Mire su cuerpo vaciado, abierto sobre la cama, con todos los órganos diseminados por la habitación. Estaba aún hermosa, maldita puta. Su cara. No dejé nada de su cara. Hinqué mi hoja y pelé su rostro hasta que asomó el semblante de la Huesuda, esa que todos llevábamos dentro para recordarnos que al final, ella siempre aflora y vence. Todos no. Yo soy eterna.
Esa cara sí podía besarla, esa sí era más cercana a mí... que Dios me perdone. Traté de poner las tajadas de su cara en la mía, como hiciera con la otra; una máscara de femineidad para el monstruo.
No pude tocar su pelo rojo ni sus ojos verdes, incluso yo, la hija de Satán, fui incapaz de estropear toda su belleza.
Descansa en paz, Marie Jeannette Kelly.
Descansad en paz todas, porque yo no puedo.
Sentí entonces pena, un gran dolor por esa mujer, pecadora e inocente al tiempo. Intenté devolver las partes a su todo; ya me era imposible. Me limité a colocar las piezas de su ser con cuidado, de modo que hubiera cierta simetría en el caos que había generado. Recosté su cabeza sobre uno de sus generosos pechos ensangrentados, para que estuviera cómoda. Coloqué su hígado y estómago en una mesa, con cuidado de que no cayeran. Entonces vi sus costillas al aire, su pecho que había perdido las dulces formas femeninas. Allí estaría el corazón.
Cómo no lo entendí antes. El corazón, el corazón de la hembra. Eso necesitaba. Partí las costillas y lo saqué, pequeño, firme. Abrí mi pecho y metí allí el corazón de Mary, ahora éramos una, su fuerza y mi fuerza.
Oí un ruido que me sacó de mi éxtasis. Una tetera puesta en la chimenea se había roto, estaba al rojo, fundida el asa de donde colgaba por el intenso fuego que hice para iluminar mi noche nupcial con Mary. Ahora tenía su corazón, la unión perfecta y consumada, Mary y Eleanor, por siempre.
Era hora de marcharme.
Estaba cubierta de sangre, pero me había quitado el abrigo para trabajar. Me envolví en él. Extinguí las llamas de la chimenea.
Besé otra vez a Mary. Duerme, dulce niña.
Salí, cerré la puerta. Eché el pestillo desde la ventana rota.
Salí a Dorset Street con mi corazón nuevo y levanté la cara, ya a la luz del día. La lluvia caía sobre mis ojos, golpeaba en ellos con sonido metálico y luego resbalaba por mis mejillas. Eran lágrimas. Ja, ja! Cristo redentor, estaba llorando... tenía corazón y estaba llorando... Ja, ja!
Lágrimas...
La... lágrimas... ja, ja...
Lágrimas por Mary, por mí.
Ja, ja... ja, ja...
Atrápeme cuando pueda
Viernes, tras dos minutos de dar cuerda
...ja, ja... lagrimas... la rajé.
Cuerpo vaciado... ja, ja...
Descansa en paz... ja, ja...
... no he parado.
Jack
Viernes, poco después
Perdón... ¿es usted? Sí, no le veo... parece que...
Gracias. No me encuentro muy bien, muy... No veo... No, ya no siento dolor, hace mucho que el dolor es el recuerdo de una pesadilla. Es algo distinto... como... si pudiera recordar...
No, ese otro, el que pone «uno».
Gracias... sí, ahora. Recuerdo cómo era beber, la sensación de ebriedad... todo parece más lento. Es así, algo así lo que las viejas máquinas roñosas sentimos cuando llega el final.
Tengo miedo. El miedo no lo he olvidado.
He muerto varias veces. Quiero decir que cuando me paro, es como dormir. Dormir es morir un poco, dicen. Cuando duermes, cierras los ojos y el tiempo termina, el tiempo, eso es la vida, el paso del tiempo. Sabes que antes o después volverás a despertar. Así, cuando he muerto, sabía que la luz llegaría. La vida otra vez.
Esta vez, desde que estamos aquí, con usted... siento que se acerca el fin y tengo miedo. Ya nadie queda que pueda o quiera despertarme. Para mí no hay otra cosa. He estado muerto y no había nada, cerré los ojos y los abrí. Nada en medio. ¿Quién me los abrirá ahora? No hay otra vida para los pecadores como yo, no para los monstruos.
Por favor. Tal vez usted, y su amigo pudieran... solo serían necesarios unos pequeños ajustes, algunos cambios. Tengo mucho que contar y...
No. Miento. Ya queda poco que decir. Creo que mis viejas ruedas siguen girando por el empeño de acabar lo que he empezado... no, no se preocupen. Ya he estado demasiado tiempo por aquí. Incluso los que no podemos cansarnos, nos cansamos... terminaré, queda poco.
No, no, deje. Escuche, eso sí, le ruego que al menos escuche el final.
Torres se encargó del entierro de la pequeña Juliette Arias. También insistió en que él se ocuparía de la viuda desconsolada asegurando que, mientras viviera, nada le faltaría. Dio su palabra, y era una palabra que valía oro. Se comprometió a interceder por ella en la embajada española, pues era viuda de español, y aunque sus contactos se habían mermado considerablemente tras el fallecimiento del señor Ribadavia, le atendió de inmediato el propio embajador Albareda, recién tomado el cargo. Un gaditano amable, elegante e ingenioso, hombre de mundo y amante de la cultura que puso a toda la misión española al servicio de lo que necesitara la desconsolada viuda. Notó Torres durante la conversación en Hartford House, que su excelencia tenía en mucha estima a don Ángel. Todo el recorrido del gallego en la carrera diplomática, circunscrito a esa embajada, había sido siempre fuente de escándalos y su permanencia en el cuerpo diplomático se debía a influencias y amistades, moneda siempre de curso legal en España; y con todo esto, algo tendría Rivadavia cuando el embajador le tenía en consideración, sin apenas conocerlo dado lo reciente de su llegada a la legación. Aunque Albareda se mostró tan dispuesto, el ingeniero quedó con mal sabor de boca y ciertas dudas respecto al futuro de la viuda. No dejaba de ser una inglesa, y cuando él volviera a España... todo lo que lo llevó a tomarse como algo personal su cuidado y vigilancia.
—¿El Destripador? —preguntó Torres a Abberline, durante el funeral de la niña, celebrado un frío siete de Noviembre, al que no pudo acudir la madre, aquejada de un fuerte ataque de nervios.
—La encontraron en el East End, cierto. Aun así, no lo creo. Le cortaron el cuello, sí, pero no parece la obra de... mueren muchas personas en esta ciudad, señor Torres, en todas las ciudades. Usted mismo me dijo que esa chiquilla era un tanto osada, quién sabe dónde se metió.
—¿Quién la identificó tan rápido? No se la echó de menos y llegó la noticia...
—No era la primera vez que andaba por esos andurriales. Una desdichada la vio en el suelo, la conocía, y vino a la policía diciendo el nombre. Dew lo oyó, sabía que esa era su dirección y se tomó especial cuidado.
—Agradézcaselo de mi parte al inspector Dew. —Pobre y alocada niña. Tanta búsqueda de aventura para acabar encontrando lo peor de estas.
Yo, encerrado en el cuarto de Torres, intentaba llorar. Sabía quién era su asesino: el Dragón. Desde esa misma mañana notaba su presencia, no había muerto, no se había ido, estaba ahí, en mi ciudad. Lo sabía con total certeza, ahora que mi mente se había ahormado a la suya tras compartir recuerdos. Fue a buscar su tesoro, en casa de Dembow. Vio el cortejo fúnebre del único hombre que conocía el paradero de los restos inmateriales de su amada, y la furia se transformó en fuego. Puede que de algún modo allí supiera del malentendido, cuando el lord me confundió con él, y el fruto de esa confusión fue que yo me hiciera con la memoria, esa que ahora tenía dentro. ¿Por qué no se la di? ¿A él o a Torres? Ese cruel asesinato era un mensaje, un terrible mensaje, para mí, para todos nosotros. Mataría a todo lo que queríamos hasta que obtuviera a su amada.
Entonces me juré a mí mismo que iba a acabar con ese señor Ewigkeit. Qué osada es la ignorancia.
La viuda estaba deshecha, convertida en un mar de suspiros y quejares y al igual el viejo señor Bengoada, su permanente huésped que hacía años que ejercía de viejo tío gruñón de la niña, y todo el barrio que conocía la bondad de la señora Arias y la dulzura de su pequeña aventurera. Otro que también penaba, más por osmosis que por un sentimiento real, o por continuar con su «pesambre», a la que ya era habitual como el borracho al licor, era Juan Martínez, perenne custodio de la pensión.
—Ay, señor Torres, que he vuelto a pifiarla.
—Deje, Martínez, deje...
—No, qué voy a dejar. Tenía que haber mirado por esa niña. Era un rabo de lagartija, no paraba, pobrita mía...
—Usted no tiene la culpa, no.
El murciano insistía, e insistía, y no calmó su pena hasta que Torres le pidió que se quedara al servicio de la casa, como un portero, atendiendo a las necesidades de la viuda. Él correría con el salario y lo vestiría adecuadamente. La señora Arias aceptó el acuerdo, o más bien asintió, sin saber a qué en medio de su duelo, confiando sin más en el buen corazón de Torres.
Pero como ninguno, exceptuando el incomparable dolor de una madre, sufría el ingeniero, pues se suponía último responsable. Lo que en mí era una certeza, en el español era una intensa sensación de que Jack el Destripador, por algún oscuro motivo, iba detrás de él. Así lo explicaba el día ocho por la mañana, visitando, junto a su amigo el inspector Abberline, al convaleciente lord Dembow.
—Lamento mucho —dijo Percy— lo de esa chiquilla, aunque si le soy sincero, y sin ánimo de minusvalorar la pena, no sé qué puede tener que ver su asesinato con todo lo que nos ha ocurrido en este otoño.
—Jack me conoce —explicó Torres—. Ya vio cómo atacó al señor Aguirre, puede estar buscándome.
Hace semanas que no sabemos nada del asesino —dijo Abberline—, puede que haya parado, a lo mejor ha muerto o... se ha estropeado, quiera Cristo que así sea. Desde luego, este no es un crimen del Destripador. Alguien trataría de... violentar a la niña, se resistiría y murió. —Una explicación sencilla, que yo no creí cuando se me contó. Juliette había aparecido tirada en la calle, degollada, sin otra señal de violencia. Era un aviso.
—No sé —dijo Torres. Volvió luego su atención a Percy—. Lord Dembow, me despido, no creo que tarde mucho en irme a mi país.
—Me gustaría volver a verle.
—Quién sabe. Ahora sus expectativas habrán cambiado, ya es el señor de su casa y tiene un gran potencial...
—Me dedicaré a la medicina, como le dije. Quiero luchar contra la muerte, como mi padre. Hay formas mejores de las que él buscó, estoy seguro.
—Yo también, lord Dembow, yo también.
Esa noche, en casa, en una casa llena de luto y dolor, Torres me confió sus miedos. Abberline llamó durante nuestra conversación con una sorprendente noticia. Tumblety había sido detenido el día anterior, el siete, de nuevo por indecencia. Se había exhibido con hombres de forma repugnante y escandalosa, por cuarta vez, y por fin era procesado. Lo habían soltado esa mañana y, según Andrews, había salido para Liverpool. El Destripador, o su compinche, se iba. Londres quedaba libre, su monstruo había desaparecido. El propio Andrews había salido con otros agentes en su persecución.
Jack no estaba entre nosotros, ¿o sí? La muerte de la niña giraba y giraba atrapada entre las ruedas de mi cerebro, sin dejarme descansar, sin que por un instante me permitiera retener la velocidad de mi funcionamiento. Sentía, lo único que sentía en mis frías entrañas era la presencia del Monstruo. Satán, el Dragón, Jack. Tenía que ir a por él, y sabía cómo. Aquella chica pelirroja, ella dijo que conocía de siempre al señor Ewigkeit, y yo sabía dónde vivía ella. Mentí a Torres, urdí un pequeño engaño. Aún no se había acostado aunque eran cerca de las cuatro de la mañana, ocupado del malestar de la viuda como si de un pariente suyo se tratara.
—Sé cómo encontrar al Destripador —le dije cuando pasó por su cuarto.
—¿Cómo?
—Él mató a Juliette, ¿no? —Torres ni afirmó ni negó nada—. Sé dónde encontrarlo. Una chica, Kelly, una de las putas de aquel burdel, me dijo cuál era su guarida en el East End, donde cometía sus fechorías. —Era muy fácil mentir ahora con esa cara de metal—. Podemos ir esta noche por él.
—Esta noche... está lloviendo. —Vi la duda en el rostro de mi amigo, el dolor que lo empujaba a cometer alguna imprudencia impropia de su carácter. Esa era mi oportunidad—. Don Raimundo... parece que ese Jack ha dejado de existir... se fue, o murió en...
—¿Y entonces? ¿Quién quemó Forlornhope? ¿Los irlandeses?
Torres suspiró cansado mientras iba a un cajón de donde sacó el revólver, el que le proporcionara Ribadavia hacía una eternidad. Empezó a cargarlo.
—Lo sé, su cerebro de metal funciona muy bien.
—¿No llamamos al inspector? —pregunté.
—Es un hombre muy ocupado, atribulado con esta caza. Cerciorémonos antes de hacerle alumbrar alguna falsa esperanza. Aún siendo verdad la información que le dio aquella mujer, lo más probable es que haya abandonado ese escondrijo. Vamos.
Salimos a la calle, él por la puerta, yo saltando a través de la ventana envuelto en mi abrigo y sombrero. Llovía y hacía frío.
—Martínez, tenemos que salir.
—Enseguida me avío y les...
—No. Cuide de la viuda.
Caminamos uno al lado del otro, en silencio, dos amigos a la caza de un monstruo. Un frenesí como nunca conocí colmaba mi espíritu. Era ira, odio... y felicidad. Al día siguiente era el desfile del Lord Mayor, el muy honorable James Whitehead tomaba su nuevo cargo con toda la pompa que la ciudad podía ofrecer, marchando hasta la Corte de Justicia. Mañana sería fiesta, y hoy íbamos de caza.
Llegamos con el día húmedo ya despuntando, a las seis menos cuarto de la mañana del nueve de noviembre de mil ochocientos ochenta y ocho. Había gente en las calles, hombres, mujeres... seres vivos ocupados en sus livianos quehaceres en ese día de fiesta, y entre ellos, uno que no estaba vivo. Otro, además de mí. Enfrente a la entrada a Miller's Court. Empezaban a llenarse las calles de la actividad diurna...
... de la actividad diurna. Estaba allí, lo sabía. Frente a la entrada, alzando la cara bajo su capucha, muy levantada por una protuberancia, un cuerno que ahora lucía, la corona del delfín del mundo subterráneo. Era lo que me mató, allí, en medio de Dorset.
—Increíble —dijo Torres—. Está aquí, tenía razón —Me miraba atónito. La criatura no nos vio. Echó a caminar hacia el este—. Podemos seguirlo.
Eso hicimos. Callejeaba entre la gente adormecida, todo digno en ese abrigo femenino. Nosotros detrás, sin que nos viera. Parecía ensimismado, sin importarle el entorno.