Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (119 page)

—¿Y bien? —decía dirigiéndose tanto a Sehram como al resto de los Tigres—. Lo que les prometí, aquí está.

Torres no podía ver la disposición de las piezas sobre el tablero desde donde estaba. Si la partida había concluido, y si había sido similar a la que tuvo él, no creía que nadie pudiera estar satisfecho. Sin embargo, el viejo judío dijo:

—Excelente.

—Entonces, como... —Los tirones de Ladrón lo apartaron de allí.

—Podemos entrar. —Percy miró confundido, y Torres tradujo.

—Dice que podríamos entrar, por esta abertura.

—Cierto —afirmó Percy—. Bajo esos graderíos podemos pasar inadvertidos, vamos.

El valor y el deseo de aventura son contagiosos y se estimulan uno al otro con facilidad. Así, habiéndose atrevido ya a algo, no costó aumentar la apuesta a esos cinco valientes. Ladrón sacó de nuevo la navaja e hizo la abertura más grande. Entraron con cuidado, el interior de la carpa estaba mucho menos concurrida de lo que parecía desde fuera, la luz oscilando y jugando con las sombras, como en un teatro chino, era engañosa. El entramado de las gradas era suficientemente espeso como para ocultarlos. Dentro todos atendían a De Blaise, quien se dirigía no al viejo judío, sino al monje.

—... si todos estamos conformes, no hay más que hablar, señor. Comportémonos como caballeros y hagamos honor a la palabra dada. Cuidaremos de usted el tiempo que esté con nosotros.

—No —dijo el anciano Sehram—. Primero debe darnos...

—No hay tiempo. Está fuera de toda lógica que les regaláramos nuestra única garantía sin que el acuerdo quedara cumplido. Somos caballeros, debiéramos poder...

—No quiero un jugador de ajedrez.—La voz era la del monje, una voz tan clara y musical que sorprendió a todos, hasta a la lluvia, que durante unos segundos pareció calmarse. En ese instante, por la entrada de la carpa, justo enfrente de donde ahora los cinco intrusos se agazapaban bajo la tablazón de asientos vacíos, entró un muy apurado Tomkins.

¿Dónde está Dembow? —preguntó el monje, sin preocuparse de la intrusión del mayordomo.

Tomkins corrió hacia el centro y dijo:

—Señor —dudó a quién dirigirse y al final optó por hablar a un punto medio entre De Blaise y Greenwood. Más que hablar, susurró, pero parece que no fue lo suficiente sutil para los finos oídos del monje.

—¡La policía! —La voz de cristal creció e incluso pareció generar un eco imposible en las paredes de tela. Su ciudad se va a anegar en sangre.

—¡Maldita sea! rugió De Blaise.

—Ocúpese, John —dijo el doctor Greenwood—. ¡Ocúpese! —De Blaise salió corriendo, acompañado de Tomkins. Parece que Abberline había roto la línea defensiva de los conspiradores gracias a su tozudez, como tozudo parecía ser el doctor—. En cuanto a usted señor, podemos continuar con nuestro acuerdo.

—¡No! —dijo el monje.

—Puede que tengamos una intromisión inesperada, pero no va a frustrar esta entrevista, en absoluto. Aquí tiene lo acordado, ahora usted...

—¡Dónde está Dembow! Yo no quiero un jugador de ajedrez. Eso no supone nada para mí...

—No es un ajedrecista, no ofendería su genio con tal pretensión. Es su Ajedrecista. Examínelo, adelante. —El monje, avanzó, se deslizaba sobre el suelo como un fantasma.

—Percy —chistó Torres—. Esos movimientos. Recuerdan... En su casa... el día...

—¿Es el asesino? ¿Eso cree?

—Necesitamos a los inspectores ahora.

—Ahí fuera hay un buen jaleo. —Ladrón andaba mirando hacia el exterior por el corte que él mismo practicara, atento a lo que pudiera ocurrir, y debió ver que los policías se aproximaban a grandes zancadas capitaneados por Abberline, zafándose con autoridad de cuantas pegas le ponían los hombres de De Blaise... o de Greenwood, o de quien estuviera al mando. En esto el monje había llegado junto al Ajedrecista de Dembow, estaba muy quieto, mirándolo. Algunos de sus secuaces judíos se acercaban, con claras muestras de nerviosismo por lo que ocurría afuera, sin atreverse a dirigir palabra a su amo. El anciano rabino Sehram se incorporó de su sitio, apartándose.

—¿Qué hacemos? —preguntaba Percy. Torres se dio cuenta que de pronto se había convertido en el líder del grupo, un líder sin ningún plan establecido.

—Tendremos que esperar. —Luego añadió en español—: Usted, Juan, siga mirando fuera.

El monje empezó a hablar, en alemán.


Meine liebe...

El beefeater se movió, despacio, traqueteando, y respondió con una voz demasiado humana:


Ist... dass sie?

La cabeza cubierta giró hacia Greenwood, despacio.

—¿Qué broma es esta? ¿Dónde está Dembow?

—Enfermo. Por supuesto que no es exactamente ella, eso sería imposible. Sabe que fue destruida, y sus restos no los tenemos, pero...

—Todo el mundo va armado. —Era Bowels quien distraía a mi amigo de la conversación que ocurría en el centro de la carpa.

—¿Qué?

—Todos esos están armados, y miren. —Los Tigres se movían nerviosos, metían sus manos en sus amplias vestiduras triangulares y accionaban cuerdas y palancas. Eso no era lo más preocupante: los del otro bando se movían hacia las gradas, hacía la parte baja de las gradas.

—¡La Virgen! —exclamó Ribadavia—. Van a vernos. —Entretanto, Greenwood seguía explicando.

—... hemos reconstruido una forma parcial de ella, una réplica limitada si quiere. Usted podrá mejorarla.

—No... no es posible...

—No sabe toda la información que contenía, lo preciso que era, debe contar con el talento de lord Dembow.


Schwein!

—Venga, se lo enseñaré. —Greenwood invitó al monje a ver más de cerca el mecanismo del ajedrecista.

—Hay que moverse. —Era Bowels preocupado viendo cómo todos los compañeros de Greenwood, diez a lo sumo, se empezaban a meter bajo las gradas, increpados por los Tigres, que no sabían qué ocurría, y eran incapaces de hacer que su monacal jefe prestara atención a otra cosa que a la marioneta de ajedrecista.

—Mejor fuera —dijo Ladrón, pero la mitad del grupo no le entendía, y la totalidad no estaba organizado como una unidad militar precisamente. Ladrón salió por la abertura, a la lluvia, mientras el resto se agazapaba más hacia el fondo de las gradas, donde el entramado era más espeso.

—¡Eh!, ¡intrusos! —alguien los había visto.

—¿Para qué pondrían unos graderíos así, si no se va a sentar nadie? —preguntó Torres.

—Esto no lo han hecho para sentarse —respondió Percy.

Un chirrido de metal enloquecido detuvo el tiempo por un instante. Torres había apartado la vista de la escena principal preocupado por el resto, y cuando volvió, todo había cambiado. No había rastro del doctor Greenwood. Moshem Sehram temblaba asustado, sin saber si correr o quedar en el sitio. El sonido desgarrado venía del monje, estaba allí de pie, atrapado por un enorme tentáculo que había brotado de la espalda del beefeater, que estrujaba su cuerpo menudo que, desde luego, no era humano. Al igual que asomaba esa cola de serpiente, del pecho le habían nacido dos siniestras patas metálicas de insecto.

Aquí la narración de Torres casi causó que mi corazón de reloj se acelerara sin que le diera cuerda. Sí, eran partes de mis amigos, de mis compañeros.
L'exhibition de Phénoménes et d'Horreurs de toutle monde du monsieur Pott
, por fin unidos después de tanto tiempo, formando una sola cosa. Ahora casi me parece hermoso.

No quiero que los recuerdos sensibleros de este viejo alteren la intensidad de lo que le estaba contando. El monje, el monstruo, Jack, lo que fuera estaba atrapado, cogido por los restos de la feria de monstruos de Pottsdale ensamblados por el talento de lord Dembow. La quimera de metal hablaba con voz muy humana y familiar:

—No tiene sentido que se oponga a lo inevitable, señor. Si se niega a colaborar, acabaremos con lo que le queda de ella, para siempre. No nos importa ese asesino... —El monstruo no parecía intimidado y gritó:

—¡Aniquiladlos! ¡A todos!

Los Tigres se erizaron de lanzas, pinchos, garras, ametralladoras; buscaban objetivos que ya se ocultaban entre los escalones. La voz de mando de Greenwood, que debía haber corrido hasta la protección de las gradas, sonó imperante:

—¡Fuego!

Y llegó el infierno. Toda la carpa ardió como una tea embreada. El agua debía haber frenado tamaña combustión, para eso estaba el doble tejido que componía todo el pabellón. El espectáculo del cielo ardiendo era hermoso y terrible a un tiempo. Extraordinario hasta el extremo de detener toda acción, incluida la de los sicarios de Dembow, que ya estaban al lado de los cuatro intrusos.

Un segundo, y toda la tela incendiada cayó, liberada de sus poleas y vientos, hundiéndose como una mortaja flamígera sobre los sorprendidos Tigres de Judea.

—¡Era una trampa!

—¡Para eso sirve este falso anfiteatro! —Los hombres de Dembow, ya bajo el graderío y conocedores del engaño, alzaron sus bufandas rosas para cubrirse la cara. Los gritos de los Tigres quemándose llenaban todo, además del humo.

—¡Vamos a morir abrasados! —gritaba Bowels.

—Asfixiados antes, me temo —dijo Percy mientras con un gesto instaba a sus tres compañeros a que se cubrieran la boca con algún pañuelo.

—Tenemos otros problemas. —Ribadavia señalaba a dos hombres de Dembow que estaban a su lado, agachados para evitar el calor y el humo bajo la estructura de metal. Al tiempo, el diplomático manipulaba su bastón, desenroscando la caña del mango y poniendo otro en su lugar; era una pistola, que no tuvo reparo en disparar, abatiendo al primero de ellos. Su disparó recibió el eco de más detonaciones, a lo lejos.

Torres no atendió a su seguridad. Miraba la lona ardiente, lo empapado de sus ropas les permitía soportar los calores de ese horno y analizar lo que veía. La carpa había caído como un cepo flamígero sobre todos, salvo en el centro. Allí el pabellón terminaba en una apertura, por donde escapaban los humos de la estufa calefactora. Ese agujero de espacio libre coincidía en vertical justo donde se «abrazaban» el beefeater y el monje. No era probable que el fuego destruyera a esas criaturas mecánicas, aunque bien podía dañarlos. La trampa estaba bien ideada: calcinaba a los sicarios del monstruo, mientras aislaba por el fuego a la presa, atrapada por esa construcción híbrida.

—Hay que salir de aquí —dijo Torres—. Si nos quedamos vamos a arder, o nos van a...

Bowels y Percy estaban ya armados, el segundo con otra de sus queridas Lancaster, he hicieron fuego a discreción contra los hombres bajo el graderío, que estaban corriendo hacia fuera. Esa estructura estaba bien pensada, al caer el lienzo ardiendo, dejaba la parte trasera del tendido, más alta, al descubierto; era fácil salir.

—Vamos fuera —dijo Ribadavia.

Fuera tenía que ser un caos, pero un caos lejos de las llamas. Corrieron agachados. Torres, empujado por Percy, no dejaba de mirar hacia atrás, entre las llamas, a través de jirones de tela ardiente, y pudo ver cómo el monje era alzado en vilo, cómo del mueble sobre el que estaba el tablero surgían seis patas metálicas, y el beefeater de fábula atravesaba las llamas llevándose a su presa.

A campo abierto todo eran disparos, bengalas, llamas. Los guardias de lord Dembow disparaban sus escopetas a los Tigres que quedaban en el exterior, a quienes también les había brotado miembros extra, o zancos, o armas de la cabeza... Bajo la lluvia y el miedo solo se veían detonaciones, fuegos y gritos. Se detuvieron nada más salir del circo de llamas, a sacudirse las pavesas que no podían prender con tanta agua.

—Vamos de vuelta a la torre —dijo Ribadavia mientras volvía a cargar su bastón pistola—, es lo más seguro. ¿Dónde se habrá metido...? Juan!

A la voz no acudió un murciano, sino un sicario del lord armado corriendo hacia ellos mientras metía dos cartuchos en su escopeta. Alzó el arma y alguien a su lado le dio el alto. Se dio media vuelta dispuesto a disparar, y recibió un brutal bastonazo en la frente. Cayó descalabrado, disparando al aire, y el dueño del bastón de metal que lo había derribado, el inspector Moore, dijo:

—¿Qué hacen aquí? ¿Qué demonios...? ¡Abberline!

El inspector apareció enseguida, tras él se podía distinguir a los agentes de policía, impotentes tanto por número como por encontrarse desarmados, aunque arrojo no les faltaba. Abberline se limitó a mirar con severidad al grupo de intrusos.

—Hay que salir de aquí —dijo Godley, que acababa de reducir a mamporros a un Tigre.

—Detenga a John De Blaise —dijo Percy. No era mala idea, De Blaise parecía el eslabón más débil de la cadena, pese a sus aires de autoridad.

—Le he visto. Sería... —Abberline miró a los civiles y a lo lejos, a las fuerzas de que disponía—. Demasiado arriesgado. ¡Agentes, vengan! —Los hombres, más asustados de lo deseable, rodearon al grupo solo con sus defensas. Eran policía local, acostumbrados a poco más que alguna trifulca por lindes, deseando volver a casa. Torres se sintió de todo menos protegido—. He mandado a Curly para que envíe un telegrama a Londres, necesitamos más hombres. Me temo que ha sido un error, nos hemos quedado sin transporte.

—Nosotros tenemos un bote —dijo Bowels, que recibió la inquisitiva mirada de los policías.

—Los Tigres están listos —decía Godley—. Debe estar aquí todo lo que queda de la banda. Frederick, no nos harán nada. Mejor quedarnos, esperar.

—Sí...

—Inspector —interrumpió Torres—. Mire. —Señalaba al centro de la acción. El monstruo híbrido paseaba a su trofeo andando sobre la lona ardiente que ya se extinguía, una figura mitológica, envuelta en humo y llamas que ignoraba la batalla que crecía a su alrededor, sabedor de ser el núcleo de todo el drama. Mientras, las muy mermadas fuerzas de los Tigres trataban de llegar a ellos sin éxito aparente—. Aquello, ¿no le recuerda a...? La criatura que vimos en Forlornhope, también era mecánica...

—No sé... es difícil de decir. —No le interesaba lo que Torres trataba de decirle. Incluso ante lo extraordinario, el inspector mantenía una tensa vigilancia, dando instrucciones y animando al sargento Godley y a Moore a que mantuvieran firmes a sus hombres en sus posiciones. Bien es cierto que no sufrían de momento ataque alguno, ahora que los hombres de Dembow se ocupaban más de los judíos que de la policía, pero aún quedaba la posibilidad de que los Tigres tuvieran más hombres en la ribera del canal, lanzándose en barcazas al asalto de la isla—. Hay que buscar refugio, ¿qué tal ese torreón...?

Other books

Lost Paradise by Tara Fox Hall
Sins of September by Graysen Blue
Drakenfeld by Mark Charan Newton
Geis of the Gargoyle by Piers Anthony
Broken Places by Wendy Perriam
Battlefield Earth by Hubbard, L. Ron
The Eden Tree by Malek, Doreen Owens