Los horrores del escalpelo (132 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Indiscutible genio, heredero de una tradición de grandes ingenieros españoles como Echegarai o Saavedra, que a diferencia de estos, no mostró interés alguno por cuestiones políticas, incluso desatendiendo los cargos que como honor se le dieron: Presidente de la Real Academia de las Ciencias de Madrid, académico de la Española, miembro asociado de la academia de las Ciencias de París, y muchos más, dedicando su poderoso ingenio siempre a tareas científicas. Ideó y construyó dos jugadores de Ajedrez, y esto le ha traído a las presentes páginas, aunque en realidad fueron fabricados en épocas mucho más tardías de lo que figuran en la novela. Fueron los primeros autómatas jugadores de la historia. El prototipo inicial es tal y como lo describo en esta novela, cuando don Leonardo se lo muestra a John De Blaise. Jugaba como ahí se cuenta sencillas partidas de rey, torre contra rey, tenía memoria y detectaba las trampas; por tanto podemos considerarla la primera máquina que se «relacionaba» con su entorno. El algoritmo sencillo implementado de manera electromecánica en el ajedrecista, y que Torres intenta explicar al señor De Blaise sería algo parecido a lo que reproduzco a continuación, que he omitido durante la narración de la novela para no hacerla demasiado farragosa. Retomando la escena, Torres explicaba el funcionamiento del ajedrecista a su amigo británico, que preguntaba:

—Entiendo, más o menos, pero mueve... ¿al azar?

—En absoluto —dijo Torres—. Sigue unas sencillas reglas implementadas en función de las posiciones relativas que observa entre las piezas, posiciones marcadas por las distintas correderas. Con eso se asegura la victoria, no del modo más rápido, pero sí eficaz. Es sencillo si lo sistematizamos un poco, vera: si el rey negro está en una columna inmediata a la de la torre, ésta huye, es decir que se traslada horizontalmente, hasta el otro extremo del tablero. Si no es así, y el rey negro no está en la fila inmediatamente debajo, la torre baja una casilla.

»Si no ocurre ninguna de las dos situaciones anteriores, y si la fila ocupada por la torre no es la inmediata inferior a la que ocupa el rey blanco, este desciende una casilla. O si no pudiera realizarse los dos movimientos de la torre antes citados, y hay un número par de casillas entre las columnas de ambos reyes, el blanco se moverá horizontalmente hacia el negro. Habrá observado que puede ocurrir simultáneamente la circunstancia que propiciaría los movimientos del rey blanco antes citados; en cuyo caso el rey se movería en diagonal.

»Si no tenemos ninguna de las posiciones anteriores, y ambos reyes se encuentran en la misma columna, la torre desciende una casilla, dando en ese momento jaque.

»Si de nuevo no se cumplen las condiciones precedentes, ha de haber por fuerza entonces un número impar de casillas entre ambos reyes. El siguiente movimiento dependerá de la posición de la torre blanca: si está en la segunda o séptima fila, se traslada horizontalmente a la primera u octava, respectivamente. Si está en la primera o la séptima columna y el rey rival no está ni en la tercera ni en la sexta, la Torre se mueve a la segunda o la séptima respectivamente, por el contrario, si el rey estuviera en esas columnas, la torre se iría a la primera o la octava respectivamente, huyendo al otro extremo del tablero.

Pueden probar si gustan y verán que así siempre ganan las blancas, incluso se puede hacer un pequeño programa con el algoritmo en cualquier lenguaje de programación que conozcan y verán lo sencillo, ingenioso e infalible del artificio. Pero el genio real de Torres Quevedo estaba en la implementación mecánica de estas reglas, ahí es donde el ingeniero español brillaba.

La eclosión en el mundo científico de Torres Quevedo ocurrió a principios del siglo XX, el joven Torres que aparece en mi historia, muy novelado como es natural, no había alcanzado todavía el prestigio que llegaría a tomar ya franqueada la cuarentena. El primer viaje por Europa que menciono es cierto, aunque he alterado un poco las fechas para hacerle coincidir en el Reino Unido con el señor Tumblety, y en ese viaje, en el real, no estuvo en Inglaterra. Por supuesto, el segundo viaje y centro de esta historia es completamente inventado.

Sirva la presencia de este don Leonardo de ficción como un humilde homenaje del autor hacia el real, una de las mentes más brillantes del siglo XX, que como acostumbra a ocurrir por estos pagos, ha sido en demasiadas ocasiones olvidada.

Wolfgang von Kempelen (1734 - 1804)
: No he tratado a este gran inventor como se merece, por lo que presento aquí mis disculpas a su memoria. Fue un genio, un pequeño Leonardo húngaro, hábil en mecánica como en lingüística y muchas otras disciplinas. Para su dolor, ha pasado a la historia por construir el Ajedrecista, el autómata más famoso de la historia, y generador de una corriente de autómatas jugadores de ajedrez que llenaron los espectáculos del diecisiete y el dieciocho. Y para colmo un novelista español osa darle el papel de villano en sus creaciones. Mea culpa.

Su historia es más o menos como la cuento: es cierto que tuvo un cargo administrativo en Transilvania (intenté por todos los medios que este hecho no sacara a colación al más famoso noble de esa región, no pude resistirme), así como el famoso reto de la Emperatriz María Teresa de los húngaros fue tal y como lo cuento, o así al menos se recoge. Recorrió Europa y América con su máquina, a su pesar, como Maelzel después de él, otro gran ingeniero al que vendió el artefacto, siendo el pasmo de todo un mundo fascinado ya por las exhibiciones de autómatas. Los autómatas y sus fabricantes que aparecen existieron en realidad, incluso la exhibición de Spring Gardens que propicia el encuentro de los dos protagonistas en
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es real, aunque fue un siglo antes de cuando yo la sitúo, y claro está, no incluía la totalidad de los grandes autómatas de la historia, como la que yo he imaginado: los de Vaucanson, Cox, Merlín... reunir tamaña colección sería algo prodigioso y hasta anacrónico a veces. Más si en medio de ellos aparece el Ajedrecista de von Kempelen.

La historia del Ajedrecista es tal y como la cuento hasta su destrucción en el incendio en Filadelfia, y los espectáculos que montaba von Kempelen, por cierto, hombre dotado con carisma de sobra para el escenario, eran aproximadamente como el que lleva a cabo en la novela el señor Tumblety, aunque no en escenario tan siniestro. Quisiera recordarles que por entonces, siglos XVIII y XIX, la ciencia y la prestidigitación se presentaban unidas, y el tema no se tomaba como un engaño, aunque muchos pensaran que lo era, sino como una hábil demostración de las habilidades de su autor, en este caso von Kempelen.

El mecanismo que ocultaba el Ajedrecista no era otro que el más evidente: un hombre encerrado dentro de él, en el mueble, tan simple y tan ingenioso a un tiempo. Al principio de las exhibiciones, el sujeto se escondía tras la falsa maquinaria de un lado, y luego, cuando se abría la puerta contraria, se movía al otro extremo, oculto también tras capas de maquinaria inútil, lo que requería a alguien no solo con conocimientos de ajedrez, sino con ciertas dotes de contorsionismo. En cuanto al transcurso de la partida, las piezas de ajedrez estaban imantadas en su base, y de cada casilla del tablero colgaba un pequeño hilo con una placa metálica, de modo que cuando se posaba la pieza, abajo, la placa se pegaba al techo. Así, el jugador escondido conocía la posición de las piezas, y podía mover las suyas gracias a, esto sí, un sofisticado sistema de engranajes que permitían mover el brazo del Turco. Dentro tenía una luz, por lo que era necesario encender velas a los lados del muñeco, para ocultar el humo que escapara del interior.

El autómata jugaba partidas enteras, medias partidas y problemas de ajedrez, como el del caballo. El público elegía una casilla para colocar un caballo y el autómata, el hombre que estaba dentro en realidad, hacía que la pieza recorriera todo el tablero, con el movimiento del caballo, a tremenda velocidad, para lo que el jugador escondido tenía que saberse de memoria todas las posibilidades, que no es fácil. Es posible que contara con esquemas para llevar acabo esto.

Las partidas famosas atribuidas a la máquina, contra Napoleón, etc.... no están del todo documentadas, y es probable que muchas pertenezcan al mito, lo que sí es cierto es que el autómata se enfrentó a grandes maestros de la época, con diferente suerte, y que medio mundo quedó maravillado del prodigio durante décadas, sin que nadie pudiera averiguar el secreto de Kempelen o de Maelzel, aunque en algunos casos, como el del señor Poe (el artículo que cito del autor americano es real), sí intuirlo. Estas sospechas no menoscababan el valor del Ajedrecista a ojos de nadie, o casi nadie. Entonces, este tipo de exhibiciones mezcla de ciencia y prestidigitación, eran valoradas como tal, y el saber que había truco, no desvirtuaba el espectáculo.

Lo más interesante a mi parecer de todo esto, es que la polémica que suscitaba esa máquina entre los que asistían a sus exhibiciones era la misma que surgió siglos después, con la aparición de Deep Blue derrotando a maestros reconocidos. Por ejemplo: ¿puede una máquina superar el intelecto del hombre?, e inmediatamente: ¿podemos crear inteligencia artificial? En el siglo XIX o el XXI parece que las grandes preguntas siguen siendo muy parecidas.

Por cierto, la inscripción en la tumba de von Kempelen es tal como la reproduzco.

Frederick Abberline (1843 - 1929)
: Inspector del CID en la época de Jack el Destripador. Aunque en muchas historias de ficción se le pone como principal responsable del caso, no lo era, ese honor le correspondía al inspector jefe Swanson, como hago decir al propio Abberline en la historia. Él era el coordinador de los detectives de campo, por tanto, posiblemente una de las personas que más sabía del caso. Pero, como en toda investigación policial, intervinieron muchas personas, Moore, Reid, Dew... además de todos los agentes de uniforme. La totalidad de los policías del Yard que aparecen en la historia son reales, muchas veces son ciertos sus movimientos y están donde estuvieron entonces (excepción importante es el caso de Andrews, que nunca, al menos hasta donde sabemos, estuvo en Berner Street, escenario del asesinato de Liz Stride), aunque sus opiniones y acciones estén noveladas, a veces coincidiendo con la realidad y a veces no. La mayor libertad que me he tomado, tal vez, sea la aparición de los tres enviados por Scotland Yard para resolver el caso. No porque no fueran reales, al contrario, pero su presencia no fue tal y como yo la presento. En las memorias del detective Walter Dew afirma que, como he dicho, el Yard mandó a los inspectores Abberline, Moore y Andrews para solucionar el caso, una especie de Dream Team (permítaseme la frivolidad) contra el mayor criminal de la historia. Esto nadie lo pone en duda, aunque solo dispongamos de la palabra del señor Dew para atestiguarlo, pero es seguro que los tres no estuvieron desde el principio. Abberline, sí. Fue el coordinador de detectives desde casi los albores del caso, pero Moore, de quien es difícil conciliar qué papel jugaba dentro del complicado engranaje de investigación británico, no aparece en papeles policiales hasta el cuatro de octubre, en un informe relativo al asesinato de Elizabeth Stride, y en la prensa hasta la muerte de Kelly. No es razonable que días tras la muerte de Polly Nichols, estuvieran ambos detectives juntos, como aparecen aquí.

Es más, la «visita turística» por los lugares de los crímenes en la que Moore hace de guía a Torres Quevedo, está inspirada en un paseo similar a uno que ofreció el detective a un periodista de Filadelfia, pocos días antes de la muerte de Rose Mylet, víctima del Destripador que aquí no aparece. Eso nos pone ya en el año ochenta y nueve.

El tema de George Andrews es más peliagudo aún, pues la única referencia que le involucra con las investigaciones es la que hace Dew en sus memorias. Esto es muy raro, Dew era uno de los detectives, entonces joven, directamente dedicado al caso y no cabe pensar que cometa un error así. El hecho de su ausencia en todos los informes y las notas de prensa referentes al caso, y el hecho de que poco tiempo después de la muerte de Mary Kelly y de la fuga del señor Tumblety a Francia y luego a Estados Unidos, viajara a Canadá a causa de la extradición de un reo (lo normal es que fueran las autoridades canadienses las encargadas de ir por el acusado hasta el Reino Unido), al tiempo que en Estados Unidos proliferaban los artículos referentes a que Scotland Yard había enviado detectives en busca del Destripador a tierras americanas, provocó la aparición de una teoría a cargo de serios investigadores del Destripador, como Stewart Evans y Paul Gainey (disciplina esta de investigar las circunstancias que rodean a mi amigo Jack que por cierto entre los anglosajones tiene acuñada hasta un término propio: Ripperology, «destripalogía» diríamos aquí. Entre estos «riperólogos» los hay muy serios, como los que cito, pero les aseguro que otros no lo son tanto). Esta teoría, en la que no entraré porque sería muy largo, postula que la función de Andrews en el caso era, con exclusividad, perseguir y capturar a Francis Tumblety. Como habrán observado, tal hipótesis excitó mucho mi imaginación, y es fuente de gran parte de la trama de
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Siguiendo con el tema policial, Scotland Yard se enfrentó al crimen más terrible de la historia, y tradicionalmente se ha criticado sus acciones y se les ha tildado de inoperantes o indolentes a la hora de resolver el crimen; nada más lejos de la verdad a mi juicio. En esa época y con los medios dispuestos, no creo que ningún cuerpo de policía, ni la por entonces tan respetada Súreté francesa, hubiera podido capturar al Destripador. Se cometieron errores, sin duda, pero estos hombres se esforzaron al máximo por capturar al monstruo, arriesgaron su salud y su prestigio y, por ejemplo, estoy convencido de que si Jack no mató a nadie en octubre fue porque no lo dejaron, hasta que pudo tener a una víctima, Mary Kelly, encerrada en casa, sin peligro de ser descubierto.

Mención especial tengo que hacer respecto al jefe inspector Littlechild y al Departamento Especial, la sección D. La implicación de esta sección en una extraña conspiración es obra de mi imaginación, y desde luego la aparición del jefe de ese departamento dedicado a la investigación de insurgencias políticas (aunque si es más que probable que mantuvieran un ojo sobre Tumblety, como sobre todos los irlandeses de extraño proceder), en medio de la investigación del Destripador, como un detective de a pie, es un tanto exagerada. En realidad, la mayor relación de Littlechild con el caso es su famosa carta, de la que hablaré luego, y su inclusión en mi historia no es más que un guiño a los aficionados al Destripador (que habrá alguno más en este país aparte de mí, digo yo), como hay muchos otros diseminados por todo el relato.

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