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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (93 page)

—A fin de cuentas —dijo Moore—, parece que Jack sigue dos pasos por delante de nosotros. —Abberline lo miró irritado—. Sí, y tenemos esa carta. No podemos ignorarla.

—Nos llegan todos los días cartas similares —respondió Abberline—, y ahora...

—Ese «querido Jefe» suena muy americano, y Tumblety...

—Y el circo de cowboys que ha estado por aquí es americano, y hay indios allí que saben de destripar a sus víctimas... tonterías; es falsa —sentenció Abberline—. El asesino la mandaría a un periódico, o a la policía, no a la Agencia Central de Noticias, ¿quién conoce esa dirección?

—No podemos ignorarlo, Frederick.

—Y no lo haremos, aunque sea una pérdida de tiempo, otro foco más para soliviantar a la gente. Ha salido esta mañana y ya no oigo más que ese nombre, Jack el Destripador por aquí, por allá... Jack el Destripador por todos lados.

Entró una persona con el té pedido y un diario en la mano.

Inspector —dijo—, mire lo que trae el Star. — Habían publicado una nueva carta, una postal.

No estaba tomándole el pelo al querido Jefe cuando les pasé el dato, mañana tendrán noticias del trabajo de Jacky el Golfo programa doble esta vez la número uno chilló no pude terminar, no tuve tiempo de cortarlas orejas para la policía gracias por guardar la última carta hasta que volví a trabajar.

Jack el Destripador

—Y me han dicho —continuó tras dar un tiempo a que la conmoción cundiera entre los presentes—, que su Majestad ha llamado al Home Office para expresar su desagrado por lo que está sucediendo.

La Reina lloraba por los más humildes de entre sus súbditos. Si Victoria se interesaba por el caso, pronto rodarían cabezas, había que multiplicar los esfuerzos, aumentar detenciones, interrogatorios, más agentes de paisano por las callejas de East End. Había que capturar a Jack, pero sobre todo, por encima de todo, no podía volver a matar. Así, en esto se conjuraron los tres policías, fuerzas del bien con escaso poder contra Jack. Y en medio mi amigo español.

No entendió su papel en ese concilio de justos, hasta que lo abandonó. Los policías se despidieron, había mucho en qué trabajar. Cogieron carteras con documentos e informes y salieron, cada uno a lidiar con sus propias bestias. Abberline acompañó unos minutos a Torres.

—Me preocupa ese Tumblety.

—Inspector, no pretendo meterme en su trabajo, en absoluto, pero no veo la relevancia de ese hombre con estos crímenes abominables. Creo que nunca la vi, era más una obsesión o...

—Basta, señor Torres. —Quedaron los dos quietos, en medio de Whitechapel Road—. Mire. ¿Cuántas mujeres tienen que morir para que dejemos los juegos de salón?

—Disculpe. —El español se envaró—. En ningún momento creo que me haya tomado a la ligera estos hechos...

—Usted piensa que Tumblety es el Destripador.

—Le digo que no. La noche de las dos muertes lo seguí junto al señor Andrews, entiendo sus reparos a esto, y no puedo probarlo, pero estoy seguro de que era él. No tuvo tiempo de...

—Pues lo creía antes de esa noche.

—No. —Torres examinó intrigado la expresión del inspector. Era la de un hombre decidido, dispuesto a romper barreras por conseguir lo que busca—. Sí. Algo me hizo pensar...

—Pues yo estoy de acuerdo. Creo que es el asesino.

—Usted, como Andrews... parecen obsesionados.

—El inspector Andrews se ve presionado a seguir tras la pista del americano. A él le encargaron específicamente la captura de Tumblety, imagino que hay razones «de estado» detrás, que no me atañen. A usted le parece, o le parecía posible que fuera el asesino movido por un pálpito. No puedo estar pendiente de políticas ni intuiciones, solo me fio de los hechos. Esto es un hecho. —Abrió la cartera que llevaba y extrajo una camisa ensangrentada—. Los detectives de la sección D se la dieron a Andrews, la encontraron en la pensión de Batty Street, la escondía la patrona. Parece que la han usado para limpiar mucha sangre. Esto es otro hecho. —Sacó un pequeño estuche y dos fotografías amarilleando ya por la edad. El estuche contenía material quirúrgico y las fotos eran de difícil calificación. En una se apreciaba un niño muerto, apenas un lactante, clavado a una tabla con el vientre abierto en canal y los órganos diseminados en torno a él. No era una clase de anatomía, había algo pornográfico en cómo habían coronado la cabeza de la criatura con una víscera irreconocible. La otra era más oscura. Sobre un suelo terroso se veían dos cadáveres de varones en muy mal estado, entrelazados, en grotesca postura romántica. Estaban atados el uno al otro por sus tripas.

—Dios nos asista.

—Esto es parte de las pertenencias que Tumblety se dejó en el anterior hotel del lado oeste, donde estuvo. Es un degenerado, con suficientes conocimientos de anatomía para extirpar los órganos como el asesino. Usted es testigo de su afición por coleccionar vísceras, cierto individuo se paseó por los hospitales de esta ciudad tratando de comprar alguna, individuo norteamericano, como él. Los últimos meses ha residido en una pensión en el barrio donde han ocurrido los asesinatos, es huidizo como pocos. Todo me hace pensar que Jack puede ser él. Y además, dos circunstancias hacen que no pueda quitarme a ese maldito yanqui de la cabeza. Alguien, desde muy arriba, presiona a Andrews para que encuentre a Tumblety, alguien capaz de movilizar a la sección D para ir tras un vulgar maleante como él. Y usted. Sí, usted sospechaba de él sin disponer de estos indicios, ¿por qué? —Torres no dijo que era yo quien sospechaba, que él se dejó llevar por mi entusiasmo y que tal vez forzara a encajar hechos que de otro modo parecerían inocuos. No lo dijo, porque había otros motivos para sospechar que quisiera no tener—. Vamos, dígame, ¿es por ese... autómata suyo? Es la única relación que tienen con ese individuo, y sus explicaciones al respecto nunca han sido del todo satisfactorias.

—Tiene razón. Empezó con algo que encontré en Hanbury Street y ha ido cobrando forma... si no he dicho nada es porque temo que no tenga sentido alguno, parece una alucinación, un disparate, no creo que usted...

—Necesito la verdad, necesitamos algo de verdad.

Y Torres habló, tratando de resultar lo más verosímil posible, procurando olvidar el eco siniestro que causaban esas palabras al oírlas en alto, superando a duras penas su propia incredulidad. ¿Cómo podía ser tan sutil, tan esquivo un asesino en medio de una ciudad llena de policías vigilantes? Porque disponía de un sistema para corregir sus decisiones erróneas, una información sobre calles y pasadizos lógica y bien estructurada. ¿Cómo podía ser tan rápido al hacer aquellas intervenciones, a tan poca luz? Porque tenía un modo de depurar sus movimientos, de hacerlos más precisos. Jack era tan bueno en su execrable oficio porque era una máquina.

—¿Un... autómata? —dijo Abberline tras escuchar con paciencia, sin mostrar suspicacia o desprecio en ningún momento.

—No ha de ser más complicado hacer una máquina que mate que una que juegue al ajedrez. De hecho, el hombre ha dedicado mucha energía en idear construcciones destructivas a lo largo de la historia.

—¿Y pudo ir solo, esa máquina...?

—No, creo que es más... una ayuda para el sujeto que la opera, como creo que era el ajedrecista de von Kempelen. No es autónomo. Tumblety iba con la máquina, supongo que entre él y esa mujer que lo acompaña la transportan... —Yo no supe nada de esto. Si hubiera estado allí, no habría sido capaz de entender nada, no puedo en justicia culpar al destino que me separó de mi amigo Torres de lo que después ocurriera.

Lo cierto es que no fue culpa exclusiva del hado nuestro desencuentro, que yo puse también de mí en evitar todo lo que pudiera ser funesto para la única persona que me importaba que siguiera con vida.

¿Que qué fue de mí? ¿No les interesa? Esperen, esperen; es el momento de volver a mi historia. Háganme caso, así es mejor contarlo.

Salí de Dutfield Yard ya en la madrugada, detenido. Mis prendas estaban llenas de sangre, polvo de campo santo enlodado por la lluvia y suciedad, y mi aspecto en general de nuevo hacía que cualquier sospecha considerara mi persona como un objetivo perfecto. El inspector Reid hizo que me llevaran a comisaría. Torres no lo vio, ya había salido hacia la calle Goulston cuando me sacaron de allí.

Mi amigo, el sargento Thick, me reconoció en la comisaría de Commercial. Llevaban todo un día recogiendo cadáveres y atendiendo a heridos que dejaba el conflicto entre las bandas que yo había desencadenado. Sir Charles Warren sacó tropas a las calles, temiendo que la cosa fuera a más, aunque no con la profusión y la energía del Domingo Sangriento, no cuando las críticas contra la policía en general y a su comisario en particular arreciaban como nunca. Si desaparecían algunos delincuentes del paisaje londinense, bien estaba. La prioridad era Jack.

Estuve toda la mañana en comisaría, explicando a Johnny Upright los pormenores de la guerra que se extendía por los bajos fondos. Hablé de los implicados, sin esconder casi nada, ya no temía ser un delator, ni me avergonzaba. El sargento confirmó lo que ya sabía: que había más bandas involucradas en ese pogromo antisemita, incluso otras bandas de judíos del este hartos de la preponderancia de los de Besarabia. Expliqué que mi presencia en aquel patio de Berner Street fue circunstancial. Huía, dije, de mis compañeros salvajes y desalmados y acabé al azar allí, unido a los curiosos que observaban el pobre cadáver de mi Liz. La sangre en mi ropa se justificaba por las peleas, de las que mis heridas también eran prueba, y de las que escapaba cuando me topé con la lluvia, y la muerte. No dije el nombre de Liz, ni me lo pidió, nadie podía pensar que yo hubiera tenido que ver con esa mujer, con cualquier mujer. Me preguntó si había visto algún hombre sospechoso o algo digno de reseñar. Mi vida estaba rodeada de sujetos sospechosos, contesté vaguedades que nadie escuchó.

Por segunda vez era exculpado de los asesinatos, en este caso, había tres razones por las que yo no podía ser tomado por Jack. Primero, mis bien conocidos antecedentes como miembro del Green Gate Gang hacían mi versión mucho más creíble. Además, toda la policía tenía asumido que Jack el Destripador era un hijo de puta muy hábil e inteligente, el polo opuesto al desgraciado de Drunkard Ray. Por último y más importante, el sargento Thick estaba cansado, deseando dedicarse a buscar al Monstruo y no atender a gentuza como yo.

Me soltaron a las doce y media de la mañana. Por allí pasó el joven detective Walter Dew, que se interesó por mi caso.

—¿Le vamos a dejar ir? Ahí fuera se están matando. Estaría mejor encerrado hasta que pase un día o dos. —Y así dormí en calabozo por última vez en mi vida. Thick, en esta ocasión, no llamó a Torres para informarle de mí. Pensó sin duda que el caballero español estaría mucho mejor alejado de gentuza como yo.

El primero de octubre estaba de nuevo en la calle a las ocho de la mañana, un brillante día de otoño, precioso, de no ser por el estado de ánimo con que amanecía la ciudad, ideal para que yo recapacitara dentro de mis posibilidades. Liz había muerto. Mi intento por reforzar el poder de los Tigres y así evitar que Dembow enfocara su cada vez más siniestra atención sobre Torres había fracasado... porque... ¿ese era el plan? Ya no estaba seguro. Los de Besarabia habían perdido, y aunque no tenía idea de cómo había ido la guerra entre bandas, la sensación general era que mis viejos amigos del Green Gate habían triunfado. Decidí ir junto a Torres para ponerle al tanto de... ¿de qué? A decir verdad no sabía nada, seguía dando palos de ciego. Podía pedirle que se fuera, que volviera a su país. Sacudí el viejo traje del señor Arias, ya muy deteriorado, y fui hacia allí.

Quedé unos minutos ante la pensión, no por vigilar ni montar guarda ni nada parecido, sentía algo de timidez, de pudor por volver a ver a mi amigo español con esas trazas. Ahora sé que mi contacto con él me había mejorado, había hecho de mí una persona, no un patán, y no quería que viera que pese a esa mejora moral, seguía sumido en la misma barbarie, viviendo de los mismos trapicheos. Entonces alguien bajó de un coche frente a la pensión. Miró a su alrededor, vigilante, y llamó a la puerta de la viuda Arias. No podía reconocerlo a esa distancia; su porte, esa forma de moverse me eran familiares, eso sí. Creo que no me vio. Siguió mirando hacia atrás mientras esperaba a que le abrieran. Eran las nueve o nueve y media, conociendo los hábitos del español, supuse que ya debía estar despierto. Quien abrió la puerta fue Juliette. El sujeto se descubrió y guiñando mi ojo distinguí una cabeza calva y roturada de cicatrices; era el señor Tomkins. Habló un minuto con la niña, mostrando un paquete en la mano, un cilindro grueso de papel de estraza. Luego Juliette llamó a su madre.

¿Qué quería el lacayo de Dembow de Torres? ¿Qué parte de los siniestros planes del noble para con mi amigo estaba contemplando? No podía con la incertidumbre. Crucé la calle mientras la niña corría a buscar a la viuda, embozado entre mis ropas enlodadas. Me acerqué al mayordomo, y fingiendo borrachera o malestar, choqué contra él, derribándolo, y eché a correr.

—¡Maldito hijo de Satanás... voy...! —Pero ya había puesto yo metros de por medio. Rogué por que no se incorporara a tiempo para reconocerme. En cuanto pude crucé entre los coches, casi acabando bajo las ruedas de uno, y me escabullí por las calles colindantes.

Había una finalidad en todo esto, por supuesto, aparte del placer de golpear a Tomkins. Había rasgado el paquete, que contenía un hatillo de papeles, y arrancado fragmentos de estos. Llevármelo entero hubiera sido una temeridad, y seguro que hubiera iniciado una persecución que en nada me convenía. Me detuve a mirar lo que cerraba mi puño. Unos trozos de papel viejo, ocre, dibujos, trazos rojos y simétricos; planos. Los mismos, estaba seguro que intentara robar de Forlornhope, aquellos que vi tirados en la cocina. Iban a dárselos a Torres, ¿por qué?

¿Por qué?

Lo único que tuve por seguro es que no me gustaba que Dembow le hiciera obsequios a Torres, esa clase de extraños regalos que solo pueden gustarle a hombres de ciencia. Debí entonces entrar, la señora Arias me abriría su puerta, seguro, y hablar con Torres, decir algo. Me fui. Sentí la necesidad de contar esto a Perkoff y lo que quedara de los Tigres, ellos tendrían algo que decir al respecto, ellos podían explicármelo, ellos sabrían cómo abortar los planes del lord.

Había un lugar donde no podían haber atacado los del Green Gate Gang. La Gran Sinagoga de Duke Street, que circunstancialmente está junto a Mitre Square, donde mataron a Kate Eddowes. Era un refugio para los de Besarabia, para todos los judíos Ahskenasim, es decir, del este, que no hacían buenas migas con la comunidad sefardí. Si quedaba un Tigre vivo, estaría allí. Fui caminando por esas calles atestadas de curiosos en busca de recuerdos del reciente asesinato. Estuve merodeando la sinagoga un buen rato, temeroso de entrar, no sabiendo cómo hacerlo ni qué me traía allí. Como es de esperar mi presencia fue reconocida en esa zona cercana a Aldgate, llena de judíos, muchos con tirabuzones y esas ropas negras propias de su raza. Pronto un Tigre apareció en la calle y se me acercó.

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