—Si me permite un comentario, señor —decía el sargento mayor Bowels—, no es bueno. Hablo del teniente. Lo he visto muchas veces. Hombres que buscan la muerte, desde que desayunan hasta que cae la noche, y aún sin luz continúan. No es bueno, señor. Alguien así arrastra a los que lo acompañan.
De Blaise ignoró esos comentarios; no solo eso, los hizo acallar. No podía obrar de otro modo, era su amigo, y aún si no fuera así, se veían embarcados en ese viaje con él y nada había que hacer excepto terminar la misión y volver a casa.
Al tercer día tras salir de Haka llovió, una lluvia llorosa y continua, y al final de esa misma jornada sufrieron un ataque. El capitán Sturdy mostraba ya la indolencia que le caracterizaba, pidiendo acampar cuando aún había luz, no por la humedad a la que parecía impermeable, sino por pura desidia. Se inició una airada discusión entre él y Hamilton-Smythe, en la que sin duda este último llevaba razón, pero la antipatía granjeada en la compañía puso a esta de parte del ingeniero. De Blaise ordenó silencio y trató de mediar, y las voces volvían a alzarse al instante. Todo el camino era colina arriba, por una cañada o alguna clase de sendero de ganado, y por él aparecieron dos nativos, dos birmanos con sus ropas habituales, descalzos, con las piernas desnudas por completo, tocados con un pañuelo y envueltos en un manto ligero y colorista bajo el que se protegían de la lluvia; como vestiría un vulgar campesino, o un dacoit. Se cruzaron con la compañía que avanzaba irregular y enfadada, discutiendo y rezongando a cada paso, y se echaron a un lado. Pasaron desapercibidos para todos, ocupados en lamentarse de la fea caminata bajo la lluvia, de los groseros improperios de Sturdy y de las agotadoras filípicas de Hamilton. Para todos menos para los ojos de veterano de Bowels, que algo notó. Cerraba la fila el sargento, y nada más superar a los pacientes campesinos, dio media vuelta, sacó su revólver y disparó en la cabeza a uno de ellos, al tiempo que gritaba:
—¡Emboscada!
El compañero del caído sacó de debajo de su camisa un largo machete, la típica espada
dah
birmana, una hoja ancha y no demasiado larga que partía con igual alegría carne que huesos, y al tiempo, de entre la lluvia, saltó un grupo de desarrapados furiosos, armas en mano. La compañía reaccionó con velocidad y fiereza, admirable esfuerzo dada su baja moral. Los asaltantes estaban muy cerca y en posición demasiado ventajosa como para organizar una descarga de fusilería, pero las viejas y seguras carabinas Martini-Henry con las que estaban equipados cumplieron su función. Tras los disparos que derribaron a cuatro o cinco dacoits, las bayonetas fueron las que hablaron. De Blaise sacó su revólver y dio buena cuenta de alguno. Por su parte, Hamilton-Smythe cargó con el sable de caballería que gustaba llevar en mano.
—¡Harry! ¡Vuelve aquí! —gritó el mayor, sin que el teniente obedeciera o siquiera diera señales de escucharlo. Agitaba su hoja como un demonio, tajando bandidos, perdiéndose tras el telón de lluvia, abandonando el improvisado cuadro defensivo que había formado la compañía.
Pese a la sorpresa, el desconcierto y la baja moral, los birmanos no fueron enemigo apreciable. Yo, que algo de guerras sé, calificaría su ataque de alocado, más llevados por la pasión que por una estrategia bien montada, que ni siquiera superaban en más de cinco el número de soldados británicos. Así, los asaltantes que aún estaban en pie se dieron a la fuga en una retirada desordenada, y tras ellos corría Hamilton, con la hoja de su espada empapada de sangre y lluvia.
—¡Harry! —De Blaise no veía nada. Intuía la furia del ataque de su amigo por los aullidos salvajes que daba—. ¡Bowels! ¡Coja a dos hombres y vaya a apoyar al teniente! ¡Les quiero a los cuatro aquí de inmediato! —Hubiera ido él mismo en pos de su amigo, pero sus obligaciones como oficial lo retenían, debía reorganizar la compañía. Tan solo tenían dos heridos, el soldado Brennan, con un feo corte en la oreja y el hombro y Davis, con un golpe en la cabeza. Pronto fueron atendidos allí en medio, bajo la lluvia.
Entretanto, Bowels no tardó en encontrar al Hamilton-Smythe, tirado en el suelo. No, no estaba muerto. Tras dar cuenta de dos dacoits con igual número de tajos certeros, vio huir a un grupo de tres más colina abajo y salió tras ellos.
—
¡Tháhkóu!
—gritaba desaforado la única palabra que sabía en birmano, y que me temo no significaba lo que él pensaba. Con tan mala fortuna corrió que dio a pisar en un terreno blando, una torrentera que se había convertido en lodazal por la lluvia, y que ocultaba una maraña de raíces. Metió la pierna en esa trampa natural, cayó y quedó enganchado, y ahí estaba, gritando de ira y rabia, tratando de cortar a ciegas sus ataduras con la espada.
—¡De prisa! —dijo cuando llegaron a su lado—. ¡Se escapan! —Con ayuda de los soldados no tardó de salir del hoyo, y tan pronto como se vio liberado de esa prisión natural, corrió tras los enemigos en fuga, bajo la lluvia, con una cojera considerable.
—¡Señor! ¡Aguarde! —gritó Bowels—. ¡Es una locura! —Hamilton no atendía a razones, pero tampoco estaba en condiciones de correr demasiado. Tropezó, y quedó mirando al sargento—. Señor, tenemos que volver. Apenas se puede ver, y necesitamos reagruparnos con el resto de la compañía. -Hamilton-Smythe quedó escupiendo agua y barro, y sopesando lo que oía. Su cabeza se movía a un lado y a otro, mirando de hito en hito al sargento mayor y, colina abajo, hacia los fugados.
—¡No! —dijo por fin—. Aún podemos cogerlos. Huyen espantados, como cobardes que son, y seguro que nos llevarán a su cubil. Esto solo era una avanzada. ¡Vamos sargento! ¡Síganme! —Y de nuevo se incorporó, y echó a correr.
Los tres quedaron así, mojándose y temiendo la peor de las suertes si seguían a ese loco ansioso de gloria.
Por el amor de dios, Bowie... —dijo el sargento Jones, con expresión frustrada. Él y su compañero, el cabo Canary, eran buenos amigos del sargento, compadres de borracheras, no en vano los había escogido.
—Vamos —terminó Bowels con la demora, y sus subordinados avanzaron tras él. No tardaron en alcanzar al teniente, andaba a trompicones, agitándose como un loco bajo la lluvia tras los fantasmas dacoits, que estarían ya a una milla de distancia. Lo que cuento aquí, solo podemos saberlo a partir de lo que Canary y Jones declararon en el consejo de guerra subsiguiente. El primero de ellos afirmó que al llegar a la altura del teniente Hamilton-Smythe, el sargento mayor Bowels zancadilleó a su superior, con tal oportunidad que el inestable oficial cayó sobre unas ramas, perdió el casco y se lastimó en una ceja. El mismo Hamilton se dio cuenta de la agresión.
—¡Qué demonios... sargento!
—Ha tropezado señor. Correr por este terreno y con esta lluvia...
—¡No me tome por imbécil, sargento! —Se sacudió la ayuda que le ofrecían y volvió a caer. La sangre le manaba con profusión sobre el ojo y el dolor de su pierna aumentaba—. ¿Intenta matarme? Cobarde. Vamos a seguir adelante... — Blandió su arma dispuesto a degollar a quien desobedeciera.
—Teniente, ¿cómo no va a tropezar aquí? Yo no...
—Vamos, señor —intervino el sargento Jones—. Esa herida es muy fea, creo que tendrán que darle unos puntos. Así no podemos...
No atendió a razón alguna. Estaba furioso y poseído por una obsesión histérica. Se levantó una vez más, gritando y exigiendo que lo obedecieran. Bowels, como muchos otros insurrectos antes que él, decidió que no iba a jugarse la vida por un loco, y dijo:
—Cogedlo. —Y sus camaradas lo hicieron evitando los tajos a trasmano del furioso Hamilton. Entre protestas volvieron con el resto.
Como es natural, estos hechos no son exactamente como los he contado si atendemos a la versión del sargento Bowels. Lo cierto es que Hamilton hacía mucho que se había ganado suficiente hostilidad como para generar acciones como la descrita, y a la vista de los resultados finales... no adelantaré acontecimientos.
Al reunirse con De Blaise, Hamilton-Smythe se quejó enérgicamente, y exigió que sargento y soldados fueran arrestados y sometidos a un consejo en cuanto llegaran al lugar apropiado, y si no era posible, fusilarlos ahí mismo, bajo la lluvia. De Blaise no dudaba de que los hechos fueran tal y como los contaba su amigo, no le extrañaba un comportamiento así en Bowels, un buen soldado, disciplinado, tanto como convencido de que el teniente era incompetente para su cargo, un loco que buscaba pasar a la historia.
—Debí hacer algo, lo sé, pero ¿el qué? En el fondo sabía que de no ser por Bowels, Harry estaría muerto, hubiera corrido como un demente hasta... Dios sabe. Teníamos que continuar colina arriba. Por otro lado, no se me escapaba que si ignoraba los hechos, cualquier autoridad, cualquier respeto que pudieran sentir los hombres hacia Harry, desaparecería. En el estado en que se encontraba mi amigo, mi querido amigo, no tenía idea de cómo reaccionaría a eso...
—¿Qué hizo?
—Nada. No hice nada.
Curaron las heridas de Brennan, Davis y de Hamilton y siguieron adelante. El mayor decidió posponer el asunto hasta el término de la misión. Juró que daría cuenta de lo sucedido a los mandos pertinentes, no ahora, no en medio del barro, entre enemigos. El teniente no protestó, una vez oído a su amigo quitar importancia al incidente y asegurar que tenían que seguir adelante, se sumió en un silencio apesadumbrado; la traición de De Blaise le dolía más que la insubordinación de toda la compañía.
Pueden bien imaginarse cómo fue el resto de la marcha. Un silencio culpable pesaba sobre todos. De Blaise, con buen criterio, creía ser testigo del final del largo y extraño deterioro en su camarada. La firmeza que mostrara en Inglaterra, cuando echó sobre sus hombros la tarea de sacar a flote las empresas familiares de lord Dembow, se había transformado en una loca obsesión por probarse más y más, por mostrar una hombría y un valor que llegaban a la temeridad. Era consciente de que el silencio que se había abierto entre ambos no sería fácil de cruzar. Aunque avanzaban lentos por la lluvia y la cojera de Hamilton-Smythe, por ningún momento pensó en volver y frustrar la misión.
—Por lo más sagrado, mayor, esto es un sinsentido —repetía y repetía a cada descanso el capitán Cardigan Sturdy, que sin duda vio en todo el conflicto una oportunidad excelente para abandonar una tarea que le disgustaba y lo alejaba de la cantina de oficiales—. El teniente nos retrasa mucho, y con este tiempo...
—Capitán, disponemos de tiempo de sobra, la prisa no es un factor a considerar en esta misión.
—Señor, la misión ya está terminada. Hemos sido atacados por una banda de insurrectos, luego yo juzgo que tender cable aquí es ponerlo a merced del enemigo. Tenemos heridos y...
—¡Sturdy...! Se trataba de un grupo disperso. Seguiremos adelante. —Tal vez se sintió tentado por hacer caso de los consejos del ingeniero, pero si regresaban temía que la precaria autoestima de su amigo lo empujara hacia algún disparate.
La situación no era buena; contaba no solo con la fría hostilidad de Hamilton, sino con la continua queja de Sturdy. Bowels y sus dos amigos tampoco estaban en el mejor de los ánimos. El sargento mayor era un veterano, buen conocedor de cómo sopla el viento en el ejército. Sabía, o creía saber, que pese a que todos estuvieran con él, aunque cada soldado supiera que el teniente Hamilton-Smythe era un peligro, incluso aunque el mayor prefiriera mantener fuera de toda posible decisión a su amigo y evitar problemas, él se había insubordinado, había agredido a un superior. Ante un tribunal sería la palabra de un suboficial enfrentada a la de un oficial descendiente de una larga familia de honorables militares. No podía considerar a Canary ni a Jones como aliados, en cuanto fueran presionados, se moverían hacia el fuego que más calentara, y no se lo reprochaba. Su única solución era dejar en evidencia al teniente en los cuatro o cinco días que quedaban, mostrar su locura a todas luces.
Así continuaron, una columna de silencio y maledicencia marchando lenta a través de la región más agreste de Birmania. El clima les dio un respiro al segundo día tras la emboscada, las lluvias cesaron aunque la irritante humedad permanecía invariable. En algunos empezaba a hacerse notar las secuelas de tanta agua empapando sus huesos. Las heridas de los soldados y de Hamilton-Smythe eran leves, y la cojera del último, fruto de una simple torcedura de tobillo, se subsanó con un fuerte vendaje y el apoyo de algún ayudante al andar. Las jornadas pasaron en tristeza y cansancio, solo animadas, o tal vez abatidas, por el continuo discurso del capitán Sturdy.
Cinco días tras su partida, a la espera de dos o tres más para llegar al fuerte, fueron sorprendidos por un desagradable espectáculo. Los dos exploradores que habían mandado en avanzadilla regresaron esa mañana con nuevas poco tranquilizadoras. A media jornada de distancia habían visto una extraña empalizada que coronaba una loma que habían de superar en su camino. Para allá fue De Blaise con un grupo de hombres, y llegados a un otero que le indicaron los exploradores, miró prismáticos en mano. El día se había ido despejando y eso permitió que la visión del mayor fuera más clara que la de los soldados de avanzada.
Lo que pareciera un cercado rústico era un grupo de árboles retorcidos sobre los que se había crucificado a tres hombres. Era esta una costumbre «disciplinaria» habitual de los birmanos. Lo que llamó la atención del mayor De Blaise era que a juzgar por sus trazas, los largos cabellos atados en turbantes, ahora sueltos y colgando de sus cabezas como vísceras inútiles, las ropas, incluso un viejo casco de bambú que aún conservaba uno de ellos, parecían ser dacoits, e incluso le recordaban a aquellos que escaparon de la escaramuza de dos días atrás. Los colores de la ropa le eran familiares. Habían muerto no hacía mucho a juzgar por el estado de los cuerpos. Decidió avanzar hacia allí, pensando que la información que pudiera obtener de los ajusticiados sería de utilidad para la misión; la presencia y grado de actividad de grupos descontrolados era esencial.
Continuaron la marcha, ahora más atentos al camino, manteniendo una mayor separación entre hombres, rifle en mano, bayoneta preparada; no iba a dejarse coger por segunda vez desprevenido. No tardaron ni media hora en ver un grupo de casas pequeñas, seis o siete, agarradas a las escarpaduras como líquenes a la roca; una aldea de pastores parecía. Los lugareños salieron enseguida a recibirlos y les hicieron una acogida espectacular. Diez o doce hombres, entre ancianos y jóvenes, los saludaron: «
¡mingalaba, mingalaba!
», no paraban de decir todos, casi a coro. Bailaron y dieron palmas, ofreciendo sus humildes viandas para solazar a los recién llegados. En rudimentario inglés daban vivas a la Reina y uno de ellos ondeaba una pequeña y sucia Union Jack.