Los horrores del escalpelo (46 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

—¿No cree, Torres, que debiéramos repetir el juego? Usted no toco pieza... —Lo creyera así o no, él volvía a su país al día siguiente, con lo que era inútil decantarse por esa posibilidad. Cynthia se mostraba deseosa de que «sus caballeros», como empezó a llamarlos, continuaran con la aventura.

—No sea así,
don
Leonardo, ¿va a marcharse dejando este misterio entre nosotros? Seguro que estos oficiales precisan de su inquisitiva mirada para desenmascarar al doctor Tumblety.

—Me halaga en exceso, señorita William. Estos señores se bastan y se sobran para tal empresa. Es cierto que me gustaría acompañarles, lástima que deba volver ya a mí país.

—Demore un día o dos su partida. ¿O es que acaso le espera alguien allí? ¿Tal vez una joven? —rió divertida.

—Ninguna que pudiera apartarme de su presencia, se lo aseguro.

—No trate de engañarme —le dijo en voz más baja, y en sus ojos, la pizpireta mirada de joven desenfadada se tornó en otra, que mostraba una agudeza insólita en las de su género—. Noto en usted que la belleza no es algo que le nuble el intelecto, ni le tuerza en su deber.

Puede que en general así fuera, tal y como dijo la señorita William, pero la suya era una belleza muy especial, inusual en las féminas británicas, que tienden a la insipidez. Después Torres y De Blaise dejaron que los enamorados se adelantaran discretamente, para permitir las soledades que el amor siempre busca. Ellos quedaron algo atrás, conversando, disciplina esta del diálogo que era difícil de llevar por interlocutores como eran ambos, el español, hombre dado a escuchar más que hablar, y el inglés, un torrente verborreico incontenible. Durante su conversación surgió, no recordaba Torres cómo, el grosero comportamiento del primogénito de lord Dembow, a lo que De Blaise repuso:

—Oh, William Perceval Abbercromby, el sujeto más desagradable del Imperio. Un compendio de celos y envidias fermentados por el tiempo. No es mala persona, y le aseguro que no le tiene a usted por enemigo, ni mucho menos. Su oscuro carácter ensombrece todo su comportamiento. Un hombre brillante para la ciencia, y un desastre en lo social. —Dicho lo cual, pasó a explicarle los motivos de esos comentarios. En pocas palabras me resumió Torres lo que fue una entusiasta y pormenorizada charla por parte del teniente.

Percy Abbercromby amaba a Cynthia, como era de esperar, pues convivir tanto tiempo con aquella criatura iluminaba seguro las almas más sombrías. Cynthia había llegado a la casa Dembow cuando Percy apenas cumplía los nueve años. Era hija, como ya he mencionado, del capitán William, un gran amigo de lord Dembow.

—He visto una fotografía del Capitán —apuntó Torres.

—La que hay en la biblioteca. Esa antigualla es la única imagen que conserva Cynthia de su padre, y entonces el Capitán solo tenía trece o catorce años.

Ambos, Dembow y el Capitán, recorrieron juntos América, en busca de aventuras, pues aunque el joven lord podía vivir con holgura en casa de su padre, tenía un carácter emprendedor muy distinto a este. Allá por mil ochocientos cincuenta, iniciaron un peregrinaje hacia el nuevo continente, buscando abrir miras, como Torres con su viaje europeo. Con treinta años convenció a su viejo padre que esta era una ocasión para encontrar nuevas oportunidades comerciales para los negocios familiares en aquel país, pues el lord, como su hijo después, tenía amplios intereses empresariales, muy superiores a las que las necesidades de su alta posición pudieran exigirle.

Se embarcó por tanto en este empeño con su viejo amigo el Capitán, hombre de extracción humilde cuya amistad mutua había nacido tiempo atrás gracias a una rocambolesca aventura infantil que no viene al caso relatar. Dejó aquí a su mujer, que ya estaba acostumbrada al desapego de su esposo y a su hijo primogénito, por el que sentía casi menor interés que por su cónyuge. Se desposó por obediencia con quien el viejo lord le indicó y nunca le llamó la paternidad. Una vez cumplidas la obligación propia de conseguir continuidad dinástica para su linaje, se desocupó en todo cuanto pudo de su familia directa.

Este no fue el primer viaje de estos camaradas de aventuras, pero sin duda sí el más largo. Se demoró hasta por cuatro años, pese a las continuas demandas de su padre, que viéndose cada vez más enfermo, lo apremiaba para que volviera a casa y tomara las riendas de su heredad. Ese periplo por el Nuevo Mundo, cuajado de riesgos y hechos singulares de la más diversa índole, daría para tres narraciones como esta, a tener en cuenta por lo que me contó Torres; yo no me extenderé. Para nuestro relato solo interesa que allí en América encontró esposa el capitán William, y también encontró la muerte en un trágico incendio naval. Resultó que el buen capitán tuvo una hija póstuma de su enlace, y que su esposa murió durante el parto. Se encontró lord Dembow entonces en tierra extraña, con su amigo recién muerto y la hija neonata de este a su cargo; no cabía otro proceder que volver a casa, a tiempo de despedirse por última vez de su padre.

Acogió a la niña como una más de la familia y la entregó a su esposa para su cuidado y educación. Ella, incapaz de engendrar tras el complicado alumbramiento de Percy, y quién sabe si a causa de la poca atención recibida por su esposo, se dedicó en cuerpo y alma al bienestar de la chiquilla, e inculcó en su querido hijo el deseo de cuidar hasta el desvelo a Cynthia. Con nueve años, enmadrado como estaba, y sorprendido por la aparición de esa pequeña muñequita americana, Perceval se convirtió en el protector personal de la joven. De este modo creció la niña, inundando de luz la morada de estos rancios nobles ingleses, bajo la atenta y cuidadosa mirada de su «primo» y el cariño de su tía.

No es de extrañar que en las condiciones de aislamiento y severidad en que se crió Percy desde un principio, naciera un fuerte sentimiento por la única fémina con la que se relacionaba, que en este caso además se convirtió a la llegada de su primavera en una criatura plena de belleza y encantos.

Sin embargo, nada más lejos de las intenciones de lord Dembow que permitir unos esponsales entre su unigénito y la descendiente de un loco aventurero, por demás que este fuera muy querido y añorado. Tenía otros planes para Percy.

—No me malinterprete, Torres —comentaba De Blaise mientras cabalgaban a paso suave por el parque, viendo a distancia a la pareja que los precedía, observando cómo Cynthia iniciaba jugueteos amorosos con su prometido, no del todo Cándidos para que resultaran atractivos pero sin abandonar la discreción debida. Esfuerzo encantador que no era recibido como debiera por su soso enamorado—. Lord Dembow adora a su «querida niña», y ha sido fuente continua de alegrías y satisfacciones, más aún desde que enfermara. Pero las antiguas familias británicas tienen antiguas costumbres enquistadas, difíciles de extirpar.

—Las familias antiguas de cualquier lado, teniente.

El proyecto de enlazar a Percy con alguien más acorde a su posición no fue en nada dramático para Cynthia, que no sabía de los sentimientos de su primo y que desde luego no compartía, viéndolo siempre como un huraño y bondadoso hermano mayor. Si Percy manifestó alguna intención con respecto a ella a su padre, De Blaise no lo sabía, aunque sospechaba que sí. Desde luego nunca hizo acercamiento alguno hacia la muchacha.

La consecuencia de todo esto era que cuando lord Dembow encontró el pretendiente ideal para su pupila en Hamilton-Smythe, un joven perteneciente a una familia de rancia tradición militar, con suficiente posición para no ser un cazadotes, de carácter serio y enemigo de cualquier veleidad que pusiera el nombre de la casa en boca de unos y otros, instó a su hija adoptiva a que hiciera oídos a los requiebros de este. Ella obedeció, y no solo sus oídos fueron sensibles a las palabras del joven, su corazón acabó en pocos meses rendido por la hidalguía del teniente.

—Circunstancia que, aunque feliz, no puede sorprenderme más —bromeaba en parte De Blaise—. No he visto en toda la tierra caracteres más dispares. El asunto, amigo Torres, es que Harry no es alguien al que Percy tenga en mucha estima, como no lo ha sido ninguno de los pretendientes de Cynthia, yo incluido; más él, que ha sido el único correspondido. Así que cualquier afrenta que le haga a usted, tómela como lo que es: le considera amigo de Harry y por tanto enemigo suyo. Repito que en todo lo demás es un caballero intachable, y no debe temer más que a su mal carácter y a sus detestables modales.

Terminado el paseo, el grupo se dividió. Torres tenía intención de pasar el día en Cambridge, visitando a ciertos profesores de allí para los que disponía de cartas de presentación. Así lo hizo saber, asegurando que no faltaría a la invitación a cenar que de inmediato le hizo Cynthia. La ciudad no está lejos de Londres, y se puede ir y volver en tren en el mismo día. Hamilton-Smythe, viendo la necesidad de intérprete y guía, y no solo conociendo bien la localidad sino que teniendo amistades entre el personal docente, se ofreció a acompañarlo. La señorita William pareció desolada, viéndose apartada de su amado durante toda esa tarde de sábado. Su mirada bastó para que De Blaise se ofreciera a ocupar el lugar de cicerone por su amigo en el acto. Hamilton-Smythe fue inflexible: iría él y no se hable más.

Así dejaron a De Blaise y a Cynthia y fueron hacia la universidad de Cambridge. La visita allí no tiene mayor importancia, a menos que tengan la curiosidad científica de Torres. El teniente Hamilton resultó ser un compañero de viaje excelente. Más versado en ciencias de lo que cabría esperar, como ya habíamos comprobado la noche anterior, fue un conversador ameno y cordial, y amable más allá de la cortesía.

De vuelta a Londres, ambos se separaron hasta la noche. Torres fue a la embajada, a dedicarse a los últimos preparativos para su marcha del día siguiente, y allí recibió otra muestra de las desagradables maneras de Percy Abbercromby. Un mensajero trajo una nota de Hamilton-Smythe, en el que indicaba que el teniente había recibido recado del señor Abbercromby, informándole, de no muy buenos modos, que el señor Torres había dejado unas prendas y ciertos objetos personales en su casa y que como no sabía qué hacer con ellos los enviaba a casa de Hamilton-Smythe. A la vez recordaba que el citado caballero estaba en posesión de botas y ropa de monta propiedad del lord, y que esperaba que le fueran devueltos antes de que el señor saliera del país.

Hasta el momento Torres apenas había reparado que aún llevaba la ropa que le prestaran para su paseo hípico, no era muy atento en las cuestiones de moda, en eso siempre coincidimos. Con el fin de atemperar la descortesía de su futuro cuñado, Hamilton-Smythe, conocedor del incidente, invitó a mi amigo a que, antes de acudir a la cena en casa de lord Dembow, pasara por su casa que no distaba demasiado de Forlornhope, dejando allí las botas del conflicto sin tener que cargar con ellas hasta la cena. Así podría devolver lo prestado, acabar con ese enojoso asunto que tanto preocupaban a Percy, recuperar sus cosas, e incluso si así lo quería pasar la noche allí, para evitar lo incómodo de soportar una vez más la forzada hospitalidad del joven lord. Luego el propio teniente se comprometía a acompañarle a la mañana hasta la estación Victoria, y despedirlo allí. Torres aceptó y así se plantó, ya vestido para la cena y con su equipaje en mano, en casa de Hamilton-Smythe cerca de las siete de la tarde.

A punto de llamar a la puerta, un joven lo abordó.

—Disculpe, ¿puede decirme qué hora es?

—Cómo no. Las siete y diez de la tarde.

—Vaya, es usted extranjero.

—Español.

—¿Un buen amigo del teniente Hamilton? —Esa pregunta lo sorprendió, e irritó en cierta medida por el tono. Se fijó más en el individuo, que tenía un aspecto anodino, como muchos otros que paseaban por esa calle. Nada en él era llamativo, salvo por esa sonrisa sardónica que exhibía ahora.

—Sí... bueno... le he conocido muy recientemente.

—¿Sí? Como veo que visita su casa... claro, el teniente es un hombre muy especial, y tiene muchos amigos.

—Oiga usted —Torres estaba ya incómodo, y se sentía algo violento—, no sé a qué viene esto. Empieza a resultarme algo molesto.

—¿Y por qué le molestan mis preguntas? ¿Hay algo...?

—¿Quién es usted? —Hamilton-Smythe irrumpió en la conversación con violencia, tomando del brazo al impertinente sujeto. Este se zafó de un tirón y echó mano al bolsillo de su chaqueta. Torres me aseguró que, aunque la mano quedó allí encerrada, no dudaba de haber visto, o intuido, un arma—. ¿Quiere que llame a la policía?

—No será necesario. —El tipo sonrió amenazante—. Tan solo pretendo charlar con su nuevo amigo. Estoy seguro que tiene un gran concepto de usted y me interesaba compartir la admiración que a ambos nos produce su persona.

—Márchese de aquí si no quiere... —Dio un paso adelante para enfatizar más su amenaza, y pareció dar resultado.

El individuo se fue, no sin antes sentenciar:

—Me voy. ¡Cuánta agresividad para alguien como usted, teniente!

Se marchó. Hamilton-Smythe se disculpó por tan desagradable recibimiento y luego ambos entraron en su casa, por lo visto había tenido que salir un minuto por algún asunto, y a la vuelta vio a Torres importunado por ese sujeto. Al parecer, no era la primera vez.

Era estúpido ignorar el percance, así que Torres preguntó sin rubor alguno qué había sido aquel extraño encuentro. Desde hacía algún tiempo, aseguró el teniente, aquel y otros individuos de semejantes trazas lo seguían a donde fuera, lo esperaban en su casa; lo hostigaban de un modo intolerable. A eso se habían limitado por algunos meses. El otro día, una semana atrás, habían acosado a un grupo de amigos invitados a su domicilio, y hacía dos días se produjo un altercado cuando molestaron al teniente De Blaise.

—Y eso es del todo inaceptable —dijo muy furioso.

—¿Qué buscan?

—Lo ignoro, aunque tengo ciertas sospechas, que no puedo manifestar en alto sin pruebas.

—¿Ha hablado con la policía?

—Se limitan a observarme y a importunar a quienes me acompañan, no creo que sea un asunto policial. Ya les hemos dado algún escarmiento camaradas míos y yo. Supongo que será un viejo enemigo demasiado cobarde como para dar la cara. He conseguido la atención de alguno que otro a lo largo de mi vida. Lo único que lamento, y que empieza a enfurecerme de verdad, es que este ataque indigno moleste a mis amigos, como usted.

Y eso fue todo. Como se acordó, fueron juntos a casa de los Dembow y la cena fue excelente. Percy Abbercromby se comportó inusitadamente bien, amable, cordial e incluso resultó un ameno tertuliano, para sorpresa de todos.

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