—Es de su hermano.
—Ajá... Esto ya está. —Alto zarandea las maderas un poco y toda la construcción se mueve y se queja, a punto de desplomarse.
—¡No haga así...!
Agarrado con fuerza, espera a que el vaivén termine. Todo sigue en su sitio.
Parece... ha aguantado. No soy tan mal arquitecto como pensaba, ¿eh? Voy adentro. Si esto se cae... creo que las cuerdas lo mantendrán firme.
—¿Le queda alguna? Cuerda...
—Sí, me queda un rollo de cinta. Creo que será suficiente. Voy para dentro.
—Con cuidado...
Se acerca al agujero del techo, justo en el medio del improvisado andamio.
—Está cerrado.
—¿Cómo?
—Sí. — Hace fuerza, cruje tanto la trampilla que tiene ante sí como el pobre sustento donde pisa—. Alguien ha arreglado este agujero, desde dentro y ha... ha puesto unos tablones. —Ceden. Se abre en bisagra hacia dentro, sin dejar caer demasiado polvo o restos—. Una compuerta o... Esto es reciente.
—Seguro que...
—Vamos a ver... el triunfo es de los valientes. —Coge su hongo, atado junto a un martillo y otras herramientas a uno de los travesaños. Sobre el bombín ha pegado varias velas, que enciende.
—Al final estos ridículos sombreros van a servir de algo —dice Alto. Se lo pone y mete la cabeza.
—¿Qué hay?
—Un desván —la voz llega ahora muy apagada, con medio cuerpo metido allí arriba, pero se entiende—, lo que esperábamos. Mesas... trastos. Eso parecen ventanas, cegadas. —Vuelve a sacar la cabeza y se asoma hacia su compañero—. Si puedo forzarlas trataré de salir e iré por ayuda.
—Sí. Tenga mucho cuidado. Ese suelo ya se ha roto una vez.
—Claro. Si hay suerte, le veré fuera...
—Tiene que contarme el final de esa novela.
—La tiene ahí... ya se lo contaré. —Vuelve al agujero. Prueba con las manos si las tablas del techo, el suelo de esa guardilla, son de fiar, y les da su confianza. Con esfuerzo y astillas clavándose en las manos, entra en la penumbra. La voz de Lento lo persigue.
—Ha dicho que el autor... ¿Por qué no autora?
—¿Eh? —Camina con mucho cuidado, ese desván parece ocupar gran parte de toda la planta del edificio y está atestada de trastos, mueble, bidones. Alto sigue fijo hacia las rendijas de mortecina luz nocturna que se filtran de los ventanucos cerrados—. Bueno, dijimos que no era propio de la señora Arias...
—William... ¿Puede ser la señorita Trent? Fue mujer de ese capitán, ¿no? ¿Todo bien?
—Sí. —Está haciendo fuerza contra las ventanas.
—¿Qué piensa? ¿Puede ser una novela de Trent?
—No... no puedo —Se rinde resoplando. Mucho esfuerzo construir el andamio, trepar, y hace días que no come en condiciones.
—¿Qué?
—Esto es metálico. Las contraventanas.
—Busque una puerta.
—Sí. No voy a probar suerte en esa escalerita de palillos que he construido si tengo otra opción...
Mirando a su alrededor en busca de salida, con la tenue iluminación de las velas que lleva en la frente, se detiene a contemplar su entorno. Esas mesas, esos bultos, herramientas, aparatos... Empieza a deambular entre ellos, golpeándose aquí y allá.
—¿Todo bien? —Es un taller. No cabe duda, un enorme taller, y utilizado. No hay mucho polvo. Las mesas están repletas de artilugios mecánicos, ruedas dentadas, cables—. ¿Qué pasa?
—Parece el taller de reparaciones de... de nuestros amigos. —Coge un puñado de aparatos. Ve otro más grande, con una llave para accionarlo. Sus manos, que se mueven ávidas sobre los bancos de trabajo, tropiezan con un cable, que salta.
Un ruido. Un tictac.
Algo suena tras de sí.
Gira y apenas puede ver un artefacto del tamaño de una naranja hermosa, girando a mucha velocidad, en el aire, zumbando. No lo ve bien hasta que estalla.
—¿Todo bien? ¿Qué ha sido ese ruido?
Está en el suelo. Llorando. Es el miedo, no el dolor. El dolor es mucho, por todo el cuerpo, en especial en la cara, pero el miedo es quien lo tiene paralizado. Su mano derecha no toca suelo, ha caído al lado de la apertura.
—¿Qué... qué ocurre? ¡Por Dios, conteste!
Le duele el cuello. Consigue levantar la mano izquierda, y lo toca. Está húmedo y caliente.
Sangre, muchísima sangre, que cae desde los cielos pintados en el techo hasta su camarada, Lento, en la frente...
Non Omnis Moriar
Jueves
Y esto es lo que ocurrió mientras yo estaba muerto.
Cuatro días después de la llegada de esa carta y el medio riñón que la acompañaba, volvía a la vida, o como quieran llamar a esta existencia mecánica que el Dragón me proporcionó. Aunque entonces... sí, Torres hizo la misma pregunta al inspector Abberline cuando hablaron de la carta «From Hell» sentados en el White Hart.
—¿También cree que esa es falsa como el resto? —dijo.
—No estamos seguro. El riñón parece ser de mujer, y está enfermo como los de Eddowes, no podemos apuntar más. La carta parece la de un irlandés medio analfabeto, y eso lo aleja mucho de alguien con conocimientos suficientes de anatomía, si es que son necesarios para hacer semejantes carnicerías. Dejémonos de tonterías, no creo que esa cosa que vimos escriba cartas...
No, ahora no se refería a la cosa que vieron en Forlornhope semanas antes, a ese congénere mío cargado de los órganos putrefactos de las víctimas de Jack, es de «otra cosa» de lo que hablan, otra que vieron después.
Le estoy confundiendo demasiado con mi forma de contar los hechos, seguro. Discúlpeme, hace siglos que no hablo con alguien. Centrémonos, ¿qué le estaba diciendo? Sí, mi renacimiento... claro, algo pasó en esos cuatro días, entre el dieciséis y el veinte. Torres cumplió con las instrucciones que le diera Percy en su carta. Fue por Bowels el mismo martes en que recibió la misiva de manos de Purvis, por la tarde. Le encontró allí en St. John's Wood y le entregó las dos libras. Todo como Percy había querido, hasta llegar al asunto de proporcionarle un billete de tren para salir de Londres, en ese momento el sargento se mostró tajante.
—No. No me iré mientras ese bastardo siga vivo y disfrutando de su fortuna. Siento lo que le ha ocurrido al señor Abbercromby, y a la señorita Trent. No soy su criado, y no creo que ya me deban nada. Agradezco su intención —se guardó el dinero en el bolsillo, eso sí—, pero no me voy de aquí.
—No es oportuno...
—¿Acaso me busca la policía?
—No... no lo creo. No es de la policía de quién debiera temer, cada vez parece que sus... nuestros enemigos son más dignos de precaución.
—Puedo cuidar de mí mismo, lo llevo haciendo desde los nueve años.
No hubo modo de convencerlo, ni ganas de empecinarse por parte de Torres. Su ánimo estaba ensombrecido, ni siquiera las ruedas traqueteantes de su máquina lo abstraían lo suficiente como para hacer desaparecer esa desazón que le secaba la boca. La fuente de ese malestar era la sensación de impotencia. No sabía qué hacer, ni siquiera si tenía algo que hacer y su permanencia en Londres se empezaba a convertir en una pesada carga. Tenía un deber contraído con esa ciudad que no lograba concretar, su mente analítica se revelaba contra eso.
El buen inspector Abberline no era alguien con quien contar. Habló con él y su única intención era cazar al asesino, que por cierto ya llevaba tres semanas sin dar muestras de vida. Para él la aparición de un esqueleto de metal animado con órganos supurando entre su armazón, no suponía prueba alguna, o si lo era, al ver que cualquier camino en esa dirección chocaba con muros de misterio y secretismo, optaba por ocuparse de proteger a los londinenses, antes que capturar al asesino. Abbercromby perdido y en cuanto al entusiasta de Ribadavia... él sí. El viernes recibió su visita, cojeando aparatosamente en la pensión Arias. La aparición de don Ángel fue refrescante en ambiente tan cargado. Juliette no dejó de reír toda la tarde. Abrió mucho los ojos al ver la insólita melena gris del diplomático, que soltó de su habitual lazo, y no paró de balancearse y hacer piruetas en el bastón de don Ángel, quien la subía y bajaba como a un monito en feria. Bastón que parecía serle muy necesario con su nueva herida.
—Vamos, querida —regañaba con una sonrisa la madre—, no molestes a los señores, que tendrán cosas importantes que tratar. Puedes hacer daño...
—En absoluto, señora; ella no molesta ni usted tampoco, nada es tan importante como atender a dos bellas damas.
Torres no supo qué pensar en ese momento respecto a la relevancia o no de lo que venía a contarle, era algo un tanto extraño, una vez más.
—Parece que la herida ha sido más que superficial —dijo el ingeniero.
—Eso me temo. En fin, gajes del oficio, dejo definitivamente la caza. —Cojeaba con dolor, y a cada cabriola que hacía con la niña, su gesto mostraba una leve mueca de dolor.
—¿No debiera seguir reposando?
—Seguro que sí, pero entonces no podría contarle esto que le voy a contar, se le va a encanecer toda la barba de la historia con que me ha venido el Juanillo.
—¿Martínez? ¿Ya...?
—¡Quia! Ese se fue con dinero y va a disfrutarlo antes de llegar, se lo aseguro. Me refería a Ladrón. Por su cuenta y riesgo, que conste, ha seguido rondando Forlornhope, a pesar de la cantidad de vigilantes que andan por ahí y de lo difícil que es disimular su aire panocho. El viernes hubo un auténtico zafarrancho por ahí. Tres furgones enormes se plantaron en la puerta y empezaron a cargar bultos, todo con prisas y echando cien ojos a un lado y otro.
—¿Qué cargaban?
—No lo pudo saber, él estaba en la verja y ya sabe lo poco que se ve desde allí con tanto terreno y tan boscoso. Todo lo dirigía ese hombre tan menguado como desagradable...
—El señor Ramrod.
—Sí, que con su tamaño no sé yo cómo Juanillo pudo distinguirlo. El asunto es que estuvieron un par de horas cargando, y luego salieron de Londres. Escoltados por hombres que aunque no de modo aparente, seguro que iban armados. Ladrón los siguió.
—¿Cómo?
—Eh... pues... no lo sé. Qué costumbre tiene usted de preguntar nimiedades, por Dios. Él es de campo, imagino que corriendo y con una bota de vino bajo el chambergo puede con cualquier penco de tiro. Lo importante para nuestra empresa —ah, ¿tenían una empresa en común?— es que salieron para el norte, hasta llegar al río Lee. Está canalizado y es navegable hasta Hertford, así que tomaron dos barcazas a vapor que les aguardaban, las cargaron de toda esa impedimenta y siguieron río arriba. Ladrón se las ingenió para agarrarse a un cabo perdido y seguir arrastrado por esas aguas heladas, y el pobre murciano no sabe nadar, no tiene poco mérito la gesta. Recién pasado Tottemhan el río deja en su centro una pequeña isla; ahí atracaron los barcos y comenzaron a descargar. Apenas tardaron en llegar allí, por fortuna para Ladrón, y menos tardaron en montar una enorme carpa, blanca y roja, justo bajo una antigua torre circular de la que apenas queda media fachada.
—¿Para qué?
—Se quedó por allí, espiando, y no sacó nada en limpio. Muchos peones trabajando, metieron sillas en la carpa, mesas, y algo que le escamó mucho, y que seguro que alguien más despierto que Juanillo embotado en vino podría reconocer: un muñeco, el de un guardia de la torre, un beefeater, según he deducido a duras penas por lo que me describió el murciano. Lo llevaban tapado con lonas, pero se cayeron en el trayecto, así pudo verlo. ¿Tiene sentido esto para usted?
Ribadavia sabía de la afición de lord Dembow por los autómatas, por supuesto, había estado en aquella cena donde el noble hizo su exhibición, y se hacía idea de lo importante que eran para Torres, sabiendo que este era un docto experto en la materia. El asunto no estaba claro. ¿Una nueva exhibición del «Ajedrecista de Dembow»? ¿Ante quién, y por qué allí? ¿Por qué todo ese despliegue, montar una feria...? Si el ingeniero hubiera reconocido a Potts en casa de Dembow, y supiera de la relación de este con los hebreos, con el Armero, y sabiendo como sabía de ese trato frustrado con Moshem Sehram podría haberse hecho una idea de la transacción que iba a producirse bajo la carpa. Aún en la situación que se encontraba, creo que lo sospechó. Fuera como fuese, no le cabía duda de que oculta en esos toldos estaba la verdad, la razón de todo lo que había ocurrido en los últimos meses.
—Debiéramos ver lo que pasa ahí.
—Leonardo, no creo que yo esté en condiciones de ir hasta esa isla, del modo en que piensa ir, porque esta vez no creo que le inviten.
—No. Por supuesto, usted debe reposar. Si supiéramos cuándo...
—Lo sabremos, déjeme a mí. —Y así fue, en efecto.
Al día siguiente resucité. De eso ya le he hablado.
Domingo, veintiuno de octubre, tres semanas ya sin Jack. No es que nadie lo echara de menos, que seguía sin dejar de asomarse a la prensa, alimentado por el afán de vender periódicos de unos y el de saber más sobre el lado oscuro de otros. Yo ya carecía de tales ansias. Llevaba un día entero vivo cuando Ribadavia volvió a hablar con Torres: John De Blaise y el señor Ramrod habían aparecido juntos en el canal que accedía al río Lee. Allí los esperaba una gabarra en la que embarcaron. Ladrón era un hombre listo, seguir aguardando en la puerta de Forlornhope supondría hacerse ya notorio, y era poco saludable para el murciano. Además, de esa casona no cesaban de entrar y salir gentes, difícil sería determinar lo relevante de lo cotidiano. Pensó que si había más trasiego hacia la misteriosa carpa, habrían de pasar por allí, y entre las empinadas y herbosas riberas del canal, era fácil esconderse.
—¿Cómo puedo ir allí?
—Su impaciencia no me defrauda. Iremos en tren, por supuesto, no queda lejos.
—¿Iremos?, no puede...
—Lo que no puedo es permitir que usted, Leonardo, se lleve los laureles de esta aventura. Imagine que encontramos por ahí a la dama. —Seguía con esperanzas respecto a Cynthia, parece que era el único que las conservaba—. Yo soy Ángel Ribadavia de Castro, de quien se habla en la corte y en el claustro...
—Aquí no hay guasa, Ángel, aquí...
—Ande, ande. No olvide traer la pistola.
El entusiasmo del diplomático no era en nada alentador, Torres no compartía su deseo de aventuras. Decidió buscar a alguien con más sensatez y menos ganas de formar parte de las noticias del día siguiente. Abberline mostró claramente su disgusto de todo ese asunto.
—Eso... sea lo que sea, está ocurriendo en terrenos pertenecientes a lord Dembow, ¿me equivoco?