—¿Va a dejarle ir así? —protestaba Percy—. Ese hombre es el causante de...
—¿De qué, señor Abbercromby? No es asunto mío sus problemas familiares. Ahora apartémonos, y tratemos de buscar el modo de salir de aquí.
—Y sacar a toda esta gente —añadió Moore.
—Vamos. Agentes, tenemos que encontrar botes, ustedes dos recorran la orilla. Ustedes dos busquen heridos o gente escondida por ahí, tiene que haber más de uno. Godley, no les quite ojo a nuestros amigos españoles. Usted, señor Abbercromby y su criado, no se separen de mí.
Es digno de reconocimiento el modo de comportarse de De Blaise y todos aquellos hombres. Se acercaron a paso decidido al monstruo, que por fin liberado de la trampa de piedra y agua, empezaba a encararlos, despacio, tal vez con la lección de cautela aprendida tras su última carga. De Blaise dispuso a sus hombres en dos filas de diez, marchando con entereza hacia la cosa. A cien metros dio la voz de alto, la primera línea puso rodilla en tierra, la segunda de pie, todos apuntando a un blanco nada difícil. Esa disposición no era necesaria gozando de la cadencia de tiro de rifles con mucha autonomía, como esos Lee- Metford, yo diría que De Blaise estaba disfrutando de un último momento de gloria. El monstruo mostró de nuevo los flejes, y a ellos los acompañó con dos enormes hojas, dos guadañas de seis metros cada una que surgieron en su parte frontal, como navajas de jabalí. La cosa se pegó al suelo; iba a cargar.
—¡Fuego! —Se adelantó De Blaise. La andanada fue certera, muy mala puntería era necesaria para fallar ese blanco. Y aunque el repiqueteo en el acero del monstruo parecía tan inocuo como el del agua que insistía en caer sobre él, lo cierto es que algunas luces estallaron, y que no atacó. En su lugar, de nuevo, empezó... a escupir pirotecnia a través de una decena de agujeros de su torso.
—¡Fuego! —seguía ordenando el... el mayor, aunque los disparos ya continuaban a discreción. El fuego que caía del cielo parecía disparado... disparado al azar, cayó sobre algunos grupos dispersos que se ocultaban, incluso sobre el embarcadero destrozado, donde lo poco que quedaba de los... Tigres había desembarcado siguiendo a su monstruosa arma secreta.
—Esto es una locura, en cuanto acelere los arrollará —decía... Torres cuando uno de las erráticas granadas cayó junto a ellos. El estruendo los lanzó por los aires. El se vio en el suelo, aturdido, rodeado de chispas que caían y se mezclaban con la lluvia. Oía gritos, disparos... no sé... sí... el estruendo de las granadas cayendo.
Y lo dejamos por hoy aquí.
Sí, empiezo a estar cansado... Creí que preferiría esperar a su compañero... como desee. Le veo muy interesado hoy, tomando todas esas notas... ya sabe lo que hay que hacer...
Gracias.
Como le decía, Torres había rodado loma abajo, aturdido, hacia la punta sur de la isla, cerca del agua. Eso lo supo porque lo primero que vio al abrir los ojos eran los reflejos de los fuegos artificiales de muerte sobre el agua. Se levantó en ese estado que algunos veteranos conocemos, no sé si usted... bien, no sabía si había quedado inconsciente, y si lo había estado si llevaba horas o minutos caído. Con seguridad era la conmoción por el impacto y no habrían pasado más de unos segundos desde la explosión que los separara. Corrió hacia el punto donde creía haber estado, temiendo por la vida de sus compañeros y esta vez empuñando el arma que había mantenido oculta hasta el momento. Andaba por el lugar más boscoso y alejado de la contienda, la vegetación no prendía con el fuego del monstruo gracias a la humedad; aquel era un buen sitio para esperar los posibles refuerzos. En dos zancadas volvió de nuevo a donde les cayó la bomba, justo a tiempo para escuchar otro tremendo estallido. Esta vez la granada había caído en medio de la disciplinada formación de De Blaise. No se detuvo a mirar la suerte de esos hombres, en el lugar de la explosión, de su explosión, vio el cuerpo caído de un agente, Mabbott, y Bowels estaban junto a él. El policía estaba achicharrado.
—¡Bowels!
—Mierda... El sargento mayor se levantó aturdido. Mabbott parecía inconsciente y vivo.
—¿Dónde está el resto? —preguntó mientras cargaba Mabbott.
—No tengo idea... —Un estruendo llamó su atención. El monstruo estaba cargando de nuevo, persiguiendo a los hombres dispersos aquí y allá, segándolos con sus guadañas, sin dejar de disparar.
—Corramos, al agua, ayúdeme. —Los dos salieron cargando con el policía inconsciente. No tardaron en ver, desperdigados, al resto del grupo recuperándose. A unos metros, creyeron reconocer a Godley atendiendo a un inconsciente Moore. Hacia el otro lado, entre los árboles distinguió el pequeño embarcadero a donde llegaran Abberline y el resto de la policía, y en él estaban Ribadavia y Abbercromby.
—¡Perceval!—No parecía oírlo, mucho ruido. Por los movimientos de los dos hombres, debían haber encontrado alguna clase de embarcación. Corrieron para allá, cuando tres figuras más aparecieron en escena: De Blaise, magullado, encañonando directamente a Percy, acompañado de dos hombres con sendos rifles.
Oyó un: «¡cobarde!», y un: «es hora de acabar», y vio a don Ángel Ribadavia incorporarse con torpeza, gritando un «¡Santiago y cierra España!», enarbolando su bastón, y cómo uno de los hombres de De Blaise lo golpeaba con su arma; y salió corriendo.
—¡Vamos, Bowels! —Dejaron caer al pobre Mabbott y, pendiente abajo, oyeron disparos y gritos. Tropezaron, rodaron, temió perder su revólver, o la vida si chocaba con uno de los troncos.
Al llegar, la escena había cambiado. Un hombre en el suelo, sangrando por el cuello como cerdo en san Martín. Percy también había caído, tenía la cabeza ensangrentada, aunque estaba consciente, sentado sobre la tablazón del muelle, y sujetando el Lancaster en mano temblorosa, sin apuntar a quien tenía a su lado, que no era otro que De Blaise, sangrando a su vez, aunque manteniendo el revólver en mano, diciendo:
—Vaya, primo, ahora tenemos los dos un recuerdo de guerra. —Pero no le estaba apuntando a él, apuntaba a dos hombres que peleaban sañudos en el suelo. Uno, de los hombres de De Blaise, cuyo fusil andaba caído en el suelo, revolcándose con otro sujeto que apretaba un cuchillo contra su pecho—. ¡Tú! ¡Suéltale si no quieres que le vuele la cabeza a tu amo! —El sujeto no podía hacerle caso, pues no entendía nada. Era Juan Ladrón.
Hicieron ruido al llegar. De Blaise miró hacia ellos sobresaltado, apuntándolos. Ladrón apuñaló a su oponente. El hombre gritó antes de morir. De Blaise giró y disparó a Ladrón, derribándolo. Percy disparó a ciegas, a la nada. Torres y Bowels dispararon a un tiempo. De Blaise cayó al agua, o se tiró.
¡Alto! —Era Moore, corriendo seguido por Godley y Abberline.
—Deje de disparar, Perceval —dijo Torres mientras corría hacia Ladrón, que se agarraba el estómago. Oyó un cuerpo más caer al agua. Bowels había desaparecido.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó sin resuello Abberline.
—John De Blaise! —gritó Percy parpadeando nervioso, tratando de ver a través de la sangre que caía en sus ojos—. Ese canalla al que no podía detener, ha intentado matarme.
—¿Quién era ese hombre que ha saltado al agua? ¿Qué...? Usted, señor Torres. —Mi amigo trataba de ver la magnitud de la herida de Ladrón, quién solo decía:
—El amo.... el amo... —Cierto, ¿dónde estaba Ribadavia?—. Sa caído al agua... uno desos cabrones... —Y Ángel Ribadavia no sabía nadar. Y estaba herido, enfermo.
—¡Ayúdenme! —gritó Torres—. ¡El señor Ribadavia ha caído! —Todos, incluido los dos heridos miraron al río. El muelle se adentraba casi cinco metros en el agua, agua negra, en la que se reflejaban los fuegos artificiales del monstruo que seguía escupiendo detrás de ellos.
Nada, no veían nada. Godley incluso bajó al pequeño bote que allí había, sin resultado. Ribadavia había caído como un plomo. Muerto.
—Ay, la Virgen —gemía Ladrón—. Ay, señor Torres, que se ha matao... yo llegué de un salto, les vi ahí, encañonaos. Rajé a ese, y me tiré contra el otro y no me di cuenta que... le dije que no viniera, ay, le dije que estaba mu nervioso. —Torres lo abrazó, tratando de ocultar en ese gesto su propio desconsuelo.
—Debiéramos atender a nuestros problemas —dijo Moore—. Esa cosa sigue asolando la isla como loco, y creo que le falta por segar esta parte....
—El bote está bien —dijo Godley—. Vamos amigos, podemos esperar a los refuerzos en la otra orilla.
—Sí. ¿Cabremos? —preguntó Abberline—. Llevamos dos heridos. Ya hablaremos luego de lo que ha pasado aquí, señor Torres.
—Yo he visto a De Blaise, puedo jurarlo... vi como le disparaban, aunque no creo que le dieran...
—Y ese bastardo sabe nadar, se lo aseguro —dijo Percy, poniéndose un pañuelo ofrecido por Abberline en la frente, donde había sido herido.
—Solo llevaremos a un herido, Frederick —dijo Moore, que estaba ayudando a Percy, mientras señalaba a Ladrón—. Ese hombre está listo.
—¿Qué dice? —estalló Torres, que miraba atónito el cuerpo que abrazaba—, Por el amor de Dios...
—Que tendríamos que llegar a un hospital en nada para coser ese balazo en la barriga. Está muerto, Torres.
—Qué... pasa. —Ladrón estaba temblando, sin fuerzas—. ¿Está el amo? ¿Lo han... lo han encontrao...?
—Tranquilo.
Dígale a Juan que no se olvide de... —No dijo más. Durmió y no tardaría en morir. Torres se persignó, tembloroso.
—Vamos, Torres —dijo Abberline—. Nos llevaremos el cuerpo de este hombre si quiere...
—No. El cabo Mabbott, está allí entre los árboles. Es más necesario evacuar a...
Al señalar, por encima de las copas de los árboles apareció la oscura sombra del monstruo, escupiendo fuego que brillaba en sus afiladas hojas, ahora manchadas de sangre.
La intención de huir a cubierto se les quedó a la mitad. Sonó una detonación a su espalda, y a eso le siguió el inconfundible impacto de un obús contra el monstruo, retumbando en la noche. Subiendo por el río venían cuatro barcazas a vapor, la que encabezaba la pequeña flota llevaba un cañón de doce libras emplazado en la proa, y dos Nordenfelt a cada borda. Otra de ellas iba equipada igual. Las dos restantes estaban a reventar de hombres.
—Pues al final sí que traían cañones los refuerzos que pidió, inspector —dijo Godley, a quien el fuego y el peligro no le menguaban su habitual retranca.
—Yo no he llamado al ejército.
Porque eso era lo que venía, el ejército de su majestad, dispuesto a acabar con ese monstruo. Y no parecía un intento vano, porque la criatura reculó, por un instante. Luego abrió fuego. Pese a que ya era evidente que disparaba andanadas casi al azar, y que la munición había menguado durante el combate, uno de sus cohetes cayó sobre una de las barcazas, haciéndola zozobrar. Solo fue un acicate para que esos bravos recrudecieran el ataque. Sonaron las ametralladoras, y el cañón también habló, volviendo a impactar, y haciendo saltar una de las terribles guadañas sin en apariencia dañar seriamente al monstruo.
La nave capitana roló hacia babor cuando se acercó al agudo cabo sur, desde donde ellos contemplaban toda la acción. La otra artillada fue por el brazo contrario, y la cargada de hombres se detuvo para recoger a los naufragados, pero por sus voces y gritos se les veía ansiosos de combatir.
—Agradezco su llegada, desde luego —dijo Moore—, pero me temo que el blindaje de eso es mucho para esa artillería.
—Pueden acabar con él —dijo Torres. Hizo la señal de la cruz sobre la frente de Juan Ladrón, lo dejó en el suelo y salió corriendo, costeando tras la barcaza capitana.
—¡Torres! ¡Aguarde!
No hizo caso, corrió cuanto pudo, por suerte esas barcas no eran rápidas, y minoraban su velocidad para mejorar la puntería de sus artilleros. El cañón tenía ahora difícil hacer blanco, estaba desenfilado. Dispararon las ametralladoras que nada hacían contra el monstruo más que irritarlo. La criatura estaba girando, rápido, y pronto se puso a acelerar, corriendo como un expreso hacia el norte, disparando sin fortuna para cubrir su retirada. Se marchaba. Temía a los cañones. Iba escorándose hacia la parte occidental, ofreciendo su flanco poco a poco. Torres se puso a gritar.
—¡A las patas! ¡Disparen a las patas!
Mi amigo me dijo que seguramente el oficial de aquel barco había pensado lo mismo, su natural modestia. Lo cierto es que la velocidad del monstruo era mucho mayor que la de la barcaza, en unos segundos llegaría al río, y aunque allí se frenaría para cruzarlo, escaparía. Tenían un solo disparo.
Así fue. Cuando ya clavaba los rieles para montar el puente al igual que llegara, los británicos hicieron fuego, y acertaron. Las patas eran en efecto la parte más endeble de la estructura, y más estando en maniobra tan compleja. La cosa cayó con gran estruendo al río, medio cuerpo fuera y medio dentro. Las balas se cebaron en él. El cañón volvió a disparar, a impactar en el blindaje, y la otra barcaza apareció por el norte, rodeando la isla.
Entonces, cuando ambas embarcaciones arrecieron el fuego, el monstruo estalló en mil pedazos. Las calderas reventaron, la explosión hundió a uno de los barcos perseguidores. Tal como llegara con su fuego y su destrucción, se fue, creando un temprano amanecer en la campiña londinense.
Nadie pudo verlo, todos acabaron en el suelo o en el agua, aunque alguno aseguró que de nuevo, un pequeño dirigible había aparecido en el aire momentos antes de la deflagración. Torres no podía asegurarlo. Él miraba al agua, el agua que se tragara a Ángel Ribadavia.
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Jueves tarde
—«Torres no podía asegurarlo. Miraba el agua que tragara a Ángel Ribadavia». Eso es... —Lento apartó la vista de sus notas y la alzó al techo, al agujero por donde desapareciera Alto—. ¿Me oye? ¿Se ha dormido?
La voz de Alto suena muy cansada.
—No. Estoy aquí. Todavía.
—No debe dormir.
—No... me estoy perdiendo todas esas batallas... vaya... haber estado aguantando aquí para al final...
—Eso es todo lo que ha contado. Seguiré preguntando... ya no tardarán en venir por nosotros. —Sí.
Callan ambos. Lento arruga los papeles que tiene en el regazo, lo deja a un lado. Mira de nuevo hacia el techo.
—¿Cómo se encuentra?
—Tengo frío... y me duele. Creo.
—Aún le oigo. Eso es que no es mal... grave.
—Me gustaría tener... esa confianza. No veo. La metralla me ha dado en los ojos.