Quedó unos instantes ojeando lo que él mismo había escrito y dibujado, enfrascado en sus pensamientos. Yo hice otro tanto con los míos. ¿Cómo podía tener mayor importancia ese muñeco de feria que... que todo? Estaban los asesinatos, Tumblety, mi endeble futuro. No podía dejar de agradecer su acogida, pero mi mundo, tan lejos de todo esto, me reclamaba.
—No t... tiene sentido. —Torres me miró inquisitivo y yo continué—: Ss... si es verdad que esos f... farthings son p... parte del aut... de un aut... del Ajedrecista, ¿Por qué iba a llevarlo T... Tumblety cons... llevarlo para mat... para mat...?
—Cierto... —Sin abandonar su expresión pensativa, se sentó en la cama, apartando documentos y piezas.
—Esa m... m... moneda no prueb... prueba que Tumblety estuviera allí. Tamp... tampoco que sea... que... —Maldije mi lengua y mi cerebro partido—. ¿Tumblety fab... fabricando otro aut... autómata?
—Le entiendo. —Sonreía ahora con pesar —. De Tumblety sabemos que estuvo en posesión de un autómata, no que pudiera construirlo. Esa es una tarea que no creo poder hacer yo, y tengo algunos conocimientos técnicos más que el doctor indio. Y como usted dice, de hacerlo, ¿por qué llevar piezas al lugar donde va a cometer un asesinato espantoso? Tal vez un descuido... no debemos descartar el factor humano. Me he dejado llevar, don Raimundo, no podemos llegar a otra conclusión. Me empeño en que todo esto, mis dos extraños viajes a Londres, tengan relación.
—Es culpa mía. —Me di media vuelta, sin estar seguro de a dónde iba. Dejaba atrás a Torres, viendo ante sus ojos cómo sus deducciones, los indicios que creía tener se reducían a humo al mostrarlos.
—Sin embargo —dijo Torres a mi espalda—, las pesquisas de la policía tras Tumblety... eso sí tiene sentido... puede que...
Me encogí de hombros y salí. No estaba seguro, ¿a ustedes les parece que Francis Tumblety, a la luz de lo que sabemos de él, podía ser el asesino de Whitechapel? Intuiciones, eso es todo lo que teníamos, además de una mezcla de enfado y frustración, emociones que sentía aunque no supiera identificar ni definirlas. Había perdido horas de mi tiempo escuchando esa perorata sin sentido. No veía entonces, como veo ahora, que la aparición de Tumblety en casa de lord Dembow tras el desastroso incendio, la presencia de esa documentación sobre el autómata en el despacho del propio lord, la famosa apuesta... tanta vuelta y revuelta de esa marioneta en torno a nosotros era lo que no dejaba descansar al ingenio vivo de mi amigo español. La única relación de todo esto con los asesinatos eran esas monedas pulidas, y mi deseo de venganza por lo que el Monstruo hizo a Bunny Bob. Para mí, en mi situación y con mis miedos, ya no era bastante.
Llegamos en mi narración a un momento importante, esencial, diría yo, a riesgo de que me tilden de exagerado, puesto que mi salida de casa de la señora Arias, dejando allí a un ilusionado ingeniero español, con todas sus extravagantes teorías bailando sobre el filo de la duda, fue la última vez en mi vida que hablé con Torres.
Han oído bien.
A partir de entonces, y muy a mi pesar como comprenderán en cuanto oigan lo que queda de relato, nuestros pasos no se cruzaron, más que en dos fugaces ocasiones, y en ninguna de ellas nos dirigimos palabra alguna. Aunque nuestros caminos fueron paralelos y acabaron llevándonos a los mismos lugares de dolor, no volví a estar con mi amigo por el resto de mi existencia.
Supongo que no considerarán digno de lamentar el que una amistad que duraba cinco días escasos tuviera un final así de abrupto. Ustedes, con seguridad, atesoran afectos antiguos y cercanos, mientras que yo tendría que remontarme a mis tiempos de salvaje en los pantanos para recordar otro amigo, y desde luego, no hay punto de comparación entre Drummon y Torres, en ningún aspecto. Si de mis ojos de anciano pudiera brotar la más mínima humedad, les aseguro que me verían llorar, no me avergüenza decirlo. No quiero ponerme lacrimógeno, solo trato de enfatizar un poco más este simple «hasta pronto» que se transformó en el peor de los adioses.
Lo cierto es que no me despedí a la francesa por la intervención de la pequeña Juliette. Me topé con ella a la salida, deambulando sola en la calle. No tenía amigas de su edad, prefería la compañía de mayores, y cuando no podía estar con ellos, andaba pensando en sus cosas, sumergida en su propio mundo. Me vio, y vio una oportunidad de seguir con nuestras aventuras.
—Señor Aguirre, ¿adónde va? ¿Puedo ayudarle?
Yo a mi vez vi otra de irme como era debido.
—Ssss... sí. ¿P... p... puedes dec... decirle algo a... al señor Torres?
—Claro, pero acaba de salir de estar con él... —No podía entretenerme en explicaciones.
—Dile... ad... adiós. Dile que le des... dessseo lo mejor.
—¿Se va? —Si de habitual sus ojos eran grandes, ahora el resto de su cara desapareció—. ¿Por qué?
¿Cómo explicárselo? Me limité a musitar un: «ya es hora de marchar», y me fui calle abajo, para siempre. ¿Qué me alejó de la benéfica compañía del español? Asuntos más graves para mí y mi propio cuero. Mi último contacto con la realidad, si lo recuerdan, fue en un sótano infecto, no lejos de Buck's Row, donde fui torturado y casi asesinado. Si mis huesos no acabaron avivando las cenizas de uno de los numerosos incendios de Londres, fue por la extraña intromisión de mi propio secuestrador, el Bruto O'Malley, sabe Dios a santo de qué tuvo esa bondad conmigo. ¿Recuerdan las últimas palabras que me susurró al oído? No se apuren, para eso estoy yo. Dijo:
—Márchate. Procura que nadie te vea, nadie. Mañana a la noche nos encontraremos en el cementerio de Gibraltar Row, y espero que entonces me agradezcas lo que acabo de hacer por ti. Y cuida esa lengua que aún conservas.
¿Había yo cumplido alguna de sus exigencias? En absoluto. No había acudido a la cita, por supuesto. Es cierto que no había dicho nada a casi nadie de mi encuentro, pero me había dejado ver. La policía, a quien me entregué a la desesperada, Torres, la señora Arias, su hija... yo qué sé cuántas personas habían dado conmigo. No soy muy listo, y no me hizo falta para entender que el Bruto me quería muerto a los ojos de Londres. Por qué no acabó conmigo de verdad, todavía era un misterio. Frustrada mi estúpida idea de ser tomado por un asesino despiadado y encerrado de por vida, solo me quedaba un camino: salir de la ciudad.
Sigamos por su bien el orden necesario en esta historia, y por prelación de los protagonistas, es propio que cuente primero lo que ataña a Torres más que a mí...
¿Pensaban que aquí terminaba la participación del español en nuestra historia? En absoluto, que no estuviera yo con él no significa que sus movimientos no fueran de relevancia, ni que yo no pueda contárselos... Permítanme continuar. ¿Por qué no se fue el español a su casa, a su tierra y con su familia, por las que sentía auténtica devoción? Esa es la pregunta que debieran estar haciéndose, pues si no recuerdan mal, Torres fue a Londres a buscar el Ajedrecista, que ya tenía y por mucho menos de lo que yo pedía en mi carta. Lo único que le impedía volver a su hogar era la palabra dada a los detectives del CID, pero pasados los días y fallidas las pesquisas en pos de Francis Tumblety (y no desvelo nada que no supieran de esta historia), nadie podía censurar que dejara la ciudad tras dos o tres días de permanencia. No lo hizo así, y si quieren mi parecer fue debido más a un pálpito que a otra cosa, a un convencimiento irracional de que su presencia en esa ciudad era esencial para detener el horror.
No crean por otro lado que empeñó esos días en hacer de detective de opereta, callejeando por ahí, tras el desdibujado rastro de Tumblety, en una ciudad que no conocía y cuyos peligros ya había constatado; no era un estúpido. Dejó trabajar a la policía, se mantuvo a su disposición por si requerían de su ayuda y dedicó su tiempo a la tarea que le había absorbido en los últimos días: reconstruir el Ajedrecista de von Kempelen. Y así parece que ese empeño le abstrajo del resto del mundo, pues no echó de menos mi presencia. No se lo reprocho, entiendo el porqué. Cuando Juliette le trasmitiera mi despedida, seguro que debió pensar que algún asunto desagradable, propio de mi forma de vida, me retenía, o con más seguridad, que le había tomado por un loco o un lunático, y que no encontrando porvenir ya en su compañía, había buscado costas más provechosas. Seguro que no me lo censuró.
Durante los tres días siguientes, Torres dedicó todos sus esfuerzos a la ciencia; ninguna otra actividad podía apartarlo del mundo. Apenas salió y solo interrumpió su actividad para atender la correspondencia que mantenía con su familia en España, ocupándose de que supieran de su bienestar y de que el motivo de su permanencia en las Islas era a causa de un «pequeño asunto de carácter científico», que pronto resolvería.
Así, mientras dibujaba planos y resolvía ecuaciones, mientras limaba y ajustaba piezas y ruedas de relojero, la vida en Londres proseguía. Se inició la vista de la muerte de Annie Chapman, que acabaría terminando con el mismo veredicto que la de Polly Nichols, la de Martha Tabram y la de todas las víctimas: «asesinato premeditado cometido por una o varias personas desconocidas». Hubo broncas en la calle, detenciones, interrogatorios, la prensa siguió aireando noticias y bulos y siendo foco del germen de la ira y la frustración entre la ciudadanía; mientras el asesino seguía libre y lejos de ser atrapado.
El viernes catorce enterraron a Annie Chapman, esta vez no acudí, mi interés ahora estaba lejos de los asesinatos... he dicho que era de Torres de quién debía hablar ahora, disculpen las divagaciones de este anciano. Bien, pues horas después de que la pobre Chapman yaciera bajo tierra, llegó una invitación de los Abbercromby para mi amigo. La familia, la feliz pareja y lord Dembow, se encontraban ya en Forlornhope, según decía la nota, y en cuanto supieron de la visita de Torres, se apuraron a convidarlo a un almuerzo el día siguiente, sábado.
La invitación, por cierto, la subió a su cuarto la pequeña Juliette. La chica seguía siendo el enlace de Torres con el exterior, si bien es cierto que el interés de la niña por el «inquilino misterioso» de su madre («los inquilinos», si me incluyo), había menguado mucho desde que no se dedicaba a dar disparatados paseos por el East End ni a otro tipo de aventuras. Torres había aclarado a Juliette que no éramos, ni él ni yo, detectives tratando de atrapar al asesino ni nada por el estilo, y ella, primero desconfiada y luego resignándose, decidió abandonar sus insistencias; qué remedio. Claro que la cordialidad y el buen trato de Torres habían cuajado en la chiquilla, y así se apresuraba a cumplir cualquier recado para él que su madre solo sugiriera, así como en conseguir los peculiares objetos que siempre necesitaba. De ella obtuvo un tablero de ajedrez, piezas para el juego, herramientas de relojero, papel, pluma, reglas, y un sinfín de cosas de difícil definición, que eran interpretadas por la niña a partir de las difusas explicaciones de Torres, haciendo un alarde de intelecto poco habitual para su edad.
—Necesito un listón alargado, de madera, así de tamaño... necesito cable... necesito una regla calibrada en centímetros... necesito... —Por supuesto que Torres podría haber sido mucho más preciso, pero los números y las medidas no era algo con lo que Juliette se encontrara muy cómoda.
Estaba hablando de la invitación del señor Abbercromby, que sin dudar un instante acepto Torres. Acudió el sábado, e imagino que fue un almuerzo agradable y en cierta manera esclarecedor respecto a los misterios que parecía encerrar esa familia.
Era una recepción de etiqueta, un saludo de los Abbercromby a Londres tras su larga ausencia por asuntos tan dichosos. Como es natural, estaba presente toda la familia, incluidos algún pariente lejano, además de ciertos amigos que le fueron presentados, entre los que se encontraba lo más granado de la sociedad inglesa. De esos amigos, los que más próximos parecían al lord eran un tal sir Francis Tuttledore, hombre de la edad de lord Dembow aunque gozando de mucha mejor saludo, que trataba con enorme familiaridad a toda la familia, en especial a Cynthia, el jovial doctor Greenwood, que venía acompañado de un joven, otro médico, de aspecto tan anodino como el de Percy Abbercromby, y su secretario personal, hombre en extremo pequeño y macizo, como el cachorro de un tigre, calvo por completo y con una espesa barba negra que le tapaba la pechera, quien pese a su puesto dentro del servicio de la casa, parecía gozar de la confianza de Dembow más que su propia familia.
De las personalidades presentes cabía mencionar al propio premier, lord Salisbury, invitado junto con otros miembros de su gabinete como Henry Matthews, así como personalidades del Foreing Office, industriales, y muchos de los caballeros encopetados que rondaban la corte de Victoria. Entre todos se hacía notar el que más el excéntrico don Ángel Ribadavia, el diplomático gallego amigo de Torres, que con efusión lo saludó e insistió en acaparar la compañía del español todo el tiempo posible. Del joven emprendedor y ansioso por agradar que conociera diez años atrás quedaba poco. Ahora era un caballero distinguido y mundano, con cierta fama de crápula entre la sociedad londinense, que sin duda él mismo procuraba fomentar más allá de los hechos reales. Soltero siendo ya cercano a la cincuentena y poseedor de esa apostura de bribón que encandilaba a las jovencitas y atemorizaba a sus madres, con sus bigotes encerados y su espesa melena gris, se había convertido en un elemento muy deseado en cualquier reunión, tanto por lo interesante de su conversación como por lo estrafalario de su persona. Y no era menos valorado en el desempeño de sus tareas. Ese aire de donjuán trasnochado hacía que sus oponentes negociadores se confiaran; un grave error siempre el fiarse en las apariencias y sobre todo, el mezclar la vida privada con la profesional, y juzgar una por la otra.
—Ay, don Leonardo —decía con fingido malestar—, no se hace idea de cuánto echo de menos nuestra tierra, y cuánto me la recuerda hablar con usted.
Lleva mucho tiempo aquí, es cierto. ¿Por qué...?
—Contaba con el apoyo, diría incluso con el tutelaje, de unos de los hombres más insignes que ha dado nuestro país: el marqués de Casa Laiglesia. Mientras fue embajador ascendí bajo sus auspicios con rapidez, y llegué hasta Jefe de la Cancillería. Los gobiernos cambian, y los embajadores, pero un buen funcionario es siempre útil. Con el nuevo titular del cargo, nuevo... de hace dos años, no me ha ido tan bien.