—Eleanor. Nunca habló de ti, ¿por qué? Es... no sé qué decir, esta situación. —Se arrebujó más en sus ropas—. Yo quería mucho a tu hermano, ¿sabes? —Ya la había conocido, desde que la cascada dorada de su cabello asomara bajo su capucha. Ella no, no se merecía esto—. Pensé que podríamos ser amigas... que estupidez. Disculpa. No sé cómo comportarme, no creo que nadie lo sepa. El... era un hombre extraño, no sé qué sentía en realidad por mí.
—Le repugnabas.
—No... —Estaba llorando. No quería hacerle daño, nunca quise, a ella no, pero se habían acabado las mentiras, por siempre—. Él no lo podía saber, yo no lo sabía... lo juro. Dios mío, soy un monstruo...
Sus piernas flaquearon y un instinto impropio de mi condición casi me hace ir a sostenerla. Me contuve. La ira me contuvo. ¿Ella un monstruo? ¿Qué era entonces yo?
—¿Te lo dijo él? —continuó entre sollozos, apoyada en los restos de un cercado—. John, mi marido —su marido—, sé que él te cuida. Yo también quisiera ayudarte. —Su marido—. Eres lo único que queda de él. Si quisieras venir conmigo... —Di un paso atrás—. ¿No? Quiero ser tu amiga. Quiero que me hables de él, no puede ser... Perceval insinúa... pero tú...
—Su marido. ¿La ama?
—Sí. Y sufre por ello. ¿Cómo amar a algo como yo? Yo no puedo ofrecerle...
—¿Tú no puedes? Zorra. Zorra ladrona.
—¿Eh...?
Me deshice del disfraz. En sus bonitos ojos grises no cabía tanto espanto como le produjo el verme despojada de mi abrigo, y el terror se le derramó desde ellos y le llenó el cuerpo de temblores.
—Él te odiaba, siempre te odió. Zorra.
No tuvo tiempo a gritar. Golpeé con más fuerza que nunca. Cayó al suelo, degollada, y allí, por fin, su cabeza quedó separada del tronco. No supo lo que la mató, y eso, que entonces lamenté enardecido por la venganza, ahora lo agradezco. Era un ángel caído al azar en mi red, en medio de este juego de sangre y muerte, nunca tuvo culpa de nada. ¿Cómo no iba a amarlo? Cualquier mujer se enamoraría de él con solo verlo.
La desnudé, contemple con envidia su hermosísimo cuerpo, su juventud. Le corté brazos y piernas, y me fui. Miré su cara, había sido tan rápido, tan bueno ahora que no tenía la babosa presencia de Tumblety a mi espalda, que sus facciones apenas se habían contraído, estaba preciosa. Preciosa.
La besé en recuerdo de otros tiempos. Así debía ser.
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Tarde del viernes
Alto mira a su carcelero, al que fue su carcelero. Ayer lo acarreó hasta una de las celdas, y allí quedo tendido, sudando. Algo pasó en la pelea, un mal golpe, cada vez se mueve menos. Toca su frente. Está helado, su respiración se hace más pesada.
—¿Me oye? —No hay respuesta. Coge un vaso de agua de la mesa, e intenta que beba un poco. Lo hace, dormido—. Hay poco que comer. Tenía usted una lata de judías y una cesta de manzanas. Y galletas. ¿Quiere una? —No responde, ni abre los ojos—. Lo siento. De verdad. Si usted no hubiera...
Arropa a Celador, apartando la cara ante el olor a orines, y lo deja allí. Al salir escucha la música de concertina mal tocada, es como el llanto de un niño, un niño insoportable. Camina a desgana, sube las escaleras y llega al vestíbulo iluminado por la luz del día que entra sucia a través de las ventanas enrejadas. Allí, sentado en su silla de ruedas, Lento trata de sacar alguna melodía a ese viejo instrumento, que chilla y resopla en disonancia. En medio de la sala está el oso. Ahora, a esa tenue luz se ve claro su edad. Parte de su piel ha desaparecido, asomando la estructura metálica que lo sustenta, y la maquinaria de precisión que le insufla vida traqueteando en su interior. Se mueve de un modo extraño. A cada bufido del fuelle que abre y cierra Lento, el animal levanta una pata, o abre la boca o se agita, todos movimientos sin coordinar.
—No es fácil, ¿no? —pregunta Alto.
—No sé música. Este... instrumento es extraño, no sé cómo... —Lo deja caer con desidia, y el sonido hace que el oso ruede por el suelo, hasta chocar con la puerta, quedándose allí quieto panza arriba—. Es prodigioso, el animal, una obra maestra. —Le cuesta hablar, suspira incómodo—. La fuerza que tiene... —Señala sus heridas—. Es un muñeco. No tengo idea, tal vez usted...
—No, solo soy un curioso, un aficionado. Eso deberá estudiarlo un ingeniero de verdad, cuando salgamos. Aunque ya nada me sorprende. ¿Se encuentra mejor?
—Algo... yo...
used to pain
...
—Se acostumbra al dolor.
—Sí.
—Tiene menos fiebre. ¿Está hambriento? —Saca una manzana fea del bolsillo y se la da.
—No. —Muerde la fruta a desgana.
—Lo estará, lo estaremos. Por el agua no hay que preocuparse. He encontrado muchas garrafas, y en caso de necesidad hay un grifo que parece potable. Si esto dura...
—Yo sigo... necesito médico. ¿Y él?
—No creo que sobreviva a otro día. Debí romperle algo en una de esas patadas...
—No es su culpa.
—Nunca he matado a nadie.
—Nunca ha tenido que hacerlo.
Un ruido en la entrada. Ambos se miran esperanzados.
Alto corre para allá, tropieza con el oso y golpea con fuerza la puerta. Los dos empiezan a gritar, a pedir socorro.
—¡Por Dios, aparte la cosa esta!
—No sé... —Echa mano de la concertina, aprieta los botones y empuja el fuelle, suena una desarmonía chirriante. El oso se levanta a dos pasos, ruge y avanza por la habitación.
—¡Espere! —grita Alto—. Calle un momento. —La concertina se detiene. Algo se aleja. Pasos—. ¡Mal...! Se ha ido. —El oso queda quieto en pie, en silencio—. Estamos locos, puede que fuera... yo qué sé, algún compinche de ese... Ahora estamos acabados...
—Hay algo. Mire.
—¿Cómo?
—En el suelo. —Hay un trozo de papel junto a la puerta. Una nota. Alto la abre.
Me quitaron a mi amor. Encuéntrenla y saldrán de aquí.
—La ha deslizado bajo la puerta. ¿Qué significa esto?—pregunta tendiéndosela a su compañero.
—Hora de ver al viejo.
—No está en condiciones desde que... «dimos vacaciones» a su cuidador. No creo que dure mucho...
—No tengo tiempo para pena por ese... cadáver. Hay que verlo otra vez. Y otra más. Y las que sean...
Jack
Sábado
Lo más triste de la muerte es que el mundo permanece cuando ya no estás en él. Las cosas siguen su curso, ignorando nuestra previa existencia. Una lección de humildad nada agradable. Al que más y al que menos les gusta pensar que con nuestro partir llega el término de todas las cosas, que nada quedará por ver e incluso hay quien sueña con que llegado el último día, todo nos será relevado. Mentira. La vida sigue siempre, sin importarle los que la padecen o no. Así, tras el uno de octubre de mil ochocientos ochenta y ocho, mi último día en este mundo, los acontecimientos siguieron precipitándose.
No tardaron en identificar a las dos mujeres, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, el tatuaje de la última publicado en la prensa atrajo a su pareja habitual, triste forma de conocer el final de los tuyos. En cuanto a la Larga, la señora Watts apareció viva y recriminando que su hermana, la señora Malcolm, la tachara casi de prostituta. Hubo otras identificaciones erróneas, pero al final el propio Kidney reconoció a mi Liz.
Ya no existía dique que contuviera al miedo. La prensa, incluso la más conservadora, criticó la inoperancia policial. Se airearon los problemas entre Warren y Matthews a raíz de las peticiones de recompensa y sus diferencias en general, así como la ausencia del doctor Anderson, jefe del CID, de retiro en Europa mientras las inglesas morían destripadas en las calles de Londres, convirtiendo el caso en una guerra política, para lamento de lord Salisbury.
El esfuerzo policial, pese a las críticas, se centuplicó. Gran cantidad de agentes fueron desplazados a los distritos H y J, a todo el East End, patrullando las calles, muchos vestidos de mujer, aunque las tallas mínimas para la policía metropolitana hacían los disfraces poco creíbles. El Comité de Vigilancia contrató por fin a detectives y organizó patrullas propias, uniéndose a ellos otros grupos. Se intentó conseguir la ayuda de sabuesos entrenados, pero de nuevo la política impidió que se obtuvieran fondos para tal fin, y una prueba fallida unida a la mala fe de algún periodista irresponsable, trajo más mofas públicas para sir Charles. La vuelta urgente de Anderson desde Suiza no mejoró el clima, y no podía ser de otra forma con ideas tan peregrinas e imposibles de ejecutar como la detención de toda prostituta que se viera por las calles a altas horas de la noche.
Se llegó a hacer un registro exhaustivo del barrio de Whitechapel, contando con todos los efectivos posibles. No pudiendo entrar en la propiedad de nadie sin una orden, fueron casa por casa pidiendo la colaboración ciudadana, que en general fue mucha; la gente quería coger a Jack lo antes posible. Registraron armarios, cocinas, bajo las camas. Nada.
El miedo era parte de todos, Jack se convirtió, para siempre en la personificación de las oscuridades del hombre. Crecieron los rumores, las leyendas. Decían que de noche se veía brillar con un fulgor fantasmal el suelo donde yacieran los restos de Polly Nichols, que se oían gritos y el arrastrar de un cuerpo en Mitre Square, los gritos de Kate Eddowes. Hasta los niños cantaban canciones en sus juegos:
Jack the Ripper's dead
and lying on his bed.
He cut his throat with Sunlight soap.
Jack the Ripper's dead
Por supuesto, llegaron cientos de cartas firmadas por Jack el Destripador, cada una más falsa que la anterior. Incluso la autenticidad de las dos primeras no era compartida por toda la policía. La postal bien podía haber sido enviada cuando ya en las calles corrían los rumores del doble asesinato, más si, como pensaban muchos detectives, el autor de la irresponsable farsa era un periodista con ganas de aumentar tiradas. Incluso las referencias a los asesinatos que hacían no eran creíbles. Las orejas dañadas fueron heridas antiguas, o solo cortes del lóbulo en el caso de Eddowes; más niebla para oscurecer la noche. Ya acabando el mes se llegó a procesar a una tal Maria Coroner por falsificar varias cartas de Jack que aseguraban que el próximo «trabajito» del asesino sería en Bradford. Patrañas, mentiras, mendacidad...
Hubo muchas detenciones. Se buscaron cirujanos, estudiantes de medicina, taxidermistas, carniceros; todo el que supiera manejar un cuchillo y conociera la situación aproximada del riñón en el cuerpo de una mujer. Se buscaron extranjeros, judíos, polacos, inmigrantes, norteamericanos sobre todo; llegaron a interrogarse a tres cowboys del circo del Far West que pasaba por Londres. La prensa estadounidense se lanzó a la caza de la noticia como la inglesa, sabiendo que la pista americana era importante, y en Nueva York y en Baltimore, no se dejaba de imprimir «Jack el Destripador» en los diarios, como en los de todo el mundo. Un vidente ofreció su ayuda a la policía. Miles de declaraciones, miles de papeles sin indicio alguno, cientos de noches sin dormir para cada policía involucrado. Y eso en la Metropolitana, el caso de Mitre Square lo llevaba la policía de la City, y esta ofrecía recompensa; la desinformación debía ser aún mayor.
Ni rastro de Jack. Las putas siguieron en la calle, valientes por necesidad, algunas armadas. Hubo amenazas, locos que se creyeron Jack y se entregaron a la policía o agredieron a otras putas, sinvergüenzas que amedrentaron a mujeres haciendo del miedo su aliado. Toda clase de locura y pillería, pero no amaneció un día con las tripas de una zorra exhibidas impúdicamente sobre el suelo.
Nadie sabía nada. Se especulaba con los motivos: un loco, un demente, el yanqui que intentara adquirir órganos, judíos, haciendo caso a lo escrito en la pared de la calle Goulston, extrañas organizaciones o sectas; hasta había quien imaginó que se trataba de una banda de ladrones alemanes que fabricaban soporíferos a partir de úteros femeninos... ni un solo policía en todo Scotland Yard tenía idea alguna, ni pista que seguir.
Salvo Frederick Abberline.
El sabía quién era Jack el Destripador.
Lo había visto allí, en Forlornhope.
Pasaba los días coordinando las operaciones de todos los inspectores del CID en Whitechapel, y al terminar su turno, salía a la calle, paseaba hasta las cuatro o las cinco de la mañana, patrullando, vigilando, deseando encontrarlo. Luego se acostaba, y apenas dormía, pues los telegramas anunciándole nuevas detenciones llegaban a diario. Su aspecto fue empeorando día a día, casi a cada hora. Como el de mi amigo Torres, su compañero de paseos nocturnos, y como sus otros dos camaradas en la lucha contra el monstruo.
No, yo estaba muerto, no puedo estar seguro de quién era Jack, aunque llegué a verlo, ya se lo dije, ni del porqué del secretismo impuesto entre estos compañeros, por qué nada dijeron a las autoridades y siguieron la caza del asesino, a solas o casi en solitario. No supe nada hasta que el veinte de octubre abrí los ojos.
—¿Me escucha? —Esas fueron las primeras palabras que oí. La voz era extraña, pausada, grave, como si paladeara cada sílaba al decirla, y con un color parecido al de un viejo fonógrafo—. ¿Ve algo?
Veía luz, una suave claridad. Oía, claro está, y por encima de esa voz, con una contundencia que me asustaba, escuchaba un palpitar, un sonido martilleante, que llenaba todo.
—Diga su nombre.
—Raimundo Aguirre. —No reconocí mi voz, no solo porque sonara diferente, era la facilidad con que las palabras salían de mi boca Raimundo Aguirre —repetí, rápido. Las palabras fluían con solo pensarlas.
—Trate de incorporarse. Muy despacio. —Obedecí. Empecé a pensar, a recordar. Estaba en un hospital, no podía ser otra cosa. Por supuesto, estaba en Richmond, el doctor me había curado y ahora volvería a casa. Me condecorarían y...
Me levanté. Una habitación apenas iluminada por la azulada luz de arcos eléctricos que crepitaban a mi alrededor, sin ventanas a la calle, llena de mesas con herramientas, piezas y cables sobre ellas. Solo había otra persona, la que hablaba. No era un médico, ni siquiera un ser humano. Una criatura grande, de más de dos metros, con una cabeza con forma de cubo o barril, sobre la que brillaban dos ojos rojos y redondos, y una boca, más una abertura enrejada haciendo el efecto. Tenía que ser un hombre, un hombre muy alto con un enorme casco cuadrado. Eso tenía que ser, salvo por esos ojos que parecían vivos.