieles hasta la cabeza, refugiada en el rincón. Sonrió. Estaba mellada pero tenía una sonrisa suave y sugerente. Hizo una reverencia educada, propia del buen servicio.
—Buenos días, señorita —dijo con un dulce acento irlandés, tan distinto a la voz de verdulera que antes utilizara—. Soy Marie Jeannette, y esta es mi amiga María. —Quién hizo una torpe inclinación. No tenía los modales de la irlandesa—. Esto es para usted.
—Sí —susurré. No quería hablar, mi voz la espantaría—. Déjelos sobre la mesa.
Otra reverencia y se fue hacia allá. Yo iba girando mi cuerpo, procurando no mostrar nada, nada. Al pasar la vi arrugar la nariz, también ella.
—Por Dios, ¡qué mal olor! —Antes de que pudiera reaccionar, y no sé cómo iba a hacerlo, la chica continuó—: Mantienen esta habitación tan cerrada... no la ventilan jamás. Ay... —Dejó el alcohol sobre la mesa indicada—. Esta casa necesita de una buena mano, se lo digo yo, el señor deja las cosas a cargo de estas... Yo trabajaba para el señor Ewigkeit hace tiempo, ¿sabe? Le conozco muy bien, y conozco a la perfección la casa. Estuve con él en Francia, de viaje.
—Ginger... —apremió su tímida amiga, que parecía nerviosa y fuera de lugar, asustada por mi presencia.
—Tranquila, esta es como mi casa, me la conozco de memoria. El señor Ewigkeit confía en mí, siempre sé dónde está y lo que quiere. Es un hombre discreto, que no le gusta mostrarse, y yo sé proporcionar esa discreción muy bien. ¿Permite que abra las ventanas? Airear el cuarto un poco, eso es todo lo que hace falta...
La puerta se abrió de golpe.
—¡Kelly! —Era la
madame
junto a Tumblety y otro par de putas emperifolladas y medio desnudas, que al lado de la encantadora Marie Jeannette parecían como salvajes al lado del príncipe de Gales—. ¿Qué haces aquí?
—He venido... —dijo la muchacha—. Tal vez el señor necesite...
—¡Sal ahora mismo! —Me hizo una reverencia y las dos amigas salieron corriendo por la puerta—. Disculpe —dijo la puta mayor dirigiéndose a mí—. Enseguida...
Salió. Tumblety me hizo otro de sus gestos de calma y suficiencia que tanto odiaba, y quedé de nuevo sola. Paralizada en mi esquina, observando la luz que entraba difuminada a través de la ventana que ella quiso abrir. Esa forma de moverse, ese inclinarse, sonreír, ese trote gracioso al salir, esa femineidad, eso era mi anhelo. Me acerqué a la mesa. Tumblety había satisfecho mis necesidades: dos tarros idóneos y dos botellas de vino. Saqué el riñón y el útero que tenía envueltos en paños húmedos de alcohol. Cada uno fue a parar a un recipiente, y llené ambos con el licor. Me guardé mis tesoros en los bolsillos interiores del abrigo.
Parte de la pared revestida de madera lacada se corrió a un lado, y por ella entró el Demonio.
Su palacio estaba lleno de pasadizos y entradas que solo él conocía. No sé qué esperaba, no sé si pensaba que iba a incinerarme, o que me exigiría pleitesía ante sus pezuñas de chivo. Nada de eso, quedó en pie ante mí, con sus ojos rojos y su boca dentuda en medio de ese cráneo gigantesco, imponiendo su altura, su continuo ronroneo, y sus manos. Esas manos que no paraban de moverse.
—¿A qué vienes a mí ahora? —Su voz, tantas veces escuchada, era como la de un padre y la de un asesino—. ¿Vas a ofenderme aquí, en mi propia casa?
No dije nada. Extendí mis manos, en una un útero y en la otra un riñón, mi abrigo cayó y quedé desnuda, ante mi terrible señor.
—Sabes que no funciona —continuó—. No funcionó antes.
—Por favor.
—Es inútil.
—Entonces acudiré al español. Él sabrá.
—¿Él? —Avanzó iracundo hacia mí, su cabeza de monstruo sobre la mía, su boca espantosa emanando vapores—. Es muy joven, no es nada a mi lado... ¿Pretendes que haga esto por ti y me insultas?
—Lo de aquella noche... en el puerto... fue Tumblety. Él me... junto a él no puedo... —No sabía qué decir. ¿Cómo se parlamenta con el Maligno? ¿Qué argumentos, qué razones pueden aplacar su ira eterna? Tras una bocanada espesa, dio un paso atrás.
—De acuerdo... te volveré a ayudar. A cambio de algo.
Satán siempre negocia, y siempre gana. Es inútil resistirse, y más si la pecadora, yo, está en semejante estado de necesidad.
—¿A cambio de qué?
—De lo que más quieres. ¿Qué es lo que deseas? —Qué pregunta. ¿Qué es lo que más desean todos?
—Vivir.
—Eso ya lo tienes, por siempre.
—No, así no. —Me mostré una vez más, desnuda, como él me había traído a este mundo desde el otro—. Me prometiste una vida nueva, no esta.
—¿Y crees que la tendrás con eso? ¿Por qué quieres vivir? ¿Por quién? —No podía pronuncia su nombre, ni siquiera pensar en él. El amor, que a tantos otros empuja a la vida y a la bondad, a mí me sumía en el dolor. No podía pensar con claridad—. Yo te daré lo que necesitas. Ven.
Me indicó a quién matar. Era tan sencillo. Ese era mi error, elegir mis blancos aconsejada de un ser como Tumblety no podía dar fruto alguno, más que el de engordar sus apetitos malsanos. Él dijo a quién y dónde. Y entonces me llevó a descansar. Por fin descansar.
Ya anochecido, el Demonio vino otra vez a mí. Abrí los ojos, volví a la vida en una habitación carente de los lujos fatuos de una mancebía, más parecía un taller. Allí estaban sus ojos rojos, junto a los no menos aterradores de Francis Tumblety.
—Ahora eres Jack, como yo —dijo riendo el Demonio. Me levanté. Mi riñón y mi útero estaban en su sitio. Él cumplía su palabra, ahora era mi turno. Tenía que matar. Ella iba a Whitehall. Whitehall. Por fin podría abandonar esos barrios hediondos, moverme por los lugares a los que por nacimiento pertenecía. Tras la primera alegría recapacité, ¿sería seguro?
—¿No lo ha sido el resto de veces que has cazado fuera de tu territorio? —¡No era mí territorio! ¡Tumblety me llevó allí, se empeñó en que era más fácil! Sosegando mi ira tuve que reconocer que tenía razón. Las veces que había paseado cerca del río, había sido más fácil. Nadie relacionaba eso conmigo—. La policía te busca allí, algo positivo sacamos de tus carnicerías.
—¡Carnicerías! ¡Monstruo! ¡Tú me obligas a...! —Agitó las fustas que tenía por dedos, y aunque sus ojos siempre permanecían iguales, creí ver más fuego en ellos.
—El mal está en nosotros, en ti y en mí. No eches tus culpas sobre espaldas ajenas, mi querida amiga. Ahora irás allí y el causante de nuestras desdichas pagará por tantos años de dolor. La infeliz niña va a hablar con importantes personalidades del gobierno, quiere respuestas a sus cuitas, Ja, ja! —Su falsa risa, graznido de urraca de cementerio, disolvía los pocos arrestos que pudiera tener para oponerme a él—. Va a encontrar la paz en tus manos. No temas por las miradas... hay un solar allí, donde construirán su nueva casa para su policía. Esta noche... sola. Nunca debí dejarme convencer por ciertos individuos. Por desgracia en mi situación uno debe rodearse de la hez del mundo.
—
Herr
Ewigkeit —dijo, musitó en realidad, Tumblety, dándose por aludido—, mi intención siempre ha sido...
—¡Cállese! —Volvió su atención a mí—. Vaya, él le llevara en silencio. —Señaló a un hombre que entraba por la puerta, de sonrisa cínica y hongo calado aún estando bajo techo—. La muerte hoy paseará por Londres en calesa. Tráeme su cabeza.
—¿Quién... quién es ella?
—La causante de todos tus males, pobre niña. Qué injusta es la vida con los bondadosos. Para el consuelo de tu alma te diré que, ahora mismo, su muerte le aprovechará más a ella que a ti. Basta de charla, ve y mátala, y hazte con sus órganos, con su rostro. Eso es lo que querrás, su cara. Si no he de tener mi vida, tendré la más cruel venganza. Cuarenta años he esperado...
Me fui, esta vez no con Tumblety de compañero, sino con aquel sujeto del sombrero, no menos desagradable que el doctor. Me llevó en coche, de noche, recorriendo la ciudad hacia mi cita, como una gran dama, y allí me dejó.
—Espere en el solar —dijo—. Voy por la mujer.
Me encaramé a los altos y hermosos edificios oficiales, esperando sin ser vista, como una araña. Eso era, Mamá Araña, y mi tela era todo Londres, toda mi ciudad dispuesta a darme miembros y vísceras.
La condujo hasta mí, al solar en ruinas, los sótanos sobre los que se levantaría el nuevo Scotland Yard. Descendí hacia ella, al suelo. La luna casi nueva daba su beneplácito a la oscuridad. Debía hacer mucho frío, por cómo iba abrigada, envuelta de pies a cabeza en un abrigo blanco brillante. Bien, eso justificaba más mi embozo. El sujeto del bombín aparatoso me señaló. Ella solo podía ver un bulto en la oscuridad. Se acercó despacio, vacilante, temiendo tropezar en el terreno. Niña valiente, ¿cómo la habrían convencido para acercarse a su muerte con tanta sumisión? No era una puta, se veía en su porte, en su altura. Caminaba temerosa, con dignidad, como poseída por una curiosidad cauta, curiosidad que la iba a vaciar por dentro.
Hola. ¿Eres tú? —dijo. Miró a su espalda. El hombre que la trajera ya salía del solar y se mezclaba con el Londres más hermoso—. Me han dicho... ¿cómo te llamas?
—Eleanor.