—Hay un... en fin, hemos asumido que todo es verdad. ¿Cómo ha podido conservar a estos dos?
—No sé. Habrá reunido pieza a pieza durante ciento veinte años de algún modo.
—¿Y por qué nos necesita? Alguien capaz de hacer estos prodigios, bien puede deducir por sí mismo lo que sea.
—Tras años de sustituir piezas en cerebro sus... pensamientos, capacidades se han deteriorado algo. Ha perdido memoria, puede que un cerebro de reloj no sea tan intuitivo como uno orgánico... elija. Por ejemplo: usted y yo podemos deduciar...
—Deducir.
—Algo sobre las dos historias de
fort Kamayut
. Entendemos que allí nació Jack,
in some way...
pero él tiene los fríos datos en el cerebro de metal de Aguirre, y no es capaz de...
—Creo que le entiendo: piensa que carece de la «chispa del ingenio del hombre», por así decirlo, y la busca en un par de peritos en el tema para... le entiendo. Sin embargo, si se trata de Kempelen, ingenio no le faltaba, se lo aseguro.
—Quiero decir...
—Deje, deje; si le entiendo.
—Entonces. ¿No cree que mi... hipótesis encaja con lo que hemos oído con misma precisión de esos autómatas?
Alto sonríe y palmea a su inerte compañero mecánico.
—Tanto como con precisión...
—Sea sincero, no dirá que no piensa algo similar.
—Sin duda, aunque no tengo su valor para expresarlo en alto. Y bien, ¿Y ahora qué? Quiero hacer algo antes de morir aquí solo.
—No hay más comida, y nuestras fuentes de información empiezan a deteriorarse. Yo no soy bien, ni usted... Bajaré y les daré cuerda hasta que revienten... intentaré averiguar dónde es...
—Sí.
—Voy. Ya es el final.
La idea que Jack tiene de diversión
Viernes
Abrí los ojos. Frente a mí estaba Tumblety, siempre él. Siempre.
—Mi querida señorita, ¿se encuentra bien? Animo, necesito que esté despierta. —Me levanté. Me sentí diferente, algo... ¿Ya? Por fin era... Estaba en un sótano o similar.
—La he echado de menos, a usted y a nuestros jueguecitos. El clima general es ahora hostil, la policía está encima, mejor era permanecer en la sombra, descansando como usted, mi buena amiga. Ya no podemos esperar más.
Caminamos. Subimos. Me encontraba extraña, torpe, ¿cuánto tiempo había dormido? Y al tiempo excitada, muy excitada... tenía que verme, que... entonces miré mis manos. Las mismas manos de asesino. Tal vez el resto... yo lo sentía, algo zumbaba en mi interior, algo vivo.
Tumblety no paraba de hablar, de explicarme lo difícil que era su situación, acosado por Scotland Yard, por el Demonio. Iba mal vestido, sucio y desaliñado, como quién lleva días en fuga, nada de su fatua imagen quedaba ya, ahora a su exterior afloraba toda su mezquindad.
Salimos arriba. Entre altísimas paredes de cristal había dinosaurios, enormes árboles altos hasta el techo abovedado, animales de fábula; qué lugar tan hermoso. En los cristales contemplé mi reflejo. El mismo de siempre, mi horrible imagen, mi vergüenza, mi condena, mi burla. Algo había cambiado, ahora parecía un unicornio.
—¿Dónde estoy?
—Crystal Palace, no encontré mejor acomodo para que mi bella durmiente reposara.
No le entendía. Me puse mis últimos recuerdos y todo llegó a mí. Me vi otra vez en su casa, con la cara que él tanto amaba, sintiendo su desprecio delante de sus amigos, ahora como en la jungla. Riéndose de mí, burlándose.
—Qué asco —dijo—, no mereces ese uniforme. —Todo se mezclaba en mi cabeza. Luego apareció ese pobre hombre y lo maté, fue muy rápido, a veces no controlaba mi furia. Maté a ese desdichado. Lo recordaba bien: un hombre mutilado, un alma mutilada como yo y que mostró tanto valor hace años. Entonces le di palabra de no olvidar su gesto. Cumplí, siempre lo hago. Lo cogí, y me lo llevé. Fuera me esperaba Tumblety, en un coche, huimos de él a casa del Diablo. Llegamos allí, y mostré llorosa mi obra ante el Artero Señor.
—¿Y él? —rugió—. ¿Te vio? ¿Vio tu cara?
—Todo el mundo me vio, y se rieron de mí... tuve que matarlo. Por Dios, ayúdelo, como a mí.
No dijo nada. Quedó pensativo y se llevó el cadáver. A la noche siguiente, Tumblety discutió con él, excesivo valor para un tipo de su calaña. Lo escuché todo a través de la pared.
—¿Va a hacerlo otra vez? —decía el yanqui—. ¿Y yo? ¿Y nosotros?
Le pagaré por sus molestias, señor Tumblety.
—Promesas, promesas... la policía va tras de mí y todavía no he visto nada de lo prometido...
—¿Y qué le retiene en Londres, señor? No creo que necesite mi ayuda para desaparecer, se vale bien para esos menesteres. —Hubo un instante de silencio, y luego—: Señor Tumblety, es usted un degenerado repugnante, y la única razón por la que permanece a mi lado es porque vio en ello un modo de satisfacer sus horrorosos apetitos.
—¿Yo un...? Se atreve a insultarme, un monstruo como usted. —Otro tenso silencio, que el Demonio rompió.
—No intente encontrar mis límites. Aprecio la vida humana, sin embargo no toleraré ninguna ofensa. Váyase, ya le encontraré si le necesito.
—Muy bien. No hay más que hablar. Así se me pagan mis servicios, así responderé yo. No sabe quién es el doctor Francis Tumblety, pero lo sabrá.
Le oí marcharse.
Pasó el tiempo.
¿Y ahora? Dijo que si la mataba, todo iría bien. Dijo que él sufriría... dijo... ¿Qué dijo?
Tumblety entró. Parecía nervioso, asustado. Hablaba en susurros. Me explicó la situación, y aunque viniera de sujeto tan odioso, no pude negar que era un análisis exacto de lo ocurrido. El Demonio ya no me quería, iba a construir a su nueva creación, una que no diera tantos problemas como yo.
—Aquí morirá —dijo—, venga conmigo.
—No.
—¿No? —Me condujo en silencio, chistando a cada paso por el laberinto del infierno hasta el taller de Satán. Sobre la mesa estaba aquel hombre, rodeado de tubos y máquinas. Naciendo como yo nací—. ¿Ha hecho algo por usted herr Ewigkeit? Tiene pendiente el... completarla y se dedica a otro, ¿con él quiere quedarse? Nosotros seguiremos, lo hemos hecho bien juntos. Usted y yo, yo le encontraré lo que busca.
—Fallamos. Siempre fallamos...
—Porque elegimos mal las piezas. Ahora he aprendido. Venga conmigo, yo la convertiré en la mujer que quiere ser.
Y fui con él, esa noche. Y dormí. Y entonces desperté, ahí, en Crystal Palace, rodeado de animales de fábula y fuentes apagadas, con Tumblety, y había pasado mucho tiempo.
—¿Sabe? —me decía mientras me ayudaba a caminar—. Les escribí una carta. Sí, no era justo que toda la fama se la llevara ese Destripador cuando nosotros hacíamos el trabajo, no señor. Y para que se convencieran envié con ella un regalito. —Me fui hacia él—. Seguro que les he dado algo en qué pensar. Cómo me reí. Escribí la carta en rojo, la manché de sangre y fingí ser un anormal... no se preocupe, nada tienen contra nosotros. Pero vigilan las calles. Somos célebres. —Se dio la vuelta con una linterna encendida en la mano, y ahora había dejado de reír, todo lo contrario—. Nuestra celebridad es inútil, no hay objetivo en nada de esto.
—No... no le entiendo.
—Él mintió, su amigo
herr
Ewigkeit, su «Demonio» —Volvió a reírse—. No puede hacer nada por usted. La engañó.
—No es cierto, él da la vida a...
—¿Y por qué no la convirtió en algo normal, en lo que usted merece ser, en una mujer y no en un monstruo?
Me costaba pensar, no podía, no sabía en qué creer y la voz de Tumblety no paraba. ¿Por qué me hizo esto? ¿Por qué?
—Ahora todo el mundo la odia, menos yo. Ese monstruo la ha dejado sola; nada podemos hacer...
—Puedo matarlo.
—Déjelo. Ya lo intentó y no fue capaz. Además, ha desaparecido, no está en su casa, no podemos encontrarlo.
—Yo sí. —Tumblety se me acercó, sibilino como una cobra.
—¿De verdad? ¿Puede?
—Sé cómo dar con él. Lo mataré.
—Y quitará un gran mal del mundo, señorita, no hay labor más abnegada que pueda hacer. Después de lo que ha pasado, de cómo la han tratado los hombres, de su amor no correspondido... Dios mío. —Sacó un pañuelo y se enjugó los ojos—. Tanta bondad, tanta... perdone, no quería emocionarme.
Sí, ese era mi papel, extirpar el Demonio de este mundo. Era cierto que antes había fracasado en mi intento de aniquilarlo, pero ahora no me esperaba, esta vez lo cogería por sorpresa. Tumblety se recompuso y preguntó:
—Y bien —dijo—, ¿dónde está?
—No lo sé. —Él bufó furioso.
—¡Ha dicho...!
—Ahora no lo sé. Puedo averiguarlo. Necesito que encuentre a alguien para mí, a la siguiente.
—Le digo que no funciona, no es posible, no podemos...
—Encuentre a Marie Jeannette Kelly, ella siempre sabe dónde está. Es su puta, la puta de Satanás.
Mi amigo yanqui se sorprendió, pero no pudo hacer otra cosa que proceder tal y como le indicaba.
—Si así lo cree... usted descanse, yo me ocuparé.
No le costó esfuerzo hallarla, la puta se movía cómoda, segura en las calles del infierno. Señora del East End con su pelo rojo y su risa obscena. Ella me diría dónde encontrarlo.
Me desperté de nuevo, entre los monstruos de la antigüedad, yo, un monstruo moderno. Él ya tenía la información: el trece de Miller's Court, ese era su cubil. Ahí llevaba a sus amantes.
—La he visto meterse ahí con otra puta —dijo—, y bien que se iban tocando, asquerosas.
Eso estaba en Dorset Street, en Spitalfields, lo conocía. Tumblety decía que vivía allí con un hombre, debía ser cauta. Al día siguiente iríamos por ella. No dormí.
Pero al otro día Tumblety no volvió. Ni al otro. Yo esperaba... ¿dónde estaba ese maldito americano? Pensé que estaría obteniendo más información... ¿para qué? Apenas tardó una hora en encontrar la morada de Kelly y ahora desaparecía por días. Estaba sola. Por primera vez en muchos años estaba sola. No me atrevía a moverme, tenía miedo y en los sótanos de Crystal Palace me encontraba segura.
¿Qué puede hacer una mujer como yo, abandonaba, desvalida?
Sin los cuidados necesarios, no duraría mucho más. Decidí morir, quedarme allí en ese bonito hogar de cristal, muy quieta hasta desaparecer por siempre, parecería una más entre todas esas hermosas maravillas, gozo de curiosos, de niños. Algo que los londinenses admirarían, sin saber qué soy. Adiós a todos, lo había intentado, el mundo no estaba hecho para personas como yo...
Todavía podía matar al Dragón. No necesitaba a ese despojo de ser humano.
Fui por Mary. Llovía mucho, eso era bueno, Mary estaría en casa, guareciéndose y esperándome sin saberlo. Recorrí la ciudad envuelta en mi abrigo, asustada, las calles estaban engalanadas para recibirme, eso me gustó, los banderines y crespones se mojaban... era bonito.
Llegué a Whitechapel, aquel horrible lugar. Pese a la lluvia las putas estaban en la calle. Si Mary había salido, la esperaría. En Dorset Street me quedé mirando la entrada a Miller's Court. Un arco pequeño, oscuro. Nadie alrededor. Entré por él como entra el silencio. El lugar estaba vacío salvo por la lluvia cayendo. Un patio feo, destartalado, de paredes pintadas en blanco para prevenir la viruela. Una pequeña lámpara ardía en el corredor, frente a ella estaba el trece. No era más que un cuarto, seguramente la habitación trasera de la casa de al lado segregada para poder alquilarla. Me acerqué a la puerta. Silencio. Escuché más. Había un sonsonete, una voz mortecina, cantando.
Si forzaba la puerta, se despertaría, gritaría. Tenía que atraparla en silencio, hacerla hablar antes de que reaccionara. Doblando la esquina el cuarto tenía dos ventanas, probé allí. La primera tenía rotos dos de los cristales que la cuarteaban. Algo, un abrigo colgado, la tapaba por dentro. Con suavidad corrí la cortina improvisada y la vi, allí, durmiendo en su cama, canturreando borracha entre sueños una cancioncilla irlandesa. Me alegré de no poder oler, porque seguro que ese lugar hedía a mujer y a hombre. ¿Cuántos se habían vaciado en ella esa noche, en esa cama? Puta.
La puerta estaba ahí al lado, vi que era fácil acceder al cerrojo desde la ventana rota. Lo hice, despacio, la lluvia sonó más que yo. Volví a la puerta. Entré, la cerré, incluido el pestillo. Era un cuarto tan pequeño que yo casi lo llenaba por entero. Estaba su cama, un par de mesas, una pequeña chimenea, y ella, tumbada sobre la cama, adormilada entre el alcohol y el pecado, con su escandaloso pelo rojo sobre la almohada, cantando amodorrada. Parecía tan... mujer así, y yo de pie, goteando agua sobre el suelo como un muñeco grotesco.
¿Qué había venido a hacer? Tenía que acelerarme, fuera lo que fuese. Accioné mi llave y entonces ella se movió, abrió los ojos, me miró en la oscuridad. Gritó.
—¡Asesino! —Mi cuchillo salió. Eche la sábana por encima de su cara, la giré hacia el lado derecho y golpee. Las sábanas y mantas se llenaron de sangre, mucha sangre. El cuerpo ya no se movía. ¿Por qué? No quería matarla, tenía que saber dónde estaba el Dragón.
Aparté la ropa de cama. Muerta, degollada otra vez. Tanta sangre. La desnudé. Necesitaba luz. Podía verla pero quería hacerlo como el resto de los mortales, ver ese cuerpo como Dios quiso que fuera visto. La chimenea. Había allí camisas de hombre, y alguna otra ropa que utilice para avivar el fuego. Pronto el exiguo cuarto estaba iluminado, las ventanas tapadas no dejarían ver la luz desde fuera.
Ella estaba allí, desnuda, sobre un lecho rojo de sangre, invitando a la lujuria incluso después de muerta, más que cuando estaba viva. Qué bello cuerpo, y qué inmerecido. Me dolió más que con el resto, pues ella era hermosa, y puta, y a mí se me daba el horror como toda recompensa a mi virtud.
Me acerqué... la besé, no sé por qué, en recuerdo de pasadas vidas, supongo. Mi boca de metal chocó contra sus labios gruesos y muertos, entreabiertos en un rictus de pánico... ya no podía besar. Nunca más.
Tuve que cortarla. Empecé por los senos, redondos y rosados, pechos de mujer joven que agarré con mi mano de acero y cercené con el cuchillo. Luego me los probé. Ojalá hubiera habido allí un espejo. No podía verlo, pero supe que ese era mi cuerpo, el que debió corresponderme a mí.
La abrí de piernas y la rajé. Saqué sus órganos, sus tripas, su sexo, su carne fresca y la fui colocando encima de mí. Apenas aguantaban un segundo hasta caer al suelo, entonces las dejaba sobre una mesa y cogía otro fragmento de Mary. Sus piernas, esa carne debería recubrir mis miembros metálicos. Pelé su muslo hasta el hueso y coloqué lo obtenido sobre mi fémur brillante, traté de atarlo con hilos de su tejido, con sus intestinos, y ahí tenía: carne de hembra envolviendo mis miembros... hasta que se desplomaban flácidos, húmedos, contra el suelo. Imposible. El Demonio me había hecho inacabada, esa era su burla, y ahora había desaparecido, para siempre.